Ese chico, Messi, se está cargando el fútbol. Está aniquilando cualquier mínima incertidumbre sobre el juego. Está acabando con la nerviosa diversión de aguardar lo inesperado, de ver una película sin poder predecir fácilmente el final o de leer una novela sin saber quién es el asesino hasta sus últimas páginas. Messi asegura y garantiza sin apenas altibajos. Como si siempre pudiéramos prever lo que va a ocurrir cuando él está presente sobre el césped. Como si todo estuviera escrito sin importar la puesta en escena. Dan igual los partidos. Dan igual incluso los rivales o las resoluciones tácticas de los entrenadores de turno. El destino está escrito cuando entra en escena el 10 barcelonista.
Messi transita. Deambula sin destino aparente. Está por allí como si no estuviese. Espera, siempre estratégicamente colocado, dispuesto a salir disparado tras un lapso imperceptible de reacción. Se coloca en el lugar preciso sin que apenas nadie se percate. Y nos gusta cuando calla porque está como ausente. Aprovecha la distracción que procura el balón, centro de todas las atenciones, para tomar posiciones y anticiparse al devenir del juego. Como los grandes sprinters, cogiendo buen rebufo y enfocando entre codazos y bandazos la recta final de la etapa. Se siente cada vez más cómodo en la zona invisible del campo. Ha hecho del sitio al que nadie mira su hogar y su retiro favorito. Su parcelita en la que moverse en zapatillas de cuadros y batín de seda, con ese movimiento constante pero inexplicablemente lento tan suyo. Ha sido capaz de evolucionar su juego al mismo ritmo al que evolucionaba su cuerpo y sus condiciones físicas. Ya no necesita explotar de manera continuada su velocidad punta, entre otras cosas porque, si lo hiciera, los rivales lo detectarían de inmediato y perdería su utilidad a la tercera carrera. Parece increíble que el mejor jugador de la historia del fútbol sea capaz de seguir deslumbrando y decidiendo partidos a un ritmo tan alejado del que uno espera de un futbolista como él. Sin necesidad de intervenir de forma regular en la transición del juego. No necesita más que activarse cuando tiene que hacerlo. Esperar pacientemente a que le caiga ese balón perdido o a invitar a su compañero a cederle un pase en una posición que él mismo juzgue indiscutible. Y entonces aparece. Y entonces se activa. Y entonces, decide.
No hay rival para su fútbol. Ya ni siquiera lo resiste el Chelsea, al que el argentino no había conseguido domesticar hasta ayer y cuya aspereza habitual parecía terreno yermo para la semillita de sus botas. Nos está privando de la emoción. El mejor futbolista de la historia se está cargando el fútbol.