Carnaval siempre ha significado, por lo menos para mí, playa, salida, escape. Siempre la idea de disfrazarse, de ser otra cosa que no eres por lo menos por uno o dos días, ha significado también una manera meterle un lepe con impulso a la monotonía citadina a la cual voluntariamente la mayoría de nosotros nos sometemos.
Así que hace unos años atrás en Carnaval, como cualquier otra fecha de asueto, el plan era salir de la ciudad.
¿Para dónde? No importaba. Siempre y cuando el verbo salir sea conjugado hacia destinos a por lo menos más de 100 Kilómetros de distancia de Santiago de León. Y es que dicen por ahí que Caracas muerde...
...y cómo muerde.
Listo el plan casi un mes antes. Mi Maracaibo como destino. No es la playa que todos en algún momento de la semana añoramos, pero bueno… ¿Qué se le va a hacer? Para mí siempre es primer destino de viaje para desintoxicarme del acento que con los años he adoptado pero sigo teniendo como ajeno.
Pero una semana antes de la fecha, como últimamente pasa, todo se cae. Ya resignado a mi destino, comienza el rastreo de la gente que queda en la ciudad. Consigo una salida al teatro que luego terminó convirtiéndose en una salida al cine y unos mojitos -¡Bien!-. Pero ahora es que viene Carnaval y sigo metido dándole refresh a las páginas cómicas de un internet que me sé de memoria y hundiéndome más y más en ese hueco sin fondo que es Youtube. En Facebook desde hace 5 minutos nadie mete nada nuevo. Me veo tentado a darme una vuelta por aquella granja a la que tanto tiempo dediqué y con la que a tanta gente molesté, pero me resisto. No se puede caer tan bajo.
En eso veo un evento que me invita a formar parte de una comparsa. Y después de mucho pensarlo me digo ¿Sabes qué? Tú vas a ir a esa vaina así no conozcas a nadie.
Me paro, desayuno, agarro mis peroles y me voy al punto de encuentro: primera cosa que sucede, me encuentro a gente que conozco. Después de los saludos y los mucho gusto de rigor, arrancamos el recorrido.
¿Cuál era el tema de la comparsa? Podría decirse que éramos una especie de mirones. Tal vez por eso la gente nos miraba con tanta extrañeza. Nos paseamos disfrazados por toda la ciudad, incluso por sitios por los que muchos de nosotros jamás iríamos con ese disfraz solos.
Aquella comparsa compartió miradas, vivencias, lentes, cuentos, luz, risas, regaños, relatos históricos tergiversados, buena vibra y unos 5 minutos en unos carritos chocones que jamás –léase con suficiente énfasis la palabra jamás- son suficientes.
Luego de dispersada la comparsa a punta de papelillo y espuma, qué mejor manera de terminar el día que a punta de caipirinhas buen hechas, mojitos y tertulias sobre todo y sobre nada bajo la sombra de ese verde particular que el bambú da. Para cerrar, una película con fotografía y planos hermosísimos que nos dio una nueva definición de la expresión “no entiendo ni papa” y un por qué de Wendy, la Tigresa y Colibritany.
Al final no salí de Caracas. Pero de un plan fallido salió uno mejor. Uno distinto. Uno que no me esperaba. Hasta me disfracé. Y debo confesar que es uno de los disfraces con los que más me he sentido cómodo.
Mucha de la gente que nos vio, seguro llegó a su casa echando el cuento:
-Hoy por la calle vi una comparsa más rara…
-¿Sí? ¿De qué estaban disfrazados?
-De fotógrafos.
(Tomado y adaptado de mi antiguo blog)
Imágenes de mi autoría.