Cuando escuchamos el nombre de Antonio Gaudí, pueden suceder dos cosas: que acuda a nuestra mente la imagen de la Sagrada Familia –su obra cumbre, pero que aún inacabada despierta pasiones a nivel mundial-, o que, por el contrario, prevalezca el carisma de la persona y del otro lado del espejo, nos encontremos con la figura de un hombre taciturno, de aspecto sencillo, incluso diríase que desaliñado, de frente despejada por el barbecho de los años, el cabello himaláyico, cumbroso y eternamente blanco y una barba luenga, ensortijada pero completamente venerable, que nos recuerde a ese notable Arcano Mayor de la baraja del Tarot, que es el Ermitaño. Puede que como éste, también lleve un báculo en su mano y hasta es posible, puestos a imaginar, que porte, además, ese candil encendido, que le señala como a un sabio y también como a un iluminado.
Si no te cuadrara esta imagen, amigo lector, pensando que todavía no pintaban canas ni el genio catalán portaba báculo y bastón cuando acometió ese no menos extraordinario proyecto que se conoce como el Parque Güell, piensa en el iris de esos ojos, oscuros como el velo que separa –siquiera sea, metafóricamente hablando- el día de la noche, e imagina que ese leve tono dorado que se percibe en el centro, es como la antorcha de la aurora, que tanto separa la sombra de la luz, como la sabiduría de la ignorancia. No tardarás, entonces, en llegar a la conclusión de que el venerable anciano y el joven y prometedor arquitecto, siempre fueron una indivisible entidad, en cuyo espíritu anidaba una empresa superior: la conciliación entre arquitectura y medio ambiente.
El Parque Güell, lugar fantástico donde los haya y exponente orgulloso de esa Barcelona próspera y modernista que dirigía la mirada hacia las grandes acometidas artísticas de allende los Pirineos, guiñándole el ojo a las grandes exposiciones de París, es un buen ejemplo de ello.
Como un jardín encantado y aprovechando la cesión de los terrenos, Gaudí, sin alterar las características del lugar –o al menos, hacerlo de la forma menos gravosa posible, dentro de un mundo cuya industrialización comenzaba a levantar pústulas en las caderas de Mamá Gaia-, diseñó un circuito mágico, en el que no faltan referencias a los grandes mitos de las épocas pretéritas, incluida la Alquimia, como demuestra, por ejemplo, el formidable dragón o la salamandra, que de aspecto amenazador y vigilando con celo ese maravilloso atanor y a la vez arquetipo universal que es el huevo, recibe a un visitante que ya de lejos comienza a dejarse hechizar por el encanto de unas edificaciones que reproducen, sin aspavientos, esa referencia al alimento de los dioses al que hacían alusión las principales culturas de la Antigüedad: la barca de Caronte –comparativamente hablando- que conecta las dos orillas que separan los mundos antagónicos de la realidad y el inconsciente colectivo, base éste último de los principales estudios de C.G. Jung; parte de ese soma o alimento primordial, que se sospecha que formaba parte también de los rituales a los que se sometía el neófito en los grandes santuarios, como Eleusis y Delfos: el poder alucinógeno de la seta denominada amanita muscaria.
Pero las pistas no se detienen ahí. De la misma forma que los pintores, al parecer, basaban la concepción de sus principales obras maestras en un número o código determinado –una de las genialidades de Dalí, según afirmaba él mismo, aparte de la obsesión que sentía por la obra de Gaudí, desde que siendo niño visitara precisamente este Parque Güell, era la de haber descubierto el número o código secreto empleado por Velázquez en sus obras- también la arquitectura se ha beneficiado, desde la concepción de los primeros templos hasta el último detalle de las grandes catedrales, de unas medidas y unas proporciones determinadas, cuya repetitividad en la Naturaleza no tiene, en absoluto, un alcance meramente casual.
Tal sería el caso, por ejemplo, de la denominada proporción áurea, presente, con una repetitividad pasmosa en numerosas concepciones naturales y desde luego, como no podía ser de otra manera, en la aguda visión de Antonio Gaudí. A tal respecto, no hace falta ser un experto en matemáticas para ver, en los diseños que caracterizan este pequeño pulmón barcelonés, el latido áureo como modo de expresión de una naturaleza, muchos de cuyos argumentos se basan, principalmente, en espirales, dobles espirales y laberintos. Diseños, que no podían faltar en ese retorno a los orígenes, que nos propuso la mentalidad despierta de un hombre, del que se podría pensar que nació en un tiempo en el que la sociedad todavía no estaba preparada para comprenderle y cuyo legado, sin embargo, despierta no sólo admiración sino también pasión, en buena parte de unas generaciones posteriores, que quizás hastiadas o menos dispuestas a los mercantilistas condicionamientos de un falso progreso, tienden su mirada hacia un equilibrio armónico con el entorno en el que viven, sabedores, después de todo, de que ésta puede ser la mejor herencia de las generaciones futuras.
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