Ayer conocí a la señorita más linda del mundo. Yo estaba jugando con mis amigos y ella saludó con la voz más suave y dulce que jamás había oído y luego nos preguntó dónde vivía Mathías. Nosotros nos miramos unos a otros y le indicamos la casa señalándola todos a la vez con nuestros dedos índices. Ella sonrió y entonces descubrí que su belleza podía aumentar con un solo gesto.

—¿Ya hicieron sus tareas? —nos preguntó mientras sus ojos se posaban sucesivamente en cada uno de nosotros como para descubrir si mentíamos.

—Sí. —dijimos todos a la vez, así como cuando señalamos la dirección que buscaba.

—¡Ah, muy bien! —celebró ella, agitó mi cabello y reinició su camino.

Cuando ella se alejó, nosotros continuamos nuestro juego, pero de cuando en cuando, yo miraba hacia la casa de Mathías pues deseaba verla salir y despedirme de ella.

Mis compañeros de juego volvieron a sus casas tras el llamado de sus madres quienes parecían haberse puesto de acuerdo para gritar los nombres de sus hijos en unos llamados que no admitían espera.

Yo me quedé con el balón dando patadas sin mucha fuerza para que no se fuese muy lejos del camino, haciendo algunas piruetas no muy llamativas, haciendo disparos hacia el arco que también había quedado en mitad de la plazoleta, pero sin darle importancia a los goles que hice porque no había portero que detuviera el esférico que, quizás más aburrido que yo, esperaba la reaparición de la señorita para que finalmente lo dejara descansar.

La primera en asomarse fue la mamá de Mathías. Luego salió ella. Caminó hacia donde yo estaba jugando distraído.

—Ve a casa. Pronto oscurecerá. —recomendó ella con su impecable sonrisa.

—No me da miedo la oscuridad. Ya soy mayor. —le aseguré. Ella rio con excesivas ganas y siguió caminando sin voltear a verme hasta que se ocultó de mi mirada.

Mi madre me contó que esa hermosa dama era la maestra de Mathías y que vendría a darle clases porque él estaba enfermo y no quería que perdiera el año escolar.

Si mi maestra insistiera en darme clases durante una enfermedad, yo terminaría de morirme más rápido. Pero una maestra como la de Mathías…

—¿Y vendrá mañana otra vez? —le pregunté a mamá.

—Sí. Vendrá todos los días hasta que él se recupere. —aseguró mi madre y sé que su fuente de información es veraz.

Así que desde ya me prepararé para el encuentro del día siguiente:

Regresaré de la escuela, haré las tareas, ayudaré a mamá con el aseo de la porqueriza, me bañaré y me iré a la plazoleta.

Sentado al borde de la fuente, esperaré que pase la señorita. Cruzaré una pierna sobre la otra para que vea que soy mayor y no jugaré con esos vagos de Marcos y Alejandro.

Estaré tranquilito, sentado y muy limpio.

Usaré un sombrero de ala ancha para protegerme del sol y evitar sudar en exceso. También vestiré camisa formal y tirantes.

Quizás deba llevarme un diario para leer mientras espero y, además, para que vea que soy un hombre informado. Quizás deba sostener una pipa en la mano para que se dé cuenta de mi edad.

Y cuando perciba su dulce fragancia, miraré hacia otro lado para que no sepa (aún no debe saberlo) que la he estado esperando. Eso se lo diré cuando estemos casados.