Un ex combatiente que ahora trabaja cultivando pimientos en 'Finca de Esperanza' camina por los campos en La Unión, Colombia, el martes 6 de marzo de 2018. Crédito: Greg Kendall-Ball Nature
Cuando empezó a estudiar a las personas que habían aterrorizado a su país, Natalia Trujillo se preparó para encontrarse cara a cara con monstruos. Entrevistaría a excombatientes del largo y sangriento conflicto que se había apoderado de Colombia por más de 50 años. La compleja lucha de poder entre los insurgentes guerrilleros, el gobierno, los grupos paramilitares y los narcotraficantes había matado a cientos de miles de personas y había desplazado a millones. Cuatro miembros de su familia habían sido secuestrados y la violencia había expulsado a su padre de sus tierras. Algunos de sus colegas habían pasado por experiencias mucho peores.
Trujillo, ahora una experta en neurociencia en la Universidad de Antioquia, en Medellín, estaba interesada en estudiar las raíces psicológicas de la violencia, observando a los combatientes que habían depuesto las armas e intentaban reingresar a la sociedad civil. Su oportunidad llegó en 2010, cuando un programa de reintegración del gobierno reunió, por el día, en el jardín botánico de Medellín, a cientos de excombatientes.
Ella y su equipo de investigación ingresaron al enclave con una batería de pruebas cognitivas, botones de pánico—en caso de que algo saliera mal—y algunas ideas preconcebidas. “Pensé que personas que pueden matar a sus vecinos, que pueden destruir sus comunidades, que pueden tener el corazón para obligar a otras personas a abandonar sus fincas, tienen que ser realmente malas”, dice Trujillo. Y se encontró con algunos que llenaron sus expectativas.
Con cadenas alrededor de sus cuellos y jactanciosos pavoneos, algunos trataron de intimidar a los investigadores. Pero con mayor frecuencia, los científicos encontraron personas comunes, paseando en el jardín y comiendo helado con sus hijos.
“Al principio estaba bastante decepcionada”, dice. Si algo andaba mal en sus cerebros, eso proporcionaría una explicación fácil para toda la maldad que habían hecho. Pero después de estudiar a más de 600 combatientes, ella comenzó a comprender la complejidad de sus experiencias. “Me di cuenta de que no todos son sociópatas. Me di cuenta de que la mayoría de ellos también son víctimas”.
Ese reconocimiento ha llevado a Trujillo y a sus colegas a reexaminar no solo sus propios sentimientos acerca de los excombatientes, sino también el enfoque que debe tener el país para lidiar con ellos.
El gobierno de Colombia participa actualmente en uno de los mayores esfuerzos de paz en la historia. Como parte de un tratado de 2016 con el grupo guerrillero de izquierda conocido como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el gobierno otorgará amnistía a los combatientes que abandonen el conflicto y completen un programa de reincorporación, siempre que no hayan cometido delitos graves. Unos 6.800 combatientes de las FARC ya han ingresado al programa.
El esfuerzo, que es políticamente controvertido y se espera que cueste 129,5 billones de pesos colombianos (46 millones de dólares estadounidenses), enfrenta abrumadoras dificultades. Pero también le otorga a los científicos una oportunidad única para comprender a una población que tanto ha infligido y como ha sufrido los horrores de la guerra. La mayoría de las investigaciones sobre las raíces psicológicas de la violencia y el trauma se han realizado con veteranos de países adinerados que lucharon en conflictos lejos de casa. La mayoría de los excombatientes de Colombia, por el contrario, tienen poca educación y están tratando de reingresar a la misma sociedad que una vez aterrorizaron.
Allí enfrentan un enorme estigma y resentimiento, lo que les dificulta encontrar trabajo y entablar relaciones con los demás.
Un puñado de científicos están estudiando a los excombatientes con un detalle sin precedentes, con la esperanza de poder informar y guiar el proceso de paz. Han descubierto que los años de aislamiento y exposición a la violencia podrían haber alterado la psicología y el procesamiento cognitivo de los excombatientes de maneras sutiles. En pruebas de laboratorio, muchos tienen dificultades para identificarse con los demás y emiten juicios éticos errados—deficiencias que podrían afectar la forma en que participan en la vida civil—.
Los científicos ahora están iniciando estudios a largo plazo en pueblos que estuvieron plagados por conflictos, para rastrear cómo la cognición y las actitudes podrían cambiar a lo largo del proceso de reconciliación, tanto para los excombatientes como para los civiles. Los datos podrían eventualmente informar los esfuerzos de recuperación de otros paí- ses devastados por la guerra.
Pero la investigación también está revelando cuán profundo es el desafío. Y algunos expertos temen que la atención disponible para los excombatientes, mientras tanto, es inadecuada.
“Va a ser increíblemente difícil salir de este círculo vicioso”, dice Jiovani Arias, psicoterapeuta y politólogo de la Universidad de los Andes, en Bogotá. Sin inversiones para mejorar la salud mental, dice, el legado de violencia que afecta tanto a excombatientes como a civiles podría torpedear los precarios esfuerzos de paz de Colombia.