Macondo después de las tormentas de arena, había descampado. Sus ruinas otoñales se aglomeraron, y tras una borrasca de aguas grises se petrificó en sus cimientos, quedando como ruinas de una civilización antigua, presta a confundirse con cualquier leyenda de Sísifo. Ante el paisaje que por años había dormitado en el espejismo, Laertes Quintero, químico mediocre, decidió poner en ese espacio negado por la historia, la prisión de la nostalgia. El concepto, muy simple, derivaba de la sustancia creada por su padre, Santiago Quintero, para acabar con la tristeza. Una fórmula que funcionó justo de forma contraria al probarla con su esposa, que terminaría suicidándose al hacer efecto. El viejo, estoico, quedó para el resto de sus días bajo el embrujo de los palos. La mudez voluntaria no le permitió prevenir a su hijo, un adolescente sadicón y distraído, de lo fatal de su fórmula. Por eso cuando Laercio pretendía sacarle alguna información al respecto, el viejo mordía sus labios al punto de hacerlos sangrar. El muchacho insistiría, hasta que una vez salido de la universidad, le presentó una idea que a Santiago le pareció brillante: “ubicar el espacio de un desierto cruel, y en medio de este hacer un pequeño pueblo que hará las veces de prisión. Colocar en la distancia de forma artificial una laguna la cual estará previamente tratada con la fórmula, para que los prisioneros que intenten escapar vayan hacia ella atormentados por la sed, y cuando la beban, terminen matándose a la primera oportunidad”. Sobre una servilleta el viejo le dejó escrita la fórmula al hijo, que fue corriendo a pedir audiencia con el ministro del Interior. Al verlo salir, mezcló la preparación con un trago de anís y dejó que la tristeza acumulada lo dejara caer a pecho desnudo sobre las púas de la cerca.
Al ministro le pareció interesante la idea, pero el problema del presupuesto lo hacía difícil. Laertes lo convidó a ver las fotos de las ruinas de Macondo, un pueblo medio destruido del que bien pudieran reciclarse sus estructuras para establecer la prisión. Que lo que falte lo hagan los prisioneros. El tropel de los buses entró los primeros meses como flechas. De todos los rincones de la República llegaban presos de distintos tenores. En un momento el gobierno nacional pensó en importarlos y convertir a Macondo en la nueva cárcel secreta. Se habló de una vía férrea y trenes kilométricos atravesando la costa, las montañas, la selva y el desierto hasta llegar a la laguna, pero los planes cambiaron ante la inminente crecida de la peste. Un único poste en el centro del pueblo sostenía una corneta robusta, enclaustrada en láminas de acero estriado, la cual servía de radio para informar a los nuevos habitantes las pocas reglas que existían. Por meses aquella voz solitaria daba instrucciones sobre cómo levantar paredes, medir ángulos, sopesar terrenos, frisar con barro y compactar bloques. En medio de aquel centro improvisado los prisioneros le lanzaban piedras de odio al contemplar el sonido basado en la falsedad de las ruinas que habían asumido la liviandad de la arena y se deshacían al menor intento de manipularlas. Se transformaron en topos del desierto, cavando túneles enrevesados y convirtiendo a la prisión en un caos promisorio. Pero ese era el destino de los pocos resignados: prisioneros políticos que en su intelectualidad asumieron la prisión como purga, intentando ser mártires de la libertad y la justicia social.
El resto, los más peligrosos y taimados, huyeron al caer las primeras noches siguiendo los caminos de los buses que pasaban al lado de la laguna magnética. Atraídos por la sed y el vapor silente se dejaron empapar en sus aguas, y la melancolía dura, negra y áspera encogió sus corazones a tal punto de recordar las faltas del cariño, la incomprensión social del desamparo, y el llamado de la furia que crujía en el estómago, y el latir pulsante de las venas, y los callos en los dedos de tanto apretar el gatillo, y añoraron los puñales, las balas, las motosierras. Se les hizo entrañable el semblante impúdico de las ciudades y los pueblos, el hedor de la mierda, los gritos destemplados de las mujeres que violaron, los niños que dejaron huérfanos. Pedían a gritos mirando al cielo la caída de una bomba inteligente que pusiera fin a la tristeza, esperando que algún analista escuchara sus lamentos por satélite. Terminaron por desgarrarse los unos a los otros por la pura piedad, y el tinte carmesí fue tan inmenso que la arena se dejó nutrir por la acidez ferrosa, y los vientos eventuales llevaron semillas desérticas que hicieron un bosque de espinas azules de las que brotaron flores amarillas que despedían un polvillo blanco que al aspirarse servía de alucinógeno, y todo se les tornaba púrpura y naranja, y los colores hacían caminar como muertos a los nuevos fugados, olvidándose de la sed y la conciencia, dejándose muchos tumbar encima del piso de clavos donde morían sin sentir ningún dolor antes de poder caer en la tristeza de la laguna. Y la peste nauseabunda hizo nubes verdes, y descendían torrentes, y el nuevo ecosistema mataba de forma gentil a todo aquel que quisiera huir de la prisión que ahora era Macondo. Los intelectuales, hundidos en el pueblo fantasma, al pasar los años se acostumbraron a dormir con el eco vibrante de la corneta eterna, que hablaba de portarse bien, de cómo se construye una casa, de huertos para campos frutales, de los contenedores con recursos aprobados por las Naciones Unidas que llegarían en los próximos días y que fueron distendiéndose en el abandono del aire, en las formas sinuosas de los remolinos que eran los únicos que caminaban tranquilos por las calles del pueblo. La comida, el único consuelo, bajaba del cielo, y muchas veces el viento las hacía perderse más allá de la distancia que daban los ojos, y comisiones absurdas iban a buscar las provisiones perdidas, y algunos se quedaban tendidos por allá disfrutando a costa del hambre de otros compañeros las despensas que deberían duran semanas y que acababan en horas. Los líderes, hombres y mujeres torneados en la arena marfil, no perdonaban a los que faltaban a la más humilde y firme condición para sobrevivir allí: la solidaridad. Amarraban uno a uno a los indecentes que traicionaban su confianza al comerse todo lo que había en el poste central bajo la voz eterna, y dejaban que el sol quemara sus pieles desnudas y los zamuros les arrancaran los pedazos tostados como chicharrones.
Sin embargo la prisión de la nostalgia se convirtió en mito confuso. Los familiares de varios prisioneros fueron llevados al concilio del Estado en reclamo por no saber nada de ellos. Las sonrisas de la demagogia buscaban acallar los lamentos, mientras los lobos observaban tranquilos relamiéndose en las migajas de la burocracia. Funcionarios que poco o nada sabían de lo que ocurría en Macondo y sus alrededores, argumentaban que eran prisioneros libres: que si no llamaban era porque allá eran felices. Programas de televisión entrevistaban a especialistas en el comportamiento humano para calentar la supuesta mentira de la prisión, así el gobierno mandara fotos montadas de personas parecidas a los reclamados vestidos en franelillas, bermudas y sandalias, con lentes de sol y rodeados de palmeras a la orilla de piscinas idílicas y campaneando cocteles atiborrados de piñas y mangos. Fue así como del otro lado del desierto, lejos de la peste, algunos curiosos evadiendo el cerco militar se lanzaban sobre Macondo como en algún momento los conquistadores españoles fueron en busca de El Dorado. Los que no lograban devolverse terminaban muriendo de sed, o mordidos por las serpientes y alacranes. Experimentados exploradores, curtidos en la aventura, huían de la idea. Es un suicidio. En alguna encuesta de revista apareció el lugar como el más peligroso e inhóspito del mundo. Así que las familias rotas terminaron por ceder a las presiones embalsamadas por jugosas indemnizaciones y sonoras amenazas. Se les compraron casas en países de Europa, se negociaron nuevas nacionalidades y pensiones vitalicias. Y en los casos más dignos, se les dejaba llegar hasta el pie del desierto, indicándoles el camino hacia la laguna, donde aseguraban, les esperaban los prisioneros en recintos climatizados, uniformados y perfumados, preparados para el esperado reencuentro, y la contradicción histórica de los desaparecidos acrecentaba la bonanza del pueblo ante las crisis económicas, convirtiéndose en tradición de promesas electorales, donde los gobiernos se turnaban el poder al dar su palabra de cerrarla, dejándola abierta para siempre.