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Fuente
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El novel director reúne una pequeña tropa: actores y actrices de teatro, jóvenes de sociedad, algunos técnicos improvisados. ¿Berenice, de su primera experiencia? Podría ser, pero no puedo asegurarlo. En Juangriego los espera Labejdiam. Embarcan en medio de un ambiente de fiesta. Ponen rumbo a las costas de Paria; entran al golfo Triste por la misma ruta que usó Cristóbal Colón para salir de él en 1498. Entre Trinidad y costa firme se enfrentan, también como el Almirante en su momento, a las corrientes encontradas de la Boca de Dragón: agua dulce, tibia y marrón del interior del golfo, agua del Orinoco revuelta con malignidad; agua fría, salada y azul del mar abierto; en permanente lucha: paredes líquidas de seis metros de altura, abismos transparentes dispuestos a tragarse la embarcación que ahora luce frágil, desprotegida, insensatamente envejecida. Labejdiam afirma que no hay motivo de alarma; demasiadas veces cruzó los remolinos de la Boca en peores condiciones para asustarse ahora.
Mientras, la mitad del pasaje reza por la salvación de sus almas y sus cuerpos, y la otra mitad celebra con gritos alcohólicos de entusiasmo cada resoplido de las máquinas, cada golpe de ola contra la quilla, cual si de una lucha titánica se tratara. De repente, las aguas se aquietan como un potro salvaje recién domado. La sumisión es repentina y total. Están en el interior del golfo.
Pasa un día, dos. La embarcación remonta un río caudaloso. En cada orilla se eleva el laberinto inexpugnable de la vegetación. De las copas de los árboles llegan los graznidos de los pájaros y los gritos de los monos que sólo se dejan ver al atardecer. En las aguas asoman los ojos de los caimanes.
Atracan en el pequeño embarcadero de un pueblo, si es que así puede llamarse la simple reunión de algunas viviendas en mal estado en medio de un claro de la selva. Un hombre solo, flaco, viejo, seguido de un perro tan viejo y flaco como él, se acerca y ve desembarcar a la tropa artística con indiferencia. No hay nadie más en el pueblo. Desde que el asfalto dejó de ser extraído el pueblo quedó abandonado. Las viviendas, devoradas por las termitas, torcidas por el viento y la lluvia, parecen hacer muecas burlonas a los expedicionarios –que en eso se han trocado los artistas, o poco menos–, con sus jambas sin puertas y los alféizares sin ventanas.
Un poco más adelante está Guanoco, les informa el viejo, también desolado, con sus muchas casas de madera vacías –las de los obreros waraos y trinitarios, pequeñas y sofocantes; las de los ingenieros norteamericanos, más espaciosas, con piscinas que han acumulado las hojas secas de dos décadas de abandono–, sus almacenes destechados, su vía férrea enmohecida y sus vagonetas con restos de material negro, endurecido por efecto del sol. Pero para llegar al lago, continúa el anciano, que ha accedido acompañarlos hasta las instalaciones, deberán seguir una senda de caños estrechos que se cruzan formando una red de diseño caótico y en los que es fácil perderse.
(Todas estas situaciones se presentan a mi conciencia al mismo tiempo, en un torbellino de imágenes que sin embargo resultan comprensibles, o quizás la necesidad de relatarlas las transforme en coherentes, sucesivas, llenas de sentido)
Gracias por la visita. Vuelvan cuando quieran.
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