Del griego Logos, el término puede traducirse como pensamiento, razón, habla, discurso, concepto, palabra, conocimiento, ley. Pero el término castellano más fiel es tal vez: razón.
Para la biología es el explicar o dar razón de los seres vivos,
Para la teología es el explicar o dar razón de Dios,
Para la antropología es el explicar o dar razón del hombre, como género humano.
Para la literatura, por mucho tiempo, la razón se convirtió en la distinción entre los géneros. El Logos fue el romance problemático, escondido, que ha dado cuenta desde siempre de algunos rasgos presentes en los textos escritos por mujeres: La escritura afálica. El Logos fue esa peculiar forma de hacer que la invisibilidad hablara desde tiempos remotos. La caña de azúcar es una piña de piernas larguísimas y el rocío es la saliva caída de las estrellas, describe un poema perteneciente a las tribus del nuevo mundo, las cosas más sencillas de la naturaleza. Prosa primigenia seguramente hecha por mujeres. Hasta mediados del XIX, es difícil encontrar ejemplos, porque las mujeres escribían, pero a puertas cerradas o en diarios. Así tropezamos con Santa Teresa de Jesús, Sor Juana Inés de la Cruz o Madame de Staël. Las dos primeras garabatearon muy recluidas, la última, fue una suiza de buena cuna, que en París manejó un salón literario y político y defendió en su novela Delphine, la elección sentimental y con ello el amor que ella misma sintió por otro hombre que no era su esposo ni el padre de sus tres hijos. Muchas tuvieron que publicar sus obras bajo pseudónimos masculinos como la baronesa Dudevant, alias Georges Sand. O, poner sus asuntos en manos de sus padres, como fue el caso de las hermanas Brönte. Ahora bien, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, emerge un nuevo tipo de autora, que se rebela contra lo establecido, que se deja llevar por las pasiones, que rompe con los cánones impuestos por la sociedad tradicional, con el camino allanado por hombres, sí hombres, benditos sean… como Flauvert, García Lorca o Pérez Galdós, con obras como Madame Bovary, La Casa de Bernarda Alba o Tristana. En el más cercano XX, proliferan las autoras femeninas. Jane Austen, Mary Shelley y Virginia Woolf en Inglaterra, Harriet Beecher Stowe en Estados Unidos, Rosalía de Castro y Emilia Pardo Bazán en España, solo por nombrar algunas que caminaron por la senda, ligeramente desbloqueada. Sin embargo, también la literatura a principio del XX estuvo llena de confesiones, de mujeres atrapadas en la cárcel del género. En Iberoamérica se hicieron sentir algunas como Gabriela Mistral o Teresa de la Parra. Descubrimos artistas tan atormentadas, cuyas vidas mismas fueron novelas; mujeres que buscaron autonomía a través de la escritura; mujeres que trataron de conciliar roles tradicionales de esposas y madres con ese fuego interior que las quemaba, algunas alcohólicas y suicidas, tuvieron que enfrentar las condiciones culturales que significaban la maternidad, viviendo en carne propia este dilema que ningún escritor masculino ha tenido que enfrentar jamás. Las argentinas Alejandra Pizarnik y Alfonsina Storni, la inglesa Virginia Woolf o la norteamericana Sylvia Plath, son cuatro de las que fueron vencidas y que escogieron suicidarse ante la imposibilidad de encontrar paz y serenidad para exteriorizar sus demonios a través de la palabra escrita.
Desde siempre, las féminas hemos vulnerado algunas reglas literarias con escritura afálica, porque está en nuestra naturaleza reconocer el Logo, en nuestras debilidades y fortalezas.
Se dice con frecuencia que así como un hombre es el último en enterarse de las infidelidades de su mujer; una mujer; en cambio, sabe siempre cuando su marido la engaña. Y según teoría de Olivia, esto es así, no porque ellas sean más inteligentes o sensibles sino porque las mujeres son menos proclives al autoengaño”, subraya Carmen Posadas, plasmando una realidad simple, en Invitación a un asesinato.
Para hablar claro, en los tiempos que corren, en muchos textos de autoras mujeres están presentes factores como el cuerpo y el silencio.
El cuerpo, ahora deja atrás esa mentalidad patriarcal que nos impedía nombrar zonas erógenas, fluyendo con una erótica que antes era mal vista; “Cuando la inquieta lengua del hombre anduvo por su boca, solo encontró la frialdad de un témpano de hielo. Enfurecido, Roverbal la arrojó sobre la cama. Catalina, tendida, lo vio encimarse. Cruelmente la forzó. Le abrió las piernas y sin darle tregua, la penetró brutalmente. Catalina sintió el inflamado glande recorrerla. Ante la arremetida, pretendió controlarse, pero su pelvis, desobediente, se arqueó. Las piernas, antes inmóviles, rodearon la cintura del amante. Mordió sus propios labios en un vano intento de evitar la jadeante respiración. Ondas de placer la retorcieron ¡Nunca había sentido algo semejante!", Catalina de Miranda, editorial Planeta, de Xiomary Urbáez, usando su derecho como autora afálica y sin tapujos.
Por otra parte, el silencio, representado por esas cicatrices que denuncian una larga historia de opresión y mudez ante los colegas masculinos, ahora es expuesto sin disimulos ni resentimientos; “¿Y qué hay de la escritura? Supongo que secretamente deseaba dedicarme a la literatura, pero jamás me atreví a poner en palabras tan pretencioso proyecto, porque habría desatado una avalancha de carcajadas a mi alrededor. No conocía autoras notables, fuera de dos o tres solteronas inglesas del siglo XX y la poeta nacional, Gabriela Mistral, pero ella parecía hombre”, escribió Isabel Allende en Mi país inventado, descorchando su alma frente al temor del ¿podré hacerlo?
Ciertamente, esa red de creencias, conductas y actitudes socialmente construidas a lo largo de la historia, para diferenciar a mujeres y varones, que estableció desigualdades y jerarquías, entre unos y otras, ahora está sujeta a la voluntad de reivindicar a las mujeres como grupo silenciado. Todavía en la actualidad, es muchas veces necesario un premio importante. Es evidente que el Nobel de Literatura entregado a Doris Lessing o a Herta Müller, nos pone a orbitar al mismo nivel que los hombres. En este sentido dijo la mexicana Elena Poniatowska, las escritoras de hoy hemos abandonado la literatura de confesión. En Venezuela somos muchas y, es tiempo de hacer las correcciones. Una galería de prosistas con sus personajes femeninos, componen esa clara intención reivindicatoria sobre el esclarecimiento de nosotras como escritoras, como mujeres, como sujeto plural, visibilizado y libidinizado, con cuerpo y con voz.
“A nuestra edad, si uno se descuida, cuesta horrores quitarse hasta un kilito. ¿Nuestra edad? Pero si esta vieja tiene como mil años más que yo. Y tienes una cara preciosa, no hay derecho de que te abandones así, mira que tu marido es un hombre entero y las mujeres en este país son…Unas putas como usted, puta, puta, puta”, Perlas Falsas de Mónica Montañés, una escritora que en sus textos, retrata sin temor esa personalidad jocosa que la caracteriza en la vida real, burlándose hasta de ella misma.
Es que a estas alturas si el concepto de femineidad en literatura es visto desde la óptica de polarización entre lo masculino y lo femenino, es solo un cascarón. Las batallas ya se dieron. No hay nada que probar y en cambio hay razones de sobra para seguir escribiendo. El Logos exhibe un nuevo orden, donde las diferencias son puramente físicas, donde el andamiaje intelectual es el mismo. Una página escrita por un hombre o una mujer, debe ser bella, original, con profundidad, debe causar emoción… Es decir, tiene que reunir ciertos recursos literarios. El escritor produce goce, y eso no tiene que ver con el sexo.
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