Los cambios suscitados por la globalización del hiperimperialismo han sido tan profundos que han provocado una confluencia de varias crisis (económica, política, cultural, moral y espiritual) que ponen a la realidad humana en serio peligro.
Así, se puede afirmar que a la globalización le corresponde una nueva realidad antropológica inusitada y alarmante. En este momento nuestro, donde la tecnosfera, la etósfera y la logosfera amenazan lo humano, es una moda escuchar que lo importante no es lo bueno o lo malo, sino lo que nos hace sentir bien. Es el credo del hedonismo, el relativismo, el cinismo moral, entronizado como forma de vida. Hoy la ciencia, la técnica ni la moral pueden cumplir aquella función cultural integradora, entonces el espíritu humano es avasallado.
Un nuevo tipo humano permisivo, complaciente, anético, se va imponiendo en la llamada cultura posmoderna actual. Y esto se viene desarrollando bajo el argumento de que si no hay fundamento fuerte o metafísico todo está permitido. Se llega de este modo a un relativismo extremo y, si el único criterio es la práctica social de la sociedad liberal burguesa, entonces se está defendiendo la supremacía en ésta de una especie de darwinismo social donde prima la ley del más fuerte.
El hombre anético no sólo implica una definición moral, sino también metafísica. En este sentido, anético es el acto moral por medio del cual la mentalidad moderna convierte al hombre en una criatura sin absoluto. Este acto moral del hombre anético pertenece a una época en que se completa el proceso de extinción de lo divino y tras perder el nexo ontológico entre Dios y la Criatura, pierde también su propia condición de criatura. Pero lo anético no afecta la capacidad humana de sentir lo divino, sino que afecta su voluntad hacia lo divino. Por eso, el lema del hombre anético ya no es “Dios ha muerto”, sino “El hombre ha muerto” y “todo vale”. Con la muerte de Dios y del hombre, el hombre anético sepulta algo muy esencial de su ser, a saber, el contacto con lo Absoluto.
El anetismo también señala el tránsito del pensamiento contemporáneo de la cultura de la increencia a la cultura del nihilismo. Pero se trata de un nihilismo integral, como nunca antes visto en la historia universal, donde se instaura una hermenéutica postmoderna del hombre sin absolutos. Tal nihilismo integral supone el nihilismo gnoseológico, que niega la posibilidad del conocimiento de modo radical; el nihilismo metafísico, que niega la posibilidad de algo permanente en el cambio y la multiplicidad; y el nihilismo moral, que afirma la desvalorización de los valores superiores. Nos volvimos en pequeños diosecillos más allá del bien y del mal.
En una palabra, el anetismo es metafísicamente la negación de todo fundamento, gnoseológicamente resulta un nihilismo integral y antropológicamente el delirio extremo de la voluntad subjetiva. Culturalmente es resultado de una modernidad que al fracasar el ideal universalista de la razón se centra unilateralmente en lo cismundano para obviar lo trasmundano.
Es decir, la racionalidad anética al poner lo individual sobre lo universal no sólo destruye el ejercicio de la razón ética, sino que hace que la moral y la ética dejen de identificarse en la práctica, las personas pueden ser morales pero ya no éticas. Y las situaciones conflictivas de la vida suelen aliviarse con el nuevo principio melifluo de la tolerancia.De modo que si desde el punto de vista de la moral, hay que tomar una decisión práctica; desde el punto de vista de la ética ya no han de primar los valores, sino, más bien ha de formarse la conciencia en el hábito de saber ser tolerante.
En ambos casos, se trata de una tarea de fundamentación moral. El principio de tolerancia como supravalor de la racionalidad anética esconde en su seno una grave inconsciencia respeto a la naturaleza misma del valor. La misma que puede llevar, como efectivamente lo hace, hacia la permisividad social o, lo que es lo mismo, hacia la tolerancia sin límites. La idea que voy a sostener es que la racionalidad anética se basa en la práctica del valor en su polaridad inversa o negativa, y que por consiguiente no es exacto que se basa en el rechazo completo del valor o que han rechazado enteramente el “confort metafísico” del valor mismo.
Bajo el hiperimperialismo el hombre sufre una más profunda enajenación de sí mismo. El resultado es una enajenación donde la persona ya ni siquiera se siente como cosa ni mercancía, el sentido de su propio valor ya no depende del mercado que lo excluye, sino de las fantasías de un mundo virtual y cibernético que se constituye en la nueva autoridad anónima que diluye su identidad y convicciones personales. A esto se le llamacosificación. El hiperimperialismo global supera el hombre alienado y lo agrava generando el hombre cosificado. Mientras el hombre alienado siente su alienación con inquietud y es capaz de rebelarse, en la cosificación no siente su alienación y vive feliz en un mundo que lo manipula. Es el paraíso de los Homero Simpson. Y esto es así porque el capitalismo de las masas babélicas y hedonistas lo que ha hecho es satisfacer las demandas lúdicas de seres gobernados por la autoridad anónima del conformismo y el triunfo de la inteligencia rutinaria del hombre enajenado. La verdad es que el hiperimperialismo extremó al máximo los mecanismos de adaptación social.
Y la consecuencia más grave es la descomposición de las relaciones humanas, sin confianza en el prójimo que es percibido como un competidor y un enemigo se esfuma el sentimiento de solidaridad y de justicia, se instala una mentalidad predatoria e insensible que deshumaniza las relaciones sociales. Los hijos no respetan a los padres porque éstos ya han dejado de ser modelo y ejemplo, son más bien antihéroes encenagados en la cosificación social. La mujer experimenta una masculinización de su psique, en donde la virginidad, maternidad, el hogar, la honestidad, el pudor, la vergüenza y el amor a la vida pierden sentido y toman su lugar los antivalores como la venganza, el provecho, el engaño, la explotación, la mentira y la traición.
Entonces el expediente del aborto, el divorcio, la infidelidad y la promiscuidad se convierten en moneda corriente. El hombre también se ve afectado en la exacerbación de su conducta agresiva y competitiva, y en la supremacía de un lenguaje procaz y coprolálico. Lo que socialmente se manifiesta en el incremento de la corrupción a todo nivel.
La deshumanización acelerada del mundo también es ostensible en la música y en la pintura. En los catálogos de arte europeos predominan los tonos grises y oscuros, apáticos y sin esperanza, y en la llamada música hip hop la imitación de la cadencia maquinal predomina sin imaginación ni belleza. Por lo demás el vedetismo y el desnudo innecesario desplaza al arte vocal y los medios masivos de comunicación se convierten en las celestinas de un mundo sórdido y degradado. A todo esto llamo el imperio posmoderno del hombre anético, el cual no tiene convicciones sino intereses, no tiene principios sino cálculos de beneficios personales.
Pero podemos preguntarnos si el hombre anético es el hombre mediocre descrito brillantemente por José Ingenieros. Y la respuesta es que sí y no. Sí, en tanto es el mismo hombre sin ideales y sólo con metas; y no, en cuanto este nuevo hombre mediocre ha perdido todo respeto, envidia y admiración por el hombre superior. Es más, el hombre superior es ya una especie en extinción, pues lo que hoy vivimos no es solamente una rebelión de las masas, al decir de Ortega y Gasset, sino una deserción de las élites. El gremio universitario que debería ser lo más granado de la cultura y del pensamiento se ha proletarizado, envilecido y rutinarizado. Está cada vez más al servicio de la empresa universitaria que del ideal universitario.
Quizá una de las más graves crisis que afecta a la sociedad global es, junto a la emancipación juvenil y femenina, la crisis de la familia. En la sociedad post-industrial la familia se ha desorganizado, ha perdido sus relaciones precisas y sus tareas apropiadas. Horkheimer tenía la visión optimista que la familia moderna se adecuaría a las exigencias del mercado y seguiría conservando una carga innovadora y antagónica al mercado. Sin embargo, los hechos dicen lo contrario. La familia en vez de adecuarse al mercado ha sido desarticulada por ésta, y en vez contener una carga antagónica replica en el seno de la familia la anomia del mercado. Esto sobretodo se ha producido porque retrocede el amor positivo de los cónyuges y la solicitud materna, lo que pulveriza una solidaridad no funcional frente al sistema. La gratificación expresiva interpersonal sale del puro ámbito privado de la familia para invadir las llamadas redes sociales del Twitery Facebook, donde las relaciones ficticias y virtuales reflejan una psicología insegura, narcisista y con dificultades para una auténtica relación personal. Y siendo la familia el núcleo de la sociedad su descomposición afecta gravemente la salud misma de la sociedad entera.
Así, nos encaminamos hacia una anomia mundial. Se trata de un ataque profundo no sólo contra la democracia, la economía y la moral, sino contra el hombre mismo. Al respecto se puede reflexionar sobre la descomposición de las tres columnas principales de la civilización occidental: la cáritas cristiana, el derecho romano y el racionalismo griego. Un individuo despersonalizado y debilitado moralmente por la vorágine cosificante del mercado ya no siente el llamado interno del amor, la justicia y la razón. Por el contrario, embotado en su fuero interno vive a expensas de sus más elementales y primitivos instintos, impulsos y pasiones.