I
Me permite el amigo Alonso Quijano hablar en nuestro cómodo mayestático, por no sentirnos solos, toda vez que seguimos cabalgando con Sancho, el insigne escudero de quien continúa atravesado en la garganta de los déspotas. Y lo hacemos seguros de que este año cervantino para algo debe servir: Sancho sigue amenazado por el silencio de quienes sólo lo ven y lo sienten como el complemento de Don Quijote. Quienes así piensan, trasgreden la atmósfera de la lujosa dicotomía ofrecida por la obra máxima de nuestra lengua. Ciertamente, se complementan, por lo que nos lamentaríamos si Sancho Panza no hubiese alcanzado el grado de madurez que le hace falta a los lectores. ¡Qué sería de nosotros sin Sancho¡ Sin Panza no hay Quijote, al menos el que sabemos tenía en el del borrico el mejor de los interlocutores.
En una lejana conversación con Buenaventura Piñero, en la llanura también manchega de Calabozo, de cuyo nombre me acuerdo todos los días, el desaparecido profesor del Pedagógico de Caracas comentó que la tensión dialéctica contenida en El Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Cervantes supo darle cuerpo a la contradicción, que es donde radica el complemento. De modo que el escudero no sólo siguió a un desquiciado: supo depositar en el Caballero de la Triste Figura -ofrecimiento aparte de la gobernación de la ínsula Barataria- la comprensión de ese mundo visto por dos campesinos: uno letrado, agobiado mentalmente por el exceso de lecturas, otro “de poca sal en la mollera”, pero apegado a lo que sus ojos miraban.
Piñero es autor del libro editado por el Pedagógico (Caracas, 1976), Devenir social de Sancho Panza, donde hace un estudio del escudero cervantino. Así como Don Quijote tiene quien le escriba, Sancho ha merecido muchísimas páginas, la mayoría desconocida o poco tomada en cuenta.
II
A veces es Sancho quien desde su silencio nos interroga, nos coloca en nuestro sitio. Hemos sido quijotes desde la mirada zoqueta de quienes se creen quijotes, sobre todo los que amagan con el poder y se sujetan la hebilla para sostenerse con la grasa abdominal los gases acumulados. Pero nada, Sancho nos pasea sin abrir la boca: mira de soslayo mientras talonea las costillas de su jumento. Don Quijote, por su parte, nubado el reseco seso, mira gigantes, se pelea con cabreros y venteros, se luce con un león y hasta se da el lujo de regresar de la locura para agradecerle a Sancho haberlo acompañado. Y en el tránsito de hechos anteriores, y aún mientras esta última parte ocurre, el escudero afina su “programa social”, con el cual haría gobierno justo para los labradores, “limpiar esta ínsula de todo género de inmundicias y de gente vagabunda, holgazana y mal entendida...la gente baldía y perezosa es en la república lo mesmo que los zánganos en las colmenas, que se comen la miel que las trabajadoras abejas hacen. Guardar sus preeminencias a los hidalgos...premiar a los virtuosos, tener respeto a la religión y a la honra de los religiosos”. Así, en esos diez días de gobierno “quitaré estas cosas de juego que a mí se me trasluce que son perjudiciales...”. Es decir, como afirma Buenaventura Piñero, Sancho era muy coherente con su dialéctica natural, de la cual ningún gobernante de aquellos y estos tiempos ha querido aprender.
Los consejos democráticos de Don Quijote a su escudero bien valen ser libro Mantilla para los actuales poderes de este país tropical, nido de zánganos y habladores de paja. “...que no hay cosa que más fatigue el corazón de los pobres, que la hambre y la carestía. No hagas muchas pragmáticas; y si lo hicieres, procura que sean buenas, y sobre todo que se guarden y cumplan”.
Citado por Piñero, Lúdovik Osterc añade a tanto Quijote estudiado: “...el improvisado gobernador lleva a cabo tan sólo la parte progresista de su programa, y deja de cumplir con la parte conservadora –prerrogativas a los hidalgos y religiosos- convirtiéndola de tal suerte, en asunto puramente declarativo, que empero, desempeña papel de amparo a manera de las reiteraciones de ortodoxia, que Don Quijote se apresura a expresar después de cada una de sus arremetidas contra los sacerdotes frailes o la Iglesia en general”.
Que no digan por allí los nuevos bachilleres que Sancho y su panita Alonso fueron domesticados por la sociología del desperdicio, porque esa no existía.
De tanto leer libros se le secó el seso a Alonso Quijano, pero a punto de pasar a la inmortalidad se “sanchificó”, mientras el escudero se “quijotizó”. Es decir, la dicotomía fue sólo en el momento de la agonía, porque Sancho se quedó solo con las aventuras de su amo. Soñador, vagabundo en su justicia, sigue sobre su burrito, cabalgando con nosotros.
III
En el libro de Piñero, el autor destaca que “La simpleza de Sancho es harto conocida desde los inicios de su función como perspectiva literaria”, y cita la fuente cervantina: “La verdad sea, respondió Sancho, que yo no he leído ninguna historia jamás, porque no sé leer ni escribir” (capítulo “El devenir dialéctico”, pág. 59). Más adelante, el escudero, añade: “¡A qué diablos se pudre de que yo me sirva de mi hacienda, que ninguna otra tengo, ni otro caudal alguno, sino refranes y más refranes”.
Estas expresiones de Sancho Panza nos aproximan a la naturaleza del personaje, de quien el investigador apunta que a este sujeto literario “le acompaña su sentido natural, despierto y dócil –o “fócil” como se diría él mismo- amén de las alforjas repletas de sabiduría popular, desgranada en refranes”.
Sobre Sancho una duquesa llegó a expresar: “...bien parece Sancho que habéis aprendido en la escuela de la misma cortesía. Bien parece, quiero decir, que os habéis criado a los pechos del señor Don Quijote, que debe ser la nata de los comedimientos”, o “vos tenéis razón Sancho, dijo la duquesa, que nace enseñado y de los hombres se hacen los obispos”.
Esta idea precisa que Don Quijote estaba haciendo a Sancho en la medida de su sabiduría, de esa locura que lo hacía ver más allá de la realidad, es decir, de lo que sus ojos veían. Suerte de imaginario que pese a no ser creídos por el escudero terminaron sensibilizado y respetando los pasos del obstinado Alonso Quijano.
Don campesinos, dos manera de ver el mundo. La de Sancho desde la ignorancia libresca. La de Don Quijote de la ignorancia de realidad, toda vez que había perdido el seso de tanta imaginación. Estas dos ignorancias se encuentran y hacen posible la existencia de dos sujetos literarios, de dos tesis filosóficas.
En fin, Sancho Panza cabalga sin descanso al lado de su señor, con la mirada puesta en el paisaje de la realidad, advirtiendo al Caballero de la Triste Figura de las trampas que esa realidad pueda colocarle en los vericuetos de la fantasía. La locura es también la realidad que Sancho advierte desde su ingenuidad, desde la gobernación de su ánimo, de su lealtad.
¿Cuántas veces hemos sido sorprendidos por la sabiduría de nuestros sanchos llaneros, impuestos por los accidentes de la existencia y la naturaleza frente a quienes se revelan hacedores de fábulas? ¿cuántas veces no descubrimos a nuestros abuelos afanosos en el tiempo de aquella realidad, envueltos por los misterios creador por ellos mismos? Muchas veces eran Sancho y Don Quijote en un solo cuerpo, en una sola memoria.
¿Qué habría sido de ellos sin el Sancho que llevaban en el alma? Entonces Don Quijote, la otra cara de su fabulación, cabalgaría solo, abandonado por la llanura de La Mancha de nuestra pobre nacionalidad, sin alguna Dulcinea que nos caliente la cama o la imaginación.
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Es correcto, pero al final están los créditos del auto rCrónicas del Olvido
-Alberto Hernández-
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