¿Quién mató a Fiodor Paulovitch Karamazov…? Una cuestión, espina dorsal de esta grandiosa obra.
En efecto, es la historia de un parricidio. La figura de Fiodor Paulovitch poco deja a nuestro deleite, más que identificar un simplón y afortunado personaje. Padre de Mitia, Ivan y Alejo: ¡Los Karamazov! Este señor impulsivo y débil de carácter no es más que consecuencia de una fortuna heredada, a razón de su difunta esposa. Es éste un desmedido, un bufón, un inoportuno, un don nadie; sentimental e impetuoso, débil al legado de Baco…
Dostoievski, en esta estupenda novela, nos presenta una constelación de personajes, magnificando las tipologías que dan forma a cada uno. Es una característica del autor adentrarse más en el universo que atañe a cada integrante que a la narración misma en desenlace. A lo largo de la historia se puede apreciar cómo, de una manera muy completa, se gestan los matices que dan forma a cada personaje y su marcada individualidad. Dostoievski nos devela cómo se conducen, mostrando entre líneas la intención de su filosofía.
El autor se brinda como un audaz exégeta de nuestra condición humana, plasmando en estos, sus personajes, las bondades y defectos que a todos nos atañen bajo el prisma del temperamento. Así nos muestra un Fiodor Paulovitch víctima de sus propios desaciertos, como consecuencia de su mal formada esencia; sensual (en sus términos), proclive a la más mínima persuasión; inseguro; preso de sus circunstancias; impulsivo en sus episodios alcohólicos (reflejo de su propia imagen devenida en esa notoria debilidad por la bebida.) Una vulgar imagen de padre, no deshonesto pero si falto de sensatez. Un personaje que no supo asumir su rol, expuesto a la crítica de todos, incluso al rechazo evidente de sus propios hijos.
Es Demetrio Fedorovitch, quien en primera instancia se enfrenta ante esta calamidad de padre desvergonzado. Es Demetrio (Mitia) quien se revela ante su insensatez y su indecoroso comportamiento. A tal punto de desear su muerte. Demetrio es también impulsivo, y sus aguas chocan en furia contra ese espejismo de montaña que es su padre, haciendo de su mar el más bravío de los Karamazov.
A lo largo de la novela se nos presentan una serie de amoríos desenfrenados para seguir avivando el fuego de aquellos temperamentos. Se mezclan entonces los sentimientos de Grushengka con los de Mitia y su padre. Se solapan también los de Ivan Fedorovitch con los de Catalina Ivanovna y también Mitia, presto al corazón de esas dos mujeres. Y entre tanto, Dostoievski añade un Aliosha que amalgama aquella familia salvaje de emociones.
Aliosha (Alejo) es el más sublime de todos. Ecuánime, sencillo, inmaculado, presto a un deseo primario de pertenecer al monasterio bajo la guía de su tutor Zossima; quien desaparece en presencia física para luego aparecerle a Alejo en sueños, reafirmándole su carácter redentor. Aliosha es, como ya mencioné, amalgama a sus hermanos y sus circunstancias. Paciente, evita la confrontación que caracteriza a los otros Mitia e Ivan. Se desdobla de su intención clériga para lanzarse al vacío de una vida en sensible novedad.
Ivan Fedorovitch, por su parte, comprende un papel fundamental en esta novela (a mi juicio el más marcado.) En sus conversaciones con Aliosha, ha revelado algo que hace de esta obra un texto aun más completo: ¡su poema El Gran Inquisidor! (capítulo V) Son, este fragmento, y la posterior conversación de Ivan con el diablo (capítulo VII), las dos piezas claves para la decodificación del mensaje de Dostoievski; las columnas principales que edifican lo inmenso de esta inmensa novela.
Previo a este poema/cuento, se bordean los abismos opuestos del axioma y la hipótesis. Como un agnóstico soliloquio: creer o no creer… Ilustra el poeta la inocencia de los niños como escenario de salvación; en contraste con la ulterior obediencia que esculpe un forzado redil. Un rebaño dócil, sometido… Así se vislumbra la vida en rebelión de un Ivan Fedorovitch, que reconoce una verdad pero que, a su vez, decide no asumirla ante un Aliosha que está del lado del axioma. Así hierve la sangre Karamazov, entre otros desenfrenos…
Las palabras del Inquisidor parecen salidas de la mismísima boca del diablo, por su carácter intimidante; brindándose paradójicamente como un alabanza a Jesucristo a expensas de un detrimento evidente de un ministerio otrora impoluto. Queda este último al margen del mensaje puro de Dios entre los hombres… Los retadores argumentos del Inquisidor son una lúgubre pero fascinante oda al libre albedrío, y a la visión existencialista de un Dostoievski que ve la expiación de los pecados en Cristo como un regalo para una mal agradecida humanidad; una humanidad a la que le queda grande la libertad. Como un juguete demasiado costoso para un niño que, ni lo merece, ni lo sabe utilizar… Es éste Inquisidor aun más retador que Poncio Pilatos, quien interpela en ficción a un Jesús silente, incluso, mudo; brindándose como institución reedificada. El Inquisidor reta a un control de la humanidad, a un pastoreo inducido… Sabio Dostoievski en no argumentar palabras en la boca de Cristo; aun así, el volcán de su Inquisidor hace erupción en líneas densas como la lava:
“Danos un patrón. un amo; ya que no hay afán más constante y doloroso para el hombre libre, que el andar buscando un objeto o un ser ante el cual inclinarse”
“Cierto es que nada place tanto al hombre como el libre albedrío; y, sin embargo, nada hay que le haga sufrir tanto”.
Identifica tres fuerzas que someten la conciencia: El Milagro; el Misterio; y la Autoridad.
He allí el triángulo que da sombra al dogma; la base del mensaje atávico esparcido a una humanidad sumergida en el miedo y la ignorancia… Asumo: No debeis apartaros del redil… No opineis, solo haced caso. Alejaos del abismo de la hipótesis…
Las intenciones para dar muerte a un pusilánime Paulovitch se cimientan bajo un recurso ya usado por Dostoievski en El Jugador: el asecho de una herencia. ¿A quiénes deseaba dejar su fortuna Paulovitch? ¿A la figura de una amante difusa a sus intenciones? ¿A sus hijos? Si Paulovitch se hubiese desposado con Grushengka sus hijos no verían jamás ni un kopek de aquel acervo también heredado… Los celos juegan aquí su papel como en el Otelo de Shakespeare. Compara oportunamente Dostoievski a su Demetrio con Otelo y a su Ivan con Hamlet. El uno por su condición de celópata y el otro por sus alusiones espectrales.
En la novela se debate el enigma entre creyentes y no creyentes. Ha dicho Dostoievski: Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, complementando: y el hombre ha hecho al diablo a imagen y semejanza de la suya. Es decir, existe un solo Dios, figurado en innumerables categorizaciones religiosas, pero único en su concepción; sin embargo, ese diablo del que habla el autor tiene sus múltiples repeticiones no figuradas sino asumidas en subjetividad, como impresiones de un vínculo con la acción y la conciencia. En tal sentido podemos asumir que, tan cierto es que Dios está del lado del axioma como que el diablo lo está de la hipótesis…
Así sostiene Ivan Fedorovitch una conversación con este diablo. Embriagado por la fermentación de sus dudas. A diferencia de un Demetrio, que aun salvaje, se presta más cercano a las creencias de su hermano Aliosha, siempre reflexivo. Mitia exclama en razón:
“¿Cuál es nuestro destino si Dios no existe? (…) Si la idea de Dios no es otra que el fruto de la imaginación del hombre, entonces sería esta la señora de la tierra.”
De allí que exista tanta superstición en el mundo. Dostoievski deja abiertos muchos argumentos para su razonamiento individual; una opción que brinda al lector, para que se figure la idea de un mundo con o sin Padre. ¿Es acaso menester del hombre descifrar este enigma? La respuesta es simplemente una elección, disfrazada en aquello que llamamos libre albedrío.
Ivan se debate ante su propio demonio, que no solo le ha inducido a desear la muerte de su padre, persuadiendo tal vez inconscientemente a Smerdiakof, sino que le invita a criticar el misterio de la creación ofreciéndole la opción de la negativa. Esa negativa que es la brecha misma entre los dos abismos de su poema: el axioma y la hipótesis; y en el medio, el enorme peso de la incógnita… Queda entredicho que el diablo se alimenta del sentimiento más poderoso que se aloja en la conciencia: la culpa. Así alucina Ivan ante su demonio. Así también desvanece la humanidad en el tormento de la duda, la inquietud y “el duelo de la afirmación y la negación”.
Dice el “huésped”:
“Una vez que toda la humanidad haya llegado a negar a Dios, y creo que la época del ateísmo universal vendrá por fin, como vino a su tiempo la época geológica, entonces de por sí mismo, sin antropofagia, desaparecerán los antiguos sistemas y especialmente la antigua moral. Los hombres se reunirán para pedirle a la vida todo aquello que esta puede dar, pero solo y absolutamente a esta vida presente y terrestre. La mente humana se engendrará, se elevará hasta un orgullo satánico y será entonces cuando reine el Dios Humanidad. Venciendo continuamente a la Naturaleza, por medio de la ciencia y de la voluntad, el hombre experimentará entonces un placer tan inmenso… equivalente a todos los goces celestiales que puedan imaginarse. Cada uno sabrá que es mortal, que no debe contar con ninguna clase de resurrección, y aceptará la muerte con orgullo, tranquilamente, como un Dios. Su mismo orgullo le impedirá al hombre rebelarse contra la dura ley que limita tan pronto la duración de la vida, y amará a sus hermanos sin exigir un premio ulterior. El amor buscará su satisfacción en esta vida pasajera y el sentimiento mismo de la brevedad de esta compensará en intensidad los goces supuestos en las esperanzas ilimitadas de un amor de ultratumba. Y así sucesivamente… ¡Es gracioso!”
Podemos deducir que si no existe Dios, entonces todo le es permitido al hombre. Es pues la enfermedad de Ivan, en la voz de Dostoievski: demasiado orgullo, demasiada conciencia…
Si desea saber quién mató a Fiodor Paulovitch Karamazov tan solo deberá remitirse al capítulo sexto de esta fenomenal obra; ahora, si desea saber quién ha matado la idea de Dios en usted pregúnteselo a sus propios demonios.
¡Bravo Dostoievski!