Hace un tiempo escribí este pequeño relato/dialogo para un concurso del cual no se si terminó en un compendio de obras, me gustaría compartirlo con ustedes por primera vez.
LOS TRES NIÑOS
La noche.
–¿Te conté cuando se me aparecieron los tres demonios con forma
de niños? –le preguntó el viejo al enfermero que trapeaba el piso.
–¡Basta viejo! no ves que estoy limpiando el desastre que hiciste
con la comida –le respondió.
–Yo no fui –dijo el viejo que estaba sentado en el centro del cuarto.
–Todos los días decís lo mismo y tengo que dejar a los otros pacientes
para venir a limpiar tu mugre.
–¡Yo no soy ningún paciente, negrito! –le aclaró el viejo.
–Seguro… y yo no soy ningún empleado –le respondió irónicamente.
–Como te decía –prosiguió el viejo-; me vinieron a buscar cuando tenía
veintiséis años. Llegaron el día de mi cumpleaños, pasadas las once
de la noche… pero de la que te tenés que cuidar es de la niña –le dijo
asintiendo con la cabeza–; tiene esos ojos grises sin brillo, el pelo duro
y tieso como tu escoba, negrito. No sabés… te mira como si estuviera
a punto de llorar, lleva un traje oscuro de pupilo de algún internado,
una vez me tocó con sus manos ásperas y frías, desde ahí empecé a…
–Yo creo, viejo, que a esa edad ya te emborrachabas y veías cosas –se burló
el enfermero interrumpiendo la estampida del relato.
–¡Si tomaba, aunque lo mismo que cualquiera a esa edad y después
nunca volví al vicio! Me acuerdo… –retomó el viejo–; el veinticinco de octubre
pasaba mi fiesta de cumpleaños sin amigos. Esperaba la medianoche
para ir al bar de mujeres, vos me entendés. Cuando me fui del cuarto de la vieja pensión,
donde paraba, los vi escaleras abajo. Estaban los tres junto a la puerta:
la niña, el niño que era más bajo que ella y el bebé en el cochecito.
–¿Me decís que le tuviste miedo a tres niños de la pensión? –sonrió el moreno.
–¡No, no, no!… yo bajé las escaleras de madera, pase por la derecha
de los tres y no me quitaban la vista de encima. El niño con su cara redonda,
el pelo corto, esos ojos oscurecidos, respiraba como una serpiente. Cuando
yo fui a abrir la puerta me trabó el pantalón con su mano y no me lo soltaba.
¿Qué te pasa? –le pregunté– Soltá. Queremos que cuides a nuestro hermano
–me dijo la niña mirando un rincón del vestíbulo vacío.
–¿A quién? ¿Al bebé? –preguntó el enfermero, atento con sus manos
reposadas en el trapeador.
–Ese no era un bebé, ladeé la cabeza para mirar dentro del cochecito negro
y vi esas mantas sucias de sangre seca. Le tenían tapado el cuerpo pero asomaba
una piernita morada, negruzca, escamada de quemaduras. Me aterroricé
y salí a la calle, corrí hasta el bar y no los volví a ver en esa noche.
–¿Esos pibes tenían un bebé muerto en el cochecito? –preguntó el moreno.
–No estaba muerto, las mantas se movían.
–¿Y después qué pasó?
–No los ví más, hasta siete meses después que me los encontré
en el andén del ferrocarril. Estaban igual, con el mismo coche y la misma ropa.
Me pidieron que me lo llevara, yo miré a los lados estaba solo
y me escapé corriendo. Se me siguieron apareciendo hasta que me metí acá.
Acá no les gusta venir porque dicen que los reconocen los locos.
La niña ahora trae al engendro en brazos y siempre quiere que yo lo cuide.
Le digo que no y se enfurece, hace temblar las camas y las mesas.
El niño no se mueve pero no quiero saber que me podría hacer.
–¿Entonces vos viejo decís que ellos son los que rompen los platos,
tiran la comida y corren de lugar las camas?
–¡Es lo que te quiero decir!
–Me parece que vos inventaste todo eso para no asumir
que te dan esos ataques de histeria como a los otros, pero no te preocupés
ya viene el otro enfermero y te llevamos al cuarto donde te sacamos la locura.
–Antes que me hagan eso de nuevo, te cuento que vinieron recién los tres
y que mañana es veinticinco de octubre –le contó–; cumplo setenta y ocho
y ya estoy viejo. La niña me pidió que elija a alguien para que cuide a su hermanito.
–¿Y qué le dijiste?
–Tomálo así negrito, vos nunca me caíste simpático.
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