Siempre hemos vivido en la cabecera norte del puente. Antaño,
contaba mi abuela, en los días brumosos de la memoria de su infancia, su suegro
era custodio del paso, y mi abuelo, su ayudante. Los arrieros y comerciantes le
pagaban una moneda de cobre cada tanto para mantenimiento. La modernidad
acabó con el oficio. Llegaron instituciones, empleados que cobraban sueldos,
departamentos de obras públicas. No obstante, la casa de peaje seguía allí, su patio
lindando con el bosque, sus ventanas abiertas a la montaña lejana y fría. Abajo,
la joya purísima del lago intensamente azul con el sol matutino, ópalo nocturno
bajo el suave brillo de la luna.
Los sinuosos barandales del puente eran centenarios, de buena madera de tejo a
los que mi abuelo agregó veinticuatro soles de roble, toscos y hermosos, bordados
a fuerza de gubia. Tardó un año completo en tallarlos. Se afanaba desde temprano
a la espera de que pasara mi abuela con los terneros que llevaba diariamente a
pastar. Ella se detenía bajo el árbol del portal, un poco intencionada, quizá.
Él ofrecía agua del pozo, y entre idas y venidas se enamoraron. El día en que
mi abuelo terminó el último sol, estaba muy triste. Pero mi abuela no era mujer
de esperas. Le dijo que a menos que pretendiera tallar otro puente, debía ir
con sus padres y arreglar.
Se casaron poco después y se establecieron en la casa del puente, donde mi
abuela parió cinco hijos. Donde mi madre conoció a mi padre, un topógrafo que
vino con la modernidad vial y el retiro de mi abuelo. Donde nací un 13 de marzo
de 1930 y dónde morí de tifus, el verano de 1943.
Morí sentada bajo el cedro. Vi por última vez el último sol tallado por mi abuelo, resplandeciendo bajo el sol... y llevé conmigo su historia de amor. Quizá por eso permanezco aquí.
Vi languidecer a mi madre de pena, la vi levantarse, vi las bodas de mis hermanas, sus alumbramientos, las bodas de sus hijos...
Recientemente llegó una chica a estudiar el puente para su tesis. Mi familia la alojó. En sus sueños, le conté la historia de amor que conservo.
Ella se sienta todas las mañanas en el barandal tallado. Toma café. Mira la luz estallando sobre el lago. Acaricia los soles con ternura.
Me siento a su lado y esparzo mi aliento sobre su soledad.
Gracias por la compañía. Bienvenidos siempre.
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