Una noche, tras una ventana llorosa, un psicólogo aspiraba lo último de su cigarrillo y apiló la colilla junto a las otras en el cenicero, como un repositorio de cadáveres de alquitrán. Con un movimiento de muñeca acostumbrado, desmembró un sobre, se guardó el lacre y allí en sus manos había una carta. Rezaba un cordial saludo, leyó el psicólogo. Y le siguió una fruslería infantil anticipada de fraternidad espontánea, lenguaje alusivo y prestado a una cordialidad arcaica, y además confianza de camaradería de viejos conocidos que se acaban de conocer ¡Qué remitente tan osado, tanto para la presteza como para el anonimato, porque remitente no tenía nombre y nombre no fue puesto! Y habiendo establecido aquel anónimo las reglas del juego, en líneas subsiguientes confesó haber cometido asesinato con un corte limpio de estilete. Los trazos eran algo más groseros y el psicólogo lo apremió a alguien con repentina avidez, como cuando se confiesa amor que de antemano no será correspondido; y éste no tendría tiempo se sacar punta, y la caligrafía se hacía más clara conforme iba llegando al apoteósico clímax de cada detalle remendado con una grotesca cicatriz de grafito en forma de palabras. Eugene Grimnebulin, subalterno de un condominio de albergues con fugaz presupuestarias. El hombre torció la boca cual herradura invertida y asintió. Quien quiera que fuera, tenía un sentido del humor que lo traía sin cuidado. Arrugó la carta y la tiró al fuego de la chimenea, y el papel se retorció en espasmos conforme se ennegrecía y se volvía como hombre volviendo a ser un feto abortado. Los aullidos del anónimo crepitaban y su cadáver olía a papel quemado.
Después de uno, no, dos tragos de coñac, el psicólogo se echó sobre la cama a un lado de su esposa. Esta en medio de un trance soporífero se arrimó a su pelvis, a lo que el hombre le contestó con el abrigo de su cuerpo. Y mientras conciliaba el sueño, le daba vueltas al asunto de la carta sin nombre.
La siguiente noche que abrió los ojos no fue distinta de la anterior, sólo que no llovía. Y al hombre se le había olvidado comprar los cigarrillos, por lo que la abstinencia castigaba con pequeños tics. Tampoco encontró el estilete para sobres, así que optó por un cuchillo para no romper el lacre, pero tampoco recordaba haberlo usado la noche anterior. Abrió la última correspondencia, una carta anónima. Del mismo sujeto que se hacía llamar anónimo, pues, ¿Cuántas personas se disfrazan de ausencia, tinta y papel, para confesarle las mismas penurias a la misma persona? Y tinta, porque a lo mejor su amigo la inercia del olvido le hizo prescindir del lápiz y acudir a la pluma, así como el nerviosismo del psicólogo reemplazó los cigarrillos con sus uñas. Alejandro Viseroy Thorntorn, magistrado y miembro de la cámara de El Parlamento, había azotado la provincia con una reciente aplicación política para mermar el poder de los líderes sindicalistas, y con ello trajo un clima social-político conflictivo. De haber tenido un cigarrillo en ese momento, se le habría caído en el regazo, ¿sería todo una función montada partiendo de un desvarío dictado por la locura? Pero decía la verdad. El psicólogo sabía que era verdad, no por el vestigio sanguinolento en una esquina de la carta, que bien pudiera pertenecer a cualquiera, sino por los trazos, delgados y firmes, que denotaban confianza y soltura juvenil, nada rigurosos como la carta anterior. Había sido un asesinato apasionado, romántico. Ni siquiera se había tomado la molestia de limpiarse las manos. Se había imaginado al anónimo con una sonrisa, no sádica, mucho menos sardónica, sino de plenitud. La sonrisa que se esboza tras un trabajo bien hecho.
El hombre volvió a la cama, se empujó hacia su mujer y ella se limitó a hacer un movimiento de reconocimiento, y dormía. Y durmió él también poco después.
La siguiente noche tampoco lo acompañarían los cigarrillos. Perdió el cuchillo pero el estilete estaba al alcance, en una gaveta bajo un catalejo. Se tendría que conformar con la visión fúnebre de las colillas apiladas como en una palia dantesca. La carta tocaba las mismas premisas de asesinatos cometidos a hombres que el psicólogo sólo conocía de la televisión nacional, pero ahora con una caligrafía cuidada, combada y limpia. El psicólogo siguió recibiendo y recibiendo cartas todas las noches, una y otra vez, cartas que acontecía la memoria del asesinato de un dirigente político importante, y su prueba sensacionalista en el periódico de un rincón contiguo del escritorio.
La última carta que recibió había sido algo más que un estupor y un cigarrillo a medio fumar. No encontró el cuchillo, ni el estilete esa noche. Tuvo que conformarse con romper el sello. Esta vez, el asesinato fue a su esposa ¡Pero era imposible! No, su esposa estaría allí en el dormitorio cuando se fuera a dormir. No tenía sueño, pero la insistencia de un patrón de miedo esquinado en su impresión le hizo conciliar sueño sacado del vacío. Y se detuvo frente a la cama, desplegó la manta, se arrebujó dentro de ella y bajo la sepultura encontró el tacto frío de su esposa. La sintió como todas las noches, distante y ajena al amor artificial que se profesa un matrimonio maduro.
A la mañana siguiente, el psicólogo despertó y a su lado seguía ella. Pero empezaba a oler mal y tuvo que devolverla al refrigerador. Llegaría tarde a la fábrica ese día. Tenía que escribir una carta.
Después de uno, no, dos tragos de coñac, el psicólogo se echó sobre la cama a un lado de su esposa. Esta en medio de un trance soporífero se arrimó a su pelvis, a lo que el hombre le contestó con el abrigo de su cuerpo. Y mientras conciliaba el sueño, le daba vueltas al asunto de la carta sin nombre.
La siguiente noche que abrió los ojos no fue distinta de la anterior, sólo que no llovía. Y al hombre se le había olvidado comprar los cigarrillos, por lo que la abstinencia castigaba con pequeños tics. Tampoco encontró el estilete para sobres, así que optó por un cuchillo para no romper el lacre, pero tampoco recordaba haberlo usado la noche anterior. Abrió la última correspondencia, una carta anónima. Del mismo sujeto que se hacía llamar anónimo, pues, ¿Cuántas personas se disfrazan de ausencia, tinta y papel, para confesarle las mismas penurias a la misma persona? Y tinta, porque a lo mejor su amigo la inercia del olvido le hizo prescindir del lápiz y acudir a la pluma, así como el nerviosismo del psicólogo reemplazó los cigarrillos con sus uñas. Alejandro Viseroy Thorntorn, magistrado y miembro de la cámara de El Parlamento, había azotado la provincia con una reciente aplicación política para mermar el poder de los líderes sindicalistas, y con ello trajo un clima social-político conflictivo. De haber tenido un cigarrillo en ese momento, se le habría caído en el regazo, ¿sería todo una función montada partiendo de un desvarío dictado por la locura? Pero decía la verdad. El psicólogo sabía que era verdad, no por el vestigio sanguinolento en una esquina de la carta, que bien pudiera pertenecer a cualquiera, sino por los trazos, delgados y firmes, que denotaban confianza y soltura juvenil, nada rigurosos como la carta anterior. Había sido un asesinato apasionado, romántico. Ni siquiera se había tomado la molestia de limpiarse las manos. Se había imaginado al anónimo con una sonrisa, no sádica, mucho menos sardónica, sino de plenitud. La sonrisa que se esboza tras un trabajo bien hecho.
El hombre volvió a la cama, se empujó hacia su mujer y ella se limitó a hacer un movimiento de reconocimiento, y dormía. Y durmió él también poco después.
La siguiente noche tampoco lo acompañarían los cigarrillos. Perdió el cuchillo pero el estilete estaba al alcance, en una gaveta bajo un catalejo. Se tendría que conformar con la visión fúnebre de las colillas apiladas como en una palia dantesca. La carta tocaba las mismas premisas de asesinatos cometidos a hombres que el psicólogo sólo conocía de la televisión nacional, pero ahora con una caligrafía cuidada, combada y limpia. El psicólogo siguió recibiendo y recibiendo cartas todas las noches, una y otra vez, cartas que acontecía la memoria del asesinato de un dirigente político importante, y su prueba sensacionalista en el periódico de un rincón contiguo del escritorio.
La última carta que recibió había sido algo más que un estupor y un cigarrillo a medio fumar. No encontró el cuchillo, ni el estilete esa noche. Tuvo que conformarse con romper el sello. Esta vez, el asesinato fue a su esposa ¡Pero era imposible! No, su esposa estaría allí en el dormitorio cuando se fuera a dormir. No tenía sueño, pero la insistencia de un patrón de miedo esquinado en su impresión le hizo conciliar sueño sacado del vacío. Y se detuvo frente a la cama, desplegó la manta, se arrebujó dentro de ella y bajo la sepultura encontró el tacto frío de su esposa. La sintió como todas las noches, distante y ajena al amor artificial que se profesa un matrimonio maduro.
A la mañana siguiente, el psicólogo despertó y a su lado seguía ella. Pero empezaba a oler mal y tuvo que devolverla al refrigerador. Llegaría tarde a la fábrica ese día. Tenía que escribir una carta.
Autor: Gian Paolo Bonsignore