La amígdala es una glandula cerebral que funciona principalmente como señal de alarma ante cualquier situación que el cerebro tome como “de riesgo”.
La amígdala también es la encargada de activar la secreción de dosis masivas de noradrenalina, la hormona que aumenta la reactividad de ciertas regiones cerebrales clave, entre las que destacan aquéllas que estimulan los sentidos y ponen el cerebro en estado de alerta.
La amígdala cerebral del ser humano es una estructura relativamente grande en comparación con la de nuestros parientes evolutivos, los primates. Existen, en realidad, dos amígdalas que constituyen un conglomerado de estructuras interconectadas en forma de almendra (de ahí su nombre, un término que se deriva del vocablo griego que significa «almendra»), y se hallan encima del tallo encefálico, cerca de la base del anillo límbico, ligeramente desplazadas hacia delante.
El hipocampo y la amígdala fueron dos piezas clave del primitivo «cerebro olfativo» que, a lo largo del proceso evolutivo, terminó dando origen al córtex y posteriormente al neocórtex. La amígdala está especializada en las cuestiones emocionales y en la actualidad se considera como una estructura límbica muy ligada a los procesos del aprendizaje y la memoria.
La corteza cerebral envía una copia de la información sensorial que recibe a la amígdala, y esta decide si el estímulo es amenazador, y si se debe responder a él con agresividad o miedo. Los animales que tienen lesionada la amígdala cerebral se vuelven mansos porque pierden toda la agresividad, y tampoco son capaces de mostrar miedo ante estímulos que normalmente les asustarían. Parece que en la amígdala se originan las emociones del miedo y la furia, pero no las emociones agradables, como la alegría o la felicidad. En dónde se originan estas no se conoce.
Una vez que la amígdala ha decidido que el estímulo requiere una respuesta de miedo o rabia, envía señales a otros lugares del cerebro para poner en marcha los distintos componentes de estas emociones. Por un lado, envía señales a la corteza cerebral para desencadenar la emoción subjetiva interna, y por otro lado desencadena la expresión externa de la misma. Supongamos que vamos por una calle de noche y vemos una sombra detrás de una esquina. Inmediatamente se acelera el corazón, la respiración se convierte en un jadeo, y un sudor frío nos cubre la piel. El vello se eriza y se nos pone la “carne de gallina” y sentimos un nudo en el estómago. Si lo consideramos detenidamente, muchos de estos cambios resultan lógicos para enfrentarse a una amenaza: el aumento de la frecuencia cardiaca y respiratoria permite aportar más oxígeno a los músculos, en el caso de que haya que hacer un esfuerzo, como salir corriendo. El sudor permite eliminar el exceso de calor que se producirá con ese esfuerzo. La piloerección o erizamiento del pelo no tiene mucha utilidad en humanos, pero en animales con pelaje tupido les hace parecer más grandes, lo que puede atemorizar a un posible enemigo.
En el interior del cerebro, lo que ha sucedido es que la corteza visual ha enviado la imagen de la sombra a la amígdala, esta ha decidido que representa una posible amenaza, y a su vez ha enviado la orden al hipotálamo para que ponga en marcha todo el sistema de emergencia ante un peligro.
El problema que surge es que gran parte de nuestro cerebro ha evolucionado hacia el sistema límbico y el neocórtex. Sin embargo, el llamado cerebro primitivo se ha mantenido con la misma estructura general desde hace cientos de miles de años. Por lo que, podemos afirmar que la interpretación que hace este sector del cerebro ante una situación catalogada como riesgosa, puede no ser tal, dado que el entorno sociocultural en el que vivimos hoy es muy diferente al que vivían nuestros antecesores evolutivos hace cientos de miles de años.
En consecuencia, podría determinarse como situación muy peligrosa el hecho de recibir un golpe fuerte, dado que para esta área del cerebro, que es la que decide las respuestas ante situaciones de riesgo, un golpe fuerte en aquella etapa evolutiva, era riesgo de vida, por lo que ahora la tomará con la misma intensidad y tenderá a generar la misma respuesta, a menos que nos preparemos y nos entrenemos para que esto no suceda ante ciertas situaciones frecuentes o conocidas, y entrenemos y ensayemos la reacción “instintiva” que sí queremos tener en dichas situaciones.
En los deportes de contacto, este es un tema crucial, ya que vemos con frecuencia deportistas salidos de sus cabales por un golpe recibido, y más aún si este golpe no fue legal. Y también vemos a los mismos deportistas tirar por la borda una competencia por reaccionar de manera desmedida. Notese el caso del capitán de la selección de Francia y mejor jugador de fútbol del mundo en ese momento, Zinedine Zidane; cuando cabeceó en el pecho a un adversario, fue expulsado por esta acción en la final de la copa del mundo, y el equipo contrario se quedó con el campeonato.
Ahora nuestro siguiente planteamiento es, qué sucederá si, y en qué momentos esta misma situación puede ocurrirle a un deportista.
Tomemos un momento de competencia, para la cual se ha entrenado en el gimnasio durante determinado tiempo, establecido por el entrenador, en orden del nivel necesario a alcanzar según el nivel de su alumno y el requerido para dicha competencia.
Si el deportista no estuviera preparado para enfrentar situaciones adversas, como encontrarse abajo en el marcador a poco de finalizar, o darse cuenta de que compite contra un rival al que teme o frente al cual ya ha perdido en anteriores ocasiones, podría entonces sucederle algo parecido a la sombra en la pared antes mencionada.
En este caso, las reacciones biológicas serían exactamente las mismas que con dicha sombra, solo que aquí el deportista se ve mucho más perjudicado por su propia reacción que en el caso de la sombra; puesto que al acelerarse el corazón, aumentará la velocidad de sus latidos y con ellos la intensidad de la respiración. Por otro lado, como la amígdala necesita preparar al cuerpo para una reacción inmediata y muy intensa, envía en menos de medio segundo, gran cantidad de sangre y oxígeno a los músculos más grandes del cuerpo, como son los músculos del área de los muslos, dado que si tuviera que huir o reaccionar, los músculos más grandes serían los más importantes y protagónicos en ese momento.
Sin embargo, aunque esto estaría muy bien si el peligro fuera real, en medio de una competencia resulta en un desbalance de la regulación y la distribución energética del deportista, dado que para que el corazón pueda enviar mucha sangre y oxigeno a los músculos grandes, debe retirarlo de otras áreas, que lo necesitarán para continuar la competencia. Y al no contar con ellos, disminuirán su rendimiento y su eficacia en las respuestas de manera casi inmediata.
Por lo expuesto y muchos otros puntos no detallados en este artículo, sabemos muy importante la preparación mental y cerebral de los deportistas, para que puedan con esta herramienta, afrontar situaciones emocionales de carácter intenso, sin la necesidad de activar los sistemas de defensa del cerebro, que llevan a todo el cuerpo casi al límite de sus capacidades de manera inefectiva, provocando reacciones casi involuntarias e instintivas que nunca tienen que ver con lo que el deportista y el entrenador habían planificado.
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