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Alguien caminaba por la habitación, cerca de su cabeza, daba pasos acompasados en un ir y venir de corta distancia. En los sueños ocurrían todo tipo de cosas; para Aristo no sería raro ver a una Melinda u otra versión de sí mismo en ellos, pero en su casa y su isla no existía nada más, nadie más. ¿Estaría soñando aún? ¿Se encontraría tan pulverizado por el constante dibujar que había traído sus ilusiones al mundo real? Las pisadas se detuvieron cerca de su hombro; definitivamente no se trataba de una ilusión más, incluso podía escuchar una respiración. Abrió los ojos para encontrarse de frente con algo que no podía ser verdad. Se asustó tanto que de inmediato se puso de pie y pegó la espalda a la pared, al lado de la puerta.
Melinda le observaba con curiosidad, mostrando una perfecta sonrisa. Ahora se notaban sus colores, el castaño de sus cabellos, el café de sus ojos, el fucsia de su vestido y leggins, el negro de sus zapatillas. La muchacha era de piel más clara que la suya, más alta y, aparentemente, también con mayor experiencia que él, aunque eso no encajara con la idea que se haría luego sobre lo que ocurría. En cada mano sostenía una página con uno de los dibujos que la representaban. Aristo trató de sobrellevar el hecho de estar viendo ante sí un producto de su imaginación de consistencia muy realista. Por supuesto, para cualquiera sería extraño que, aceptando como cosa normal la existencia de una biblioteca infinita y una isla flotante, el pequeño termine asustado por la aparición repentina de otra persona; pero recordemos que, para muchos de nosotros, ciertas cosas suelen ser más reales que otras aunque ambas compartan el mismo grado de inverosimilitud, aunque sean igual de disparatadas. En el caso de Aristo, quien ha visto varias veces el interior de la biblioteca y la inalcanzable superficie del Gran Espejo, se trata de una especie de instinto adquirido, algo que en una sociedad bien formada se le llamaría sentido común. Podría enfocarse este criterio en la diferencia entre lo animado e inanimado. Lo único que parece estar vivo allí es él y sólo él, y, con excepción de algunos objetos que conoce, que no poseen vida, su persona jamás ha hecho algo semejante como desaparecer o aparecer; que pueda recordar, siempre ha estado en la isla. De modo que las máquinas de mecanografiado que operan solas, con su papel que se desvanece, son posibles, mas la aparición espontánea de otras personas, no.
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—Aristo —dijo Melinda y el niño pegó un respingo.
Era una voz muy hermosa, más incluso que la escuchada en su mente. No obstante, el niño se enfrentaba a su primer problema de naturaleza adulta. De algún modo, ahora la curiosidad se rendía ante el miedo a lo desconocido.
—No te asustes —continuó la chica, dando un paso cauteloso hacia él—. Tú me dibujaste; me trajiste aquí.
Se fue acercando hasta detenerse a menos de medio metro de él. Su mirada amistosa y sonrisa le fueron calmando poco a poco. Se fue contagiando; ella infundía confianza.
—¿Eres real? —dijo Aristo con un hilo de voz, hablando por primera vez en su existencia. Tenía, desde siempre, un amplio conocimiento del lenguaje, pero jamás hubo oportunidad como aquella de usarlo.
—Tan real como tu casa —respondió ella ampliando la sonrisa. Luego, tras levantar las páginas para que las viera, agregó—: Y tú eres un gran artista.
Los dibujos que había seleccionado de la colección eran de los primeros, los que poseían menos trazos. En uno Melinda se paraba sobre la punta de su pie y parecía estar girando, con los brazos extendidos, mientras que en el otro se hallaba sentada, con las piernas cruzadas, sobre un césped algo crecido; cada página poseía su nombre, Melinda, en una esquina, como el resto. Ambas eran obras de las cuales Aristo se avergonzaba, pues no se comparaban con el alto nivel realístico de las últimas.
—¿Te gustan los dibujos? —preguntó, a lo que ella asintió con la cabeza—. Hice más.
—Ya los vi todos. Estos me gustaron bastante, no sé por qué… En realidad sí lo sé. Me encanta bailar, mucho, y también relajarme observando la naturaleza.
Melinda regresó los dibujos a la mesa y, sentándose en el piso, como imitando al retrato, invitó a Aristo a que la acompañara. El niño no se lo pensó dos veces; de inmediato se acercó y se dejó caer frente a ella. Ahora sentía de vuelta la curiosidad, creciendo lentamente, aunque esta vez con un toque diferente, el cual no lograba definir.
—¿Cómo pasó esto, Melinda? —inquirió el pequeño.
—Uhm, así que ese es mi nombre —dijo ella tras pensar un instante.
—¿No lo sabías? Lo escribí en todos los dibujos.
—Sí, sí, lo que pasa es que todavía no lo asimilaba.
—Ah, entiendo. Y… ¿puedo preguntarte algo?
—Creo que ya lo hiciste. —La chica sonreía con entusiasmo.
—¿Me dejarías dibujarte otra vez? Quiero poder hacer un retrato más perfecto.
—No creo que sea buena idea, Aristo.
—¿Por qué?
—Hay otras cosas que me gustaría hacer.
—¿Qué cosas?
—No te diré hasta que me dejes usar la cocina de tu casa. Porque esta es tu casa, ¿no?
—Sí lo es, pero, ¿qué es una cocina?
—El sitio de donde viene lo que te comes cuando tienes hambre. ¿Nunca comes?
—Uhm…, no.
—¿En serio?
—Sí.
—¿Y cómo le has hecho para vivir? Debe ser terrible no comer.
—Nunca me ha dado hambre. Ya ves que ni siquiera conozco eso que llamas… ¿Cómo era el nombre?
—Cocina.
—Eso mismo. No sé lo que es.
—¿Quieres saber? Te la puedo mostrar —dijo Melinda, poniéndose de pie. A continuación, le ofreció la mano para ayudarlo a levantarse, aunque no era que lo necesitase. De igual modo, la interacción se dio y, luego de erguirse, no se soltaron hasta hallarse en la estancia que correspondía a la cocina, la cual quedaba en la parte de atrás de la casa, en contacto con la puerta ulterior. Durante el trayecto, el corazón de Aristo palpitó sin razón aparente. Se sintió muy avivado, contento y feliz, saturado de todas esas emociones positivas que nunca tuvo juntas a un mismo tiempo.
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En la cocina, donde, según sus recuerdos almacenados, no había nada más que una mesa, el lavavajillas, una despensa vacía y una encimera en el mismo estado, ahora se encontraban todo tipo de utensilios y nuevos aparatos. Se podía ver con la primera ojeada las hornillas sobre las cuales se cernía la campana extractora, que a su vez sostenía, mediante ganchos insertos a ella, sartenes y ollas. Sobre la encimera se hallaban la cubertería, la licuadora, un aparato de microondas y una exprimidora de naranjas. Al fondo se encontraba un refrigerador alto de doble puerta, emitiendo su sonido particular. Apenas Melinda empezó a moverse por el área, habiéndole soltado la mano cuando entraban, Aristo se dio cuenta de lo atiborrada que estaba la despensa y el frigorífico, tanto era así que, por primera vez, sintió que el estómago le rugía, pidiendo algo con que saciarse.
Durante las siguientes horas, la estancia se vio repleta de olores apetitosos. Melinda, con ayuda de Aristo, se atrevió a preparar cosas que quizá no encajaban en un sistema alimentario bien organizado. Mientras machacaba ajos y cortaba verduras (incluyendo alcachofas y corazones de guisantes) para freírlas en aceite de oliva, le pedía al chico que atendiera las papas y las zanahorias que se cocían en una olla sobre la hornilla. En una sartén cuyo nombre, según Melinda, era paella, se frieron los ajos en aceite vegetal, a los cuales luego fueron a acompañar las judías. Fue el inicio de la preparación de una larga lista de platos. Pizza con champiñones, asado, papa a la huancaína, milanesa napolitana, kaiseki, e incluso uno cuyo extraño nombre Aristo no pudo pronunciar, Wiener Schnitzel. A continuación prepararon ensaladas distintas, con flores de brócoli y coliflor, lechuga, con espinaca y rábanos; fritaron muslos de pollo e hicieron sopa de vegetales. Probaron distintos helados, de café, chocolate con almendras, cereza, menta, marmolado de vainilla con salsa de chocolate, chocolate amargo, vainilla, dulce de leche, almendrado. Añadieron a todo eso varios aperitivos que el niño desconocía, con queso enrollado y salsas especiales, algunos dim sum pasaron también por sus papilas gustativas. No faltaron los deliciosos jugos de parchita, naranja, papaya, plátano, kiwi. Ambos tuvieron la paciencia de sentarse y probarlos, de deleitarse en la capacidad sin igual de la chica de enamorar al paladar.
Resultó ser una jornada fatigosa. Tras poner en orden cada utensilio utilizado, Aristo se sintió cansado, adormilado de nuevo, y se propuso subir a uno de los dormitorios, sin comprender por qué Melinda seguía tan enérgica como al principio de su encuentro. Mientras ascendía lentamente, ella le hablaba con entusiasmo de las próximas recetas que prepararían juntos, haciendo mención de la infinidad de combinaciones y métodos que podrían usar; suponía la chica que pasarían muchos días experimentando en la cocina. A todas luces, la idea resultaba demasiado extrema hasta para el niño, quien degustaba insistir en sus búsquedas al punto de lograr dar con lo que le llamaba. Tenía todavía la duda de saber cómo Melinda había llegado allí, deseaba preguntarle todo lo que se le ocurriera, pero ella, en cambio, solo se interesaba por los nuevos sabores. Al poco de estar acostado en la cama, su nueva amiga se sentó a su lado y mantuvo silencio, mirándolo de una forma extraña.
—Melinda, ¿podemos no hacer tanta comida? —preguntó Aristo con voz débil—. Me gustaría que nos dedicáramos a otras cosas.
—Si eso quieres, está bien. —La voz de la chica era casi un susurro—. ¿Qué es lo que propones?
—Uhm, pues…, mostrarte el jardín, la biblioteca y el Gran Espejo.
Las últimas palabras fueron pronunciadas con una debilidad tal que se hacían casi inaudibles. No obstante, Melinda las entendió. A los pocos segundos, Aristo se durmió y regresó al mundo de los sueños, donde vio otra vez a la chica, saltando y correteando mientras él trataba de alcanzarla. Sin embargo, jamás lo lograba; sus energías se veían disminuidas en mayor medida a cada instante, lo embargaba ese raro sentimiento que le pesaba en el pecho. Más que una alegre persecución, en ese sueño el anhelo por estar cerca de aquella figura parecía hacerle mal; era comparable quizá a esa sensación que tenemos cuando sabemos que se nos va algo importante, ya sea una amistad, un amor o la misma estabilidad a la que nos acostumbramos a veces.