fuente: Jhon Wallye
Posado en un trance psicológico, oscile sin referencia alguna hacia un lugar profundo de mi mente. Pude encontrarme en una escena un poco peliculesca, programada por las ascesis del inconsciente. Una imagen onírica se presentó; desde un polo meridiano visualice el advenimiento de aquella máquina. Su tormentoso ruido agitaba mis nervios; esos discos de metal creando fricción con los rieles: estruendoso concierto de pena anunciada. Mis escuálidas piernas quedaron en estado congelable, aquel imponente monstruo cargaba en sus bateas miles de almas; condenadas a la nada por el castigo de sus penas. Una extraña confulgencia arremetía en todo su avanzar. Vorazmente, sin desdén o disimulo, era el carguero de los infortunados, oriundos de la aldea de los Desamantados, de los solitarios. ¡Llegó! Gritó el boletero de la estación que llevaba por nombre "Otra vez", era un sujeto alto con un traje de barata costura, zarrapastroso, arrugado; quien con sonrisa malévola y bufona: agitaba un ridículo silbato que alertaba la llegada del tren. Yo, paseaba mis ojos de extremo a extremo por aquella locomotora propulsada al parecer por carbón, era de color negro mugriento, oscura en su interior, de ventanas manchadas de barro y un gran aspecto tenebroso. Sus piezas estaban roídas y oxidadas por los fenómenos naturales; unas manchas rojas destacaban en su herrería, no se si de sangre o la esencia misma de este Craquen de hierro: adornaba su apariencia exterior dando en si un cuadro de espeluznante visión, como si se alimentara de la sustancia de aquellos seres postrados en sus designios y la manifestara como salpullido de enfermo. De los desdichados que por alguna razón de la vida cayeron en aquel carguero de la muerte. Pobres infelices carecían de la más mínima gracia, sus rostros palidecidos, posaban un estado confusional, daban la impresión de que no sabían el final del recorrido. Del viaje en cuestión.
Decidí subir, obligado por un peso en mi espalda que no sabría describir, no hay composición semántica que interprete las crispación de aquella sensación. Total –interiorice–, nada esperanzador me sujetaba a aquel sitio donde mil veces fui, buscando imposibles y entelequias del corazón, allí si, donde llegue a ser solapado y ultrajado por las falencias de mi ser. Mi intelecto había perdido toda forma de demediar con la realidad inmediata. Era una sola, inevitable, fenoménica y dura. El cuerpo cayo sobre uno de los vagones, rodeado de sombras, ergo, ya hombres no eran los que me acompañaban, sentía el calor agonizante, la sal amarga execrada por mis glándulas sudoríparas, estas se derramaban por todo mi cuerpo. Era algo así como el sufrimiento por castigo, a la cual eran expuestas las mujeres en el desierto salitroso y arenoso del Dascht i Lut en Irán.
Sonó el silbato ¡Sale! Volvió a gritar el boletero, mientras la combustión proveniente de la caldera empezaba a dar movimiento de aquel transporte cruel: con dirección a la provincia de lo desconocido, a un destino de la estepa quizás. Fue solo allí, cuando comprendí el sentido de aquellas caras, esos Homo sapiens condenados a viajar hasta morir por las tierras de las decepciones sempiternas, por los valles de la incertidumbre perpetua, por las hectáreas de las que nunca están y nunca se fueron.
Buena narración por sus descripciones y metáforas que deja dibujar en la imaginación la escena y la fotografía muy bella
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