CASA Y MEMORIA

La casa, mi casa ubicada en la calle Zea, digamos mi universo, mi concha marina. Qué reminiscencias en estos momentos de tambores, de gaitas de antiguos momentos, las gaitas que reclaman el espacio íntimo de los vientos venidos de los recónditos más mágicos.

La casa que era como la fiebre que evoca el poeta Rafael José Álvarez en su libro Sagrarios y también de sus ardientes pequeñas flores. La casa de los guayabales, de las guanábanas y mangos que florecían tantos en la parcela que Inés le vendió a mi padre y yo reclamando el olor de la tierra, el silbido del viento en los copos de los árboles, los árboles de donde me caí bastante y sin embargo siempre restituían mi alegría, me llamaban a su verdor, a espiar el mundo de las casas circundantes. La casa que también era las calles aledañas que la bordeaban, las calles donde jugué tanto con mis hermanos, con mis amigos, donde corríamos como gaceles detrás de las muchachas, donde cuchicheábamos de Carmen y María, personajes realmente advenidos de la ficción.

Carmen en mi memoria, habitante de una casa desolada, triste, solitaria, donde áureas de misterio hacían allí su aposento. María, frágil y encorvada, amenazándonos con sus perros si osábamos robar los frutos al sol. La casa que iba más allá de las nubes y del palomar al que ascendía Morela, piernas de roble admirable e Ivonne bella con su traje de Charleston y yo soñando con los animales del sueño