Ingresé a la residencia como otro estudiante. Y sí, efectivamente, soy un estudiante de teatro. Un artista. Los amigos del medio pueden constatar que, de forma aceptable, he aprendido los pormenores de esta profesión. Por otra parte, aparento menos edad y soy blanco. Con unos zapatos deportivos y ropa bonita, luzco completamente inofensivo, en un país donde los indicadores de peligro se registran en el inconsciente en una escala de tonos de piel amarronados. Así, pude mudarme a la zona neurálgica de la investigación sin levantar la más mínima sospecha. El seguimiento que el cuerpo de investigaciones está haciendo a individuos que aquí no puedo mencionar, desde hace dos años, no había podido llegar tan lejos, pues el último funcionario encubierto fue asesinado en un tiroteo entre bandas delictivas. He decidido hacer esta confesión pública porque sé que pocos se atreven a hacer públicas las privaciones y sometimientos a que nos enfrentamos los agentes que aceptamos misiones de encubierto. Lo he decidido porque estoy cansado y algo enfermo. Con mis amigos que leen este texto y con los que hace unos meses no me comunico, no puedo más que disculparme por haber estrechado vínculos bajo una identidad falsa; por otra parte, también quiero hacer saber a todos que, a pesar de ello, fuera de lo que mi condición implica, he procurado ser honesto. No obstante, llegado este punto, me cuesta comprender incluso lo que es la honestidad; tras un año de encierro, de haberme dedicado al estudio de la actuación, como una herramienta para elaborar esta vida fingida y actuarla de forma genuina, convincente, mis concepciones sobre la verdad se han complejizado y buscando “la verdad” esencial que este nuevo yo necesitaba para penetrar orgánicamente en la sociedad, he puesto a un lado la otra verdad que me sustentaba, en la cual, yo era un muchacho proveniente del interior, que se asentó en la capital para servir a su país en un cuerpo policial.
No obstante, y a pesar de esta vital confusión, me planteo relatar brevemente esta misión y luego tomar las medidas que me libren de la implacable persecución que se desatará. Sabía que convertirme en adicto al creepy era parte del plan y no tenía problema con ello; luego de comprarlo por mucho tiempo en varios puntos del Oeste de la ciudad, durante una noche de fiesta en una famosa calle de movida nocturna en Sabana Grande, derrochando unos cuantos dólares con un anónimo cantante de rap alemán, que creyó fácilmente que yo era un visitante italiano en la ciudad, conocí a uno de los dealers de la zona. Había aflojado esa noche, gracias al consumo de sustancias, toda su postura de matón y estaba orgulloso de sí mismo por haberse juntado con dos extranjeros en su noche de juerga. Yo, sin embargo, avanzada la madrugada, con el alemán caído al suelo como verdaderamente muerto, había alcanzado ya a analizar no solo la simple personalidad de este vendedor de drogas, sino el hecho de que era una absoluta posibilidad extraerle información vital; para ello usé la estrategia de ganarme su entera confianza, confesándole que yo era actor y que había fingido ser italiano para aprovecharme del inofensivo cantante de rap. Esto lo maravilló y se interesó en mí, y, con la confianza que sé inspirar en otros, supe qué cantidad de droga compraba y dónde. Meses después, cuando me mude a la zona, sabía que lo primero que debía hacer era desaparecerlo por completo, pues él no iba a dejar de exponerme al saludarme donde quiera que me viese. Era un completo estorbo. Al día de hoy, nadie, excepto sus familiares (si es que los tenía) y conocidos, habrán notado su abrupta desaparición, y yo; yo, que cargo el recuerdo de este episodio con tanta fuerza y un absurdo sentimiento de culpa, que se impone a diario a cada sentimiento hermoso o trágico, a todo lo que intento recordar para evitar permanecer dentro de estas cuatro paredes con mis cinco sentidos.
Mis superiores estuvieron muy satisfechos sin cargar siquiera un poco de culpa. Y lo entiendo, para esto me paga el Gobierno, para llevar dolores y soledad. Porque “acabar con el crimen” es una idea exclusiva del marketing cinematográfico. En la vida real, me he confinado a mi habitación, como un agente encubierto venezolano que no puede gastar su salario libremente, tanto por la obvia paranoia que se desarrolla de salir a la calle, como por la sensación de que aquel dinero es simbólica sangre pura, torturas, mutilaciones, estafas. Mientras tanto, ensayo un monólogo. En clase, nos han asignado este ejercicio. Además, escribo, leo… todo, mientras vigilo los movimientos de droga que, desde esta ventana se exponen tan fácilmente como estar viendo un filme a todo color. He logrado hacer un mapa de rutas, una base de datos, elaborar la crónica delictiva de los últimos meses; pero me he sentido muy agotado. Para amenizar mi labor, tomé una novela de Vásquez Montalbán en la que relata una historia que me ha tenido sumido en lecturas; he perdido el sueño y la noción del tiempo. Bebiendo hasta dos litros de café al día, (otro implacable vicio), acompañándolos con al menos tres porros de creepy, interrumpo apenas mis lecturas para observar por la ventana, fotografiar y apuntar en mi libreta ““La matrona”, (como le llaman), ha terminado su cena, se dispone a negociar”; o “Los nuevos compradores han vuelto por más”. Mi forma de escribir y hablar ha cambiado y me permito ser consciente de cómo me transformo dentro de esta cápsula, de conocer a aquel en que me convierto. Johnny es también un agente encubierto en la novela de Montalbán. ¡Esto es lo que más me ha impresionado! Y está atrapado en una misión secreta. No se trata de negocios de creepy y cocaína, como aquí, sino de metanfetaminas; y, claro, la atmósfera no se parece a la nuestra, con la estética del populacho que se riega sobre el mosaico del bulevar, los edificios antiguos y nuevos, unos junto a otros. No, sino que se ambienta en Madrid a principios de siglo. Hay uniformidad y las imágenes poseen, todas, un aire de Cine Negro. Es verano y Johnny suda mucho, pero no aparece sin camisa, como yo, aunque está sólo y enfrenta las consecuencias de los desacuerdos de una agencia que lo ha olvidado casi por completo. El encierro ha empezado a atormentarlo y establece largos soliloquios a propósito de sus dudas sobre la verdad. Ha empezado a olvidar quién es y sufre extraños dolores estomacales.
Por mi parte, habiendo evocado a Kafka e incluso los juegos artificiosos de Borges en aquellos cuentos policiales, transportado por las imágenes de Montalbán, tomo cortos descansos en donde olvido a ratos el trabajo, y aquella forma en que la verdad se disuelve y juega en los mundos de la percepción, puede ser definitivamente visual; y la veo reírse en un rincón del techo, como un pequeño demonio que se finge inofensivo. Recuerdo a aquel muchacho que yo era. A la San Cristóbal de mi infancia y las noches frías en que regresaba de la iglesia con mis padres. Mis viejos están lejos de imaginar que le quité la vida a un hombre. Entonces me paro frente al espejo y le hablo a mi padre: “papá, sé que esto suena descabellado, pero no soy quien usted cree que soy. Me llamo Jonathan y ahora estudio para ser actor”. Pero al instante estoy tirado en el suelo, llorando, porque extraño a mi viejo y no debería hablarle para decirle tal falacia. Tan adolorido de haber construido este personaje de eterna sonrisa que, en cuanto me recompongo, vuelvo al espejo para decir a mi madre: “madre de mi vida, sigo siendo tu hijito, Johnny. Y sí, estudié en la academia para ser policía; así como lo prometí”. Luego me tiro en la cama y sigo llorando, pero se impone en mi consciencia toda la idea del presente, con sus cuerpos sólidos y superficies, con su bullicio de bulevar y olor a golfeado; la abrumadora realidad de que afuera siguen los movimientos que debería registrar, al mismo tiempo que mi cometido de abandonarlo todo de una vez y de escribir un texto donde confiese que estoy tan cansado de este dolor estomacal, provocado tal vez por el asco que me da solo pensar en la palabra justicia. Tan agotado de esta falta de fe y de amor, de estos tormentosos arrebatos de consciencia.
Para alivianar estas cargas, algunas de estas noches, he echado mano a unos papelillos de LSD que guardé desde la noche con el dealer y el alemán. La súbita alucinación trajo consigo la fuerza para decidir, para hacer esta noche mis maletas y partir, seguir mimetizado entre la gente, irreconocible, para siempre. Después de todo, para esto me paga el Gobierno.