El destino del cazador
Fue muy fácil alcanzar a la pequeña Blancanieves por los senderos del bosque, pues los pasos de la niña eran cortos e inseguros y cayó varias veces en el trayecto al resbalar sobre el musgo y las piedras babosas. El cazador, hombre curtido y experto en correrías selváticas, sabía que aquella intentona por huir no era más que un esfuerzo inútil, una dilatación innecesaria, apenas débiles patadas de ahogado. Blancanieves iba a morir hoy por orden real, y no había carrera desesperada ni poder en el mundo que pudiera salvarla de su oscuro destino.
La niña no logró levantarse de su último traspié. Se arrastró hasta un árbol grande y abrazó su tronco, como si aquel vetusto árbol pudiera evitar que el cazador cumpliera la misión que tenía encomendada. El cazador se acercó a ella con pasos lentos, sosteniendo en lo alto su filoso cuchillo de montería. Blancanieves comenzó a llorar con más fuerzas, y a implorarle al cazador que no la matara, pues ella no hizo nada malo como para merecer morir así, en medio del bosque. “No es nada personal”, le dijo el cazador, que no aflojaba el cuchillo. “Tu madrastra, celosa de tu belleza, me exigió que te matara aquí, y que dejara tu cuerpo tirado para que fuera alimento de zamuros y perros salvajes. Lo siento mucho, niña, pero tengo que matarte”. Blancanieves, que no paraba de llorar, soltó el árbol y se puso de rodillas ante su verdugo, rogándole que la dejara ir, que se internaría en el bosque y nunca más sabrían de ella en el reino. Tantas lágrimas derramó la pobre pequeña que salpicaban las botas de cuero de su verdugo y hacían un charquito en el lodo. El cazador pensó en su hija, que tenía más o menos la misma edad de Blancanieves, y comenzó a sentir un peso enorme sobre el cuchillo. “No llores, niña, que me haces más difícil la tarea”, dijo, y continuó, “tengo que matarte, porque si no lo hago y la reina se entera, me matará, y quizás mate también a mi familia. No tengo más opción que cumplir lo que me encargó, aunque no quiera”. Pero Blancanieves continuaba llorando, abrazada a las piernas del cazador, rogándole por su vida, pidiéndole misericordia y piedad, diciéndole una y otra vez que la perdonara, que se iría a lo más profundo del bosque y que nadie la volvería a ver. Uno, dos, tres intentos hizo el cazador por lanzar su ataque contra aquella indefensa criatura, pero no tardó en darse cuenta de que no tenía suficiente maldad guardada en su corazón para cumplir con aquella desafortunada misión.
“¡Levántate, niña, y huye!”, le gritó el cazador a Blancanieves, “Vete lejos, entra al bosque y no salgas más, que si la reina se entera que sigues con vida te matará, y también me matará a mí por haberla desobedecido. Anda, corre al bosque, pequeña, y no salgas jamás de ahí. Que los espíritus de la jungla sean tu muralla, tu escudo y tu guardián”. Blancanieves, casi sin poder creer lo que escuchaba, se levantó temerosa, con la carita empapada de lágrimas, susurró un “gracias” trémulo que apenas llegó a escuchar su captor, y se internó en el bosque en una carrera desenfrenada, sin voltear ni una sola vez.
El cazador se sentó en una piedra, y se quedó mirando el cuchillo que aún aferraba su mano temblorosa. No podía ser. Por culpa de su debilidad y buen corazón, se había condenado a sí mismo a la peor de las muertes, en manos de aquella bruja malvada que se hizo reina al hechizar el corazón del rey viudo. Era bien sabido que poseía toda suerte de poderes mágicos adquiridos en pactos secretos con Lucifer, y que no tenía escrúpulos en utilizar su magia negra para perjudicar a todo el que se atravesara en camino. Por si fuera poco, además de manejar estos oscuros y mortales poderes sobrenaturales a su antojo, aquella malvada mujer también tenía a los principales generales del ejército a su entera disposición, algunos dominados por su increíble belleza, el resto encantados por sus rezos de medianoche y sus traicioneras pócimas de nigromancia. De una u otra manera, si ella llegaba a enterarse que Blancanieves seguía con vida, el cazador pagaría muy caro su traición. Pensando en todo esto, aquel hombre viejo y cansado no pudo frenar las dos gruesas gotas que surcaron sus mejillas, previendo lo peor. Sin embargo, al ver un pequeño lechón que pasó cerca en un trotecito rápido, probablemente buscando a su madre, el cazador sintió que una tenue luz de esperanza comenzaba a brillar en la oscuridad de su destino.
“Mi reina, aquí le traigo lo prometido”, dijo el cazador, alcanzándole a la dama un cofrecito de madera que contenía en su interior un hígado y un par de pulmones diminutos. Ella lo miró con desconfianza, de arriba abajo, antes de extender su mano y tomar aquel cofre que le ofrecía, trémulo, el cazador. Olfateó los órganos frescos, y volvió a fijar su mirada bella y penetrante en los tímidos ojos del hombre. “¿Sufrió?”, le preguntó. “Mucho, Majestad”, dijo él, con la voz titubeante, y agregó: “gritó y luchó con fuerzas, cuando sintió que se le iba la vida por la profunda herida que le hice con mi cuchillo”. “¿Y por dónde la heriste?”, preguntó la hechicera, sin parpadear ni apartar la mirada del cazador. El hombre dudó un poco, antes de contestar: “Le corté el cuello, Alteza, como recomiendan los expertos”. Ella sonrió, y volvió a olfatear el cofre de madera, saboreándose. “¿Y su cuerpo?”, preguntó. “A disposición de las fieras, Alteza, como usted lo ordenó”. Entonces, la reina le dio la espalda al cazador y llamó con un fuerte grito a su cocinero: “¡Antonio!”, y luego murmuró que esas vísceras quedarán muy bien con ajo, orégano, sal y aceite de oliva. El cazador, que no sabía como secarse el sudor de la frente sin levantar sospechas, pidió permiso para retirarse y dio media vuelta sin esperar la autorización por parte de su reina. Cuando estuvo a punto de cruzar el umbral de salida, la reina lo obligó a pararse en seco. “¡Detente!”, gritó, y agregó, al tiempo que aquel hombre pálido de miedo giró para encararla, “Gracias. Excelente trabajo. No te arrepentirás por apoyarme en esta importante tarea. Pronto te visitaran algunos de mis soldados y te llenarán de premios y regalos”. Con una breve reverencia, y un “Para servirla, Majestad”, el cazador se marchó del castillo real, con la esperanza de no volver a entrar jamás en aquel lugar olvidado por Dios.
Pasó una semana entera desde el funesto día en que Blancanieves debió morir. El cazador comía con su familia, aceptando la posibilidad de que quizás todo terminaría bien. Una semana era tiempo más que suficiente para que la reina se diera cuenta de la traición, y, si no había tomado represalias aún, era porque o no le incomodó el engaño o ignoraba que la bella Blancanieves continuaba con vida, en caso de que la pequeña hubiese sido lo suficientemente lista como para cumplir su promesa de internarse en lo más profundo del bosque y no salir de allí por ningún motivo. Mientras más pasaba el tiempo, el llamado del cadalso perdía potencia en la mente del cazador, y cada bocado de comida recuperaba poco a poco su brillo y sabor original.
El cazador miraba a su hermosa familia, reunida toda en torno a la mesa mientras disfrutaban de la cena. Al frente estaba su mujer, respondiéndole en silencio con ojos enamorados, ajena a todo lo sucedido pues él no había querido inquietarla con aquel cuento nefasto. A un lado su bella hija adolescente, que fue un factor determinante en su decisión de no acabar con la vida de la princesa. Al otro lado de la mesa, apenas levantando las caritas de los platos para respirar, estaban los mellizos, tan pequeños aún, inocentes de la maldad del mundo. El cazador los miraba uno a uno, y sonriendo daba gracias a los santos por premiar su buena acción al dejarlo todo como estaba. No le importaba recibir premio alguno de la reina ni de la princesa. Lo único que pedía era que lo dejaran en paz, que le permitieran continuar con su vida simple y humilde de cazador, disfrutando del amor puro de su familia que era lo que más le importaba en el mundo. Había pasado toda la semana con el corazón en la garganta, angustiado, maldiciendo el instante en que se encontró con la reina y esta sin más le ordenó llevar a Blancanieves al bosque y asesinarla, pero ahora, después de tantos días, estaba seguro de que todo había terminado. “Al final -pensó orgulloso-, si somos suficientemente astutos, podemos complacer a Dios y al Diablo, al mismo tiempo”.
Probó otro bocado de comida y sonrió a su esposa, quién le devolvió la sonrisa acompañada por un breve guiño. La pesadilla acabó. La vida puede continuar...
Unos fuertes golpes en la puerta le helaron la sangre en el acto. Uno, dos, tres... “¡Abran, en nombre de la reina, o echaremos la puerta abajo!”. Eran los soldados. La mirada inocente de su familia coincidió sobre sus ojos, como si estuviera pidiéndole explicaciones de aquel imprevisto. El cazador intuyó, con gran dolor, lo que iba a pasar; pero ante todo él era un hombre, y sabía que los hombres deben mantener la entereza cuando enfrentan su destino, auque este destino sea la muerte. Le sonrió a su esposa, hizo un gesto tranquilizador con la mano, y se levantó de la mesa. Mientras bendecía a los niños, no pudo evitar pensar en Blancanieves y en si todo aquello había valido la pena, al tiempo que los soldados continuaban golpeando la puerta. El cazador abrió, y desde la mesa su familia escuchó con asombro cuando decía que toda la culpa era de él, que por favor no les hicieran nada a ellos, que eran inocentes, y apenas después nada más; solo un ruido seco, un lamento, y luego el silencio.
Desde el suelo, con los ojos abiertos aunque ya sin vida, el cazador se llevó la imagen postrera de los soldados entrando a su vieja y humilde cabaña.