Después de batallar toda la noche con los miedos y las preocupaciones inapropiadas de un chico, y lograr caer algunos minutos en el sueño que Morfeo entregaba a cada uno, despertaba abruptamente para entrar en el tumultuoso día a día de la humanidad. El repentino despertar de las luces de nuestra habitación y la llamada de nuestro padre informándonos que ya íbamos tarde, hacía que algún encendido automático se conectara con lo acostumbrado y, entre ojos semicerrados y con enormes sueños, nos vestíamos y peinábamos para medio despertar en el lavamanos donde por fin el agua trataba de terminar de levantarnos.
Y debíamos correr, porque íbamos tarde ya.
Mi madre se quedaba en casa mientras los cuatros varones restantes se montaban en la nueva camioneta color verde, comprado el vehículo al hombre que arreglaba los aires de la italiana familia. Todavía el sol Maracucho no salía con su acostumbrada fuerza. Mi padre corría con la pericia de un conductor de fórmula uno esquivando huecos y frenando abruptamente para no llevarse al siempre imprudente transeúnte, comprando el periódico en los acostumbrados semáforos y el desayuno en pequeños puesticos de Pepsicola acobijados bajo las sombras de las enormes matas de mango, para luego montarse y correr otra vez como loco desenfrenado porque íbamos tarde, demostrándole a sus hijos la velocidad de la nueva camioneta mientras el sonido de algunos de sus mágicos cassettes sonaba dentro de ella. Quizás uno de los tres le seguía en sus desenfrenadas aventuras en la jungla de cemento que recorría mi padre con absoluta responsabilidad, porque yo, el hijo mayor, dormía un ratico más.
Mi cabeza daba vueltas sobre su eje, mi cuello aguantaba los posibles y bruscos movimientos de los volantazos, pero mis ojos seguían cerrados, dormido, reposando sin pensar si llegábamos tarde o el problema de siempre dentro del ciclópeo colegio. Dormía la mínima siesta que me quedaba. Diez minuticos más.
Y de repente se abría la puerta y salía expelido al mundo, como si me hubiesen parido una vez más, pero esta vez desde el interior de una verde camioneta. Por fin abría los ojos y veía, todavía entresueños, cómo se alejaba mi Padre cruzando la esquina, apurado por terminar de repartir al pequeño Enzo mientras Yo, el hermano mayor, veía cómo mi segundo hermano, Giovanni, observaba hacia la enrejada entrada del gigantesco colegio. Joseíto, el altísimo y gallego portero, asomaba su altura con intenciones de cerrar la reglamentaria puerta, entonces, por fin, comenzaba a despertar. Agarraba a mi hermanito por el cuello de la blanca franela para correr a la entrada del colegio que avisaba a los alrededores sobre sus comienzos de clases con un estruendoso y acostumbrado timbre.
Entonces despertaba finalmente del todo.
La puerta se cerraba, casi escuchándose macabro el cierre de ésta con las antiguas llaves del viejo y gigantesco conserje, comenzando así, y casi con pesar, con mí día a día escolar.
En el San Vicente de Paúl, a las 6 y 50, se iniciaban las actividades con el himno nacional, que obviamente uno no podía dormir. La oronda subdirectora Jesusita, con su traje marrón, gruesos lentes y voz de soprano, cantaba con orgullo la digna letra de nuestro himno. Paseaba de un lado a otro examinando a la gran unidad de chiquillos mientras acompasaba a las notas musicales con sus gruesos y gelatinosos brazos. Su sola presencia me causaba terror, ya que la Doña sabía cómo dominarme. Su excelente vocabulario conseguía las palabras certeras para quebrarlo a uno, y sus grandes ojos, detrás de los gruesos lentes, conseguían hipnotizarme de alguna manera, sólo para aceptar la culpa de cualquier fatal travesura. En algún momento me había enterado que Doña Jesusita había realizado un curso sobre el Control Mental, del señor doctor Silva, el mismo que mi padre y abuelo habían hecho con anterioridad. Entonces entendía ciertas similitudes entre mi patriarca y la señora, sobre todo, eso de los ojos hipnotizantes.
Luego del himno llegaba el pensamiento del Libertador Bolívar y el Padrenuestro y Ave María, recitado en micrófono por un cura de "ezpañolez azentoz". Terminaba con “San Vicente de Paúl, ruega por nosotros”, y cada alumno partía, en fila y con su maestra de turno, al salón de tortur…perdón, de aprendizaje. Y mientras la clase arrancaba, sin yo entender gran cosa, la mañana proseguía sin mucha delicia para mí.
Nunca entenderé mi apatía hacia los estudios. Se me hace difícil asistir una clase, y desde pequeño tenía este mismo problema. Siento que el mundo me castiga, que debo aprender porque sí, y yo siempre me le fui por la tangente. Nunca hubo problemas en mi casa a menos que fuesen los acostumbrados; mis hermanos, por ser yo el mayor, siempre sufrían por mis ocurrencias. Mis padres reservaban sus opiniones sobre los castigos así que yo hacía y deshacía hasta que llegaba la merecida paliza. Entonces me aquietaba, sólo porque debía.
Sabía que debía instruirme, pero no me nacía. Sólo me aprendía los textos en los exámenes finales, para cuando debía pasar de grado, o la paliza no sería de mi agrado. Y apenas en las raya pasaba.
Hasta que una vez me quedé atrás.
Repetir grado fue una experiencia dura. Ver cómo tus amigos siguen, y uno se queda atrás, no es fácil. Con rapidez atemorizante volvía a hacer nuevas amistades, mientras los antiguos compañeritos apenas y me dirigían la palabra. Del nuevo salón de clases ahora yo era el mayor de todos. Y lo repetido se hizo fácil. Pasando con buena puntuación, tanto uno como otros grados, del nuevo grupo y con el pasar del tiempo, me enamoraba de la más linda por primera vez. Y me atreví alguna vez a soñar y pedir noviazgo a la dichosa ilse que me negó la oportunidad, que me entregó un rotundo NO entre las burlas de sus asistidas amiguitas. Entonces, sintiendo cómo mi corazón de doce años se partía en dos por primera vez, y tragándome las lágrimas para no caer en el ridículo, dolido en mi condición de niño enamorado, me entregué a buscar el hoyo perfecto para jugar, a solas, con mi única metra hallada en medio del recreo.
Sobre estos momentos de libertad y juegos, el primero de aquellos recesos era a las 8 y 20 para terminar veinte minutos después, y el siguiente a las 10 y 20, finalizando a las diez y treinta. En estos sabrosos espacios yo me entregaba a una guerra de patadas y puños constantes. Si mi padre no podía comprarnos el desayuno con sus apuros diurnos nos entregaba buen dinero para comprar en la alejada cantina escolar. Entonces, apenas sonaba el timbre, debíamos correr con todas nuestras fuerzas como pequeños y hambrientos salvajitos, para comenzar a hacer una cola maloliente de niños empujones. Las pequeñas pizzas redondas, o los grandes tequeñones, servían para apaciguar el hambre, eso sí, peleando con las cuerdas de conocidos que se volvían bestias, que le pellizcaban a uno la comprada comida ya que querían un poquito, algo propio de una cárcel o un campo de concentración. Pero recuerden, estamos hablando de mi escuela…
Jesusita observaba anormales movimientos y se acercaba, y el grupo de bestias se controlaba como si fuesen amaestrados perros, para alejarse la doña y comenzar otra vez las travesuras. Jugaba al ladrón y policía, apostaba bolones en las metras, contaba verdes chistes sin saber qué significaban o tumbaba el panal de avispas para notar, divertido, cómo una única y dichosa avispita me malformaba la cara con su terrible aguijón. Apenas y me frustraba porque nadie más salía picado en la travesura. Luego, mucho después de ser perseverante en mi defensa, que yo no había sido el causante de ninguna de las travesuras, Jesusita me desarmaba con sus brotados e hipnotizantes ojos, que buscaban y sacaban de mi alma a la escondida culpabilidad. Entonces, había que llamar al Representante.
No fue mi culpa ser tan travieso, pero, como decía Calimero y El Chavo “es una injusticia”, “es que no me tienen paciencia”…
Espero que hayan disfrutado de mis recuerdos. Saludos.
Pp
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