Mucho amor para tan poca vida

in escritura •  7 years ago 

Resulta que todas las leyendas urbanas son ciertas. Esas que escuchas por los pasillos o lees en un post de Tumblr. Digo, siempre creí que eran cosas que la gente se inventaba para sonar interesante y aparentar ser algo que en realidad no son. Pero, aquí estoy yo, siendo cien por ciento real, sin filtros, sin murmullos, sin capas que me convierte en alguien más. Soy sólo yo. Y aquí está la verdadera incógnita que flota sobre mi descarrilada vida:

                      ¿Está bien ser como soy?

Soy conforme con la vida que me tocó vivir. Tengo buenos padres, amigos que me quieren, una carrera universitaria que se acerca a su punto y final, sueños por cumplir y una pasión empedernida por inventar historias en mi cabeza —muchas de ellas siguen en la espera de salir a escena. Pese a ello, no me siento completo.

Durante miles de horas, me convencí a mí mismo de que el amor está un poco sobrevalorado. Llegué a creer que era alérgico a las historias románticas y cursis, al estilo Federico Moccia (Dios, líbrame de ser un idiota). Miraba a mis alrededores, percatándome de que todos habían encontrado a su «media naranja» (un término absurdo y catastrófico, si me lo preguntan. ¿Qué sucede si lo tuyo no son los cítricos? ¿Estás destinado a morir en una casa vieja con treinta gatos?), y me hacía creer que, simplemente, no necesitaba eso.

¡Vamos! Ya saben lo que dicen. Mejor solo que mal acompañado.

El problema es que nunca he contado con la compañía de alguien. Entonces, ¿cómo diferenciar entre el bien y el mal?
Hacía algún tiempo, cuando rompí la puerta del clóset (metáfora rebuscada para referirme al día que acepté que era gay), me gustó un chico. De más está decir que las cosas no salieron como las imaginaba. De hecho, tomaron un camino totalmente inesperado —en algún punto, me sentí como uno de los personajes de M. Night Shyamalan, sin rumbo fijo. Hoy en día, ese chico es mi mejor amigo. No podría estar más de acuerdo con ese final. ¿Qué sería de la vida sin los buenos amigos?

Pero las cosas no terminaron ahí. ¡Ja! Por supuesto que no.

Después de unos cuantos meses, apareció el dueño de mi primer beso. Un chico extrovertido, distraído, carismático y… poco interesado en mí. Tal vez ambos estábamos buscando ese «algo» en el sitio equivocado. Éramos dos desconocidos intentado aparentar ser algo más, intentado disfrazar nuestro descontento con la relación que nos había tocado sobrellevar.
Éramos, en pocas palabras, un lugar de paso en el camino del otro.

Finalmente, saltamos en picada (metáfora rebuscada para decir que todo se fue a la mierda).

Lloré, lloré mucho. Y escuchaba los consejos de las personas más cercanas: «Ya llegará alguien, te lo aseguro. Eres genial, simpático, tierno y bueno. No debes apresurar las cosas. No, no hay nada malo contigo. ¡Tranquilo! Aún tienes muchos años por vivir, pronto conocerás a alguien que te hará ver el mundo desde una perspectiva diferente».
Esperé. Esperé. Esperé. Y aún sigo esperando.
Bajé las persianas y deseché la idea de dejar entrar a alguien más en mi vida, porque nadie puede hacerte daño, si no hay nadie cerca de ti.

Me declaré más virgen que los aposentos de la Virgen de Chiquinquirá, más solitario que Tom Hanks en Náufrago y más depresivo que los álbumes de Kudai. Ya, que tal vez soy un poco exagerado, pero todo lo que digo es cierto.
Lo decía al principio y lo recalco una vez más: las leyendas urbanas son ciertas. Uno siempre anda buscando alguien que lo ame, uno siempre anda buscando a alguien a quien amar.
Y, en definitiva, es mucho amor para tan poca vida.

El destino es algo incierto. En realidad, casi todo en la vida es impreciso. En estos días grises, con lluvias repentinas y oleajes de frío, apareció alguien más. ¡Qué digo uno! ¡Aparecieron dos! Las atrocidades siempre vienen en combo, de eso no hay duda.

El primero, siempre estuvo ahí y nunca lo supe. (Dios me libró de ser idiota, pero no despistado).

Es el chico que siempre ignoraste, porque nunca supiste su nombre, nunca se cruzaron en la calle, nunca intercambiaron miradas. Pero un día se remueven las piezas del rompecabezas y todo cobra color. Ambos comienzan a saludarse, hablar, reírse y realizar infinidades de actos que te hacen preguntar: ¿dónde estuviste antes?

Y, en un abrir y cerrar de ojos, las conversaciones a medianoche se han convertido en su punto de encuentro.
Pero esta no es la historia de Cenicienta. Aquí no hay «felices para siempre». Este es el momento cuando el chico número uno pronuncia las palabras más bochornosas que he podido escuchar.
—Tengo novio.
Claro, ¿cómo no lo supe?
— ¡Genial! —fue todo lo que pude responder. ¿Qué iba a hacer? ¿Tirarme a llorar?
Y aún sigue revocándose en mi corazón, porque eso es lo que sucede con los amores fallidos: tienden a quedarse en tu vida más de lo debido.

« ¿Qué hay del segundo?», se preguntarán. Es la parte de la historia que amenaza con no contarse jamás. En pocas palabras, un enigma por completo.

No conozco su nombre ni su apellido, no sé cuántos años tiene, si es mayor o menor. Desconozco por completo si es sentimental o racional, si acaso es Géminis, Escorpio o Libra. ¿Acaso odia la sopa tanto como yo? ¿Amará el refresco de uva y el delicioso sabor que te deja después de un sorbo? ¿Sueña con conocerme? ¿Sueña con alguien más?
Arriésgate, me dicen. Pero tengo dos pies izquierdos y un paso en falso puede significar el desastre total. Así con las cosas, no hay más.
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Le escribí una carta en anonimato (no vaya a ser que me rechace y luego se burle de mí). Tres simples palabras. Cada una de ellas escritas con el corazón.
Eres muy lindo.

Luego, como si se tratase del liceo, le dije a una amiga que le entregase la carta. Y ya está. La historia llegó a su fin.
Ni loco le hablo, ni loco me acerco. El que no arriesga, no tiene nada que perder. Ya lo sé, ya lo sé. El chiste se cuenta solo.
Pero yo y la palabra temor estamos unidos por un fuerte vínculo.

¿Qué pasará? No lo sé.

Sigo navegando, pescando palabras que sirven de consuelo y compañía. Que si existe alguien que jamás me rechazará, soy yo mismo.

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