En el momento que un autobús lleno de científicos llega al municipio de Vista Hermosa, en el centro de Colombia, Diana Matallana, neuropsicóloga de la Pontificia Universidad Javeriana, en Bogotá, todavía no puede creer en dónde está. “Hace cinco años, no podías venir aquí”, dice. “Es como un símbolo de la parte más dura del conflicto”.
El conflicto armado colombiano creció y menguó durante medio siglo mientras varios grupos militares competían por el control del territorio. Los civiles quedaron atrapados en el fuego cruzado: más de 260.000 personas murieron y 7 millones fueron desplazadas durante las décadas de violencia, según un registro gubernamental de víctimas.
La región del Meta, donde se encuentra Vista Hermosa, fue una de las muchas áreas abandonadas por el ejército colombiano en la década de 1990 y dejada para ser gobernada alternativamente por grupos paramilitares y guerrillas. Fue un arreglo tenso. Las guerrillas ayudaron a desarrollar infraestructura, pero no dudaban en matar rápidamente a informantes sospechosos. Los paramilitares, contratados principalmente por los capos de la droga y las élites políticas adineradas, tendían a ser más despiadados, torturaban a supuestos espías y dejaban cadáveres en las puertas de las escuelas. Ambas partes estaban fuertemente involucradas en el tráfico de cocaína y secuestraron a miles de personas a cambio de una recompensa—entre ellos, al hermano de Matallana—.
Con una economía lenta y la interminable controversia sobre el acuerdo con las FARC, muchos colombianos se sienten pesimistas sobre el futuro. Crédito: Greg Kendall-Ball Nature
Desde el acuerdo de paz de 2016, se le ha permitido a los combatientes de las FARC entrar en una campaña de desarme y rehabilitación dirigida por la Agencia de Reincorporación y Normalización de Colombia (ARN), en Bogotá. La ARN había sido establecida años antes, y desde entonces ha facilitado la reintegración de unos 20.000 paramilitares y guerrilleros que abandonaron el conflicto de forma independiente o como parte de otro acuerdo de paz.
La ARN ahora opera 26 asentamientos improvisados en toda Colombia, conocidos como zonas de tránsito (ver ‘Un conflicto persistente’), para los miembros de las FARC que recién están reingresando a la sociedad. Ofrecen servicios como educación y atención de la salud, también ayudan a proporcionar algo de protección para los excombatientes, que son blanco habitual de antiguos enemigos, de antiguos aliados que se niegan a rendirse, y de civiles. Después de completar un programa, los excombatientes pueden recibir cédulas de identidad que les permite vivir y trabajar legalmente en el país.
La posibilidad de su regreso no emociona a algunos de los residentes de Vista Hermosa. Un letrero en la carretera que dice “Unidos, la paz y el pos-conflicto son posibles” ha sido bombardeado con bolas de pintura rosa. “Alguien no está de acuerdo”, comenta uno de los investigadores.
Matallana y Carlos Gómez, un psiquiatra de la Javeriana, planean iniciar un estudio de 10 a 20 años de duración en el que se seguirá a más de 2.000 personas de Vista Hermosa, civiles y excombatientes por igual. “Estamos planeando por primera vez—en Colombia y en el mundo—aprender qué cosas ayudan a lograr la reconciliación”, dice Gómez.
El equipo pretende medir factores como el neurodesarrollo en los niños, la cognición social y la regulación emocional en adultos, y la salud mental de todos los participantes para ayudar en el proceso de reintegración. En un proyecto piloto, financiado por fundaciones filantrópicas, han entrevistado a 200 civiles, además de los representantes de 150 excombatientes que viven en una zona tranquila a solo tres horas de distancia. “Necesitamos tener buenos datos para ver cómo está funcionando y para poder hacer intervenciones rápidamente si vemos que el proceso no está funcionando bien”, dice Gómez.
Ha sido difícil para los investigadores—tanto aquí, como en otros lugares—estudiar si programas como estos pueden evitar que los combatientes vuelvan a la delincuencia, en gran parte porque a menudo es imposible rastrear los resultados de las personas que los atraviesan. “Simplemente asumimos que tiene un efecto, y no tenemos otra opción”, dice Enzo Nussio, un experto en ciencias políticas del Instituto Federal Suizo de Tecnología, en Zúrich.
Sin embargo, Nussio y otros tienen esperanzas sobre los resultados en Colombia. El país tiene muchos más recursos para dedicar al esfuerzo que naciones como Burundi y Sudán, que han emprendido esfuerzos similares con poco éxito.
Los excombatientes, mientras tanto, se enfrentan a una mezcla de desafíos—algunos familiares y otros nuevos—. Al igual que los veteranos de otros conflictos, a muchos les resulta difícil estar cerca de personas que no entienden la experiencia del combate, dice Thomas Elbert, psicólogo de la Universidad de Konstanz, en Alemania. Pueden acercarse a otros que han vivido en la violencia, que puede ser peligroso en un lugar como Colombia, donde los narcotraficantes y otros grupos armados todavía operan.
Colombia plantea algunos desafíos únicos, dice Gómez. A diferencia de aquellos que libran guerras civiles en muchos otros lugares, los guerrilleros colombianos no son impulsados por la raza o la religión, sino por ideología política. Reprogramar sus corazones y mentes podría requerir estrategias diferentes a las utilizadas para otros militantes radicalizados, criminales de guerra o asesinos en serie, y nadie sabe cuáles deberían ser esas estrategias.
Gustavo Tovar, presidente del consejo municipal de Vista Hermosa, teme que su pueblo—y el país—no estén listos para la ola de excombatientes. “Colombia está en el medio de esta metamorfosis”, dice. “Nosotros entramos en ella sin saber lo que estamos haciendo”