Cada tarde, soleada o lluviosa, según estuviera el tiempo, después de largas horas de trabajo intenso, era habitual ir a caminar un rato por los alrededores de la plaza, los museos, la cinemateca y propiciar el reencuentro con los amigos, para compartir un poco del arte que emanaba de los alrededores, y en los que la pintura, la escultura, el grabado, la fotografía, la música, la actuación eran los protagonistas.

_{Jardín interno de la Galería de Arte Nacional, Caracas, Venezuela}

Arrimábamos nuestros sueños a la cartelera cinematográfica, en la intimidad de una pequeña pero acogedora sala de cine, en la que nos sumergíamos para entregarnos al drama, al suspenso, a la intriga o a la comedia que nos tenía reservados la trama de la película que se comenzaba a proyectar. Al terminar la función, salíamos con el corazón en las manos, con el pensamiento despierto, quizás emocionado, con las ganas de saber si fue verdad lo que vimos, o solo fue parte de la ficción.

Nutríamos la imaginación con los grandes realizadores del cinematógrafo, y establecíamos lazos intelectuales con las propuestas de cine profundo, de cine que nos llenaba el espíritu, el alma, y urgía en nuestros deseos por explicarnos cada vez más cómo fue la historia, qué pasó con los protagonistas, cuál fue el error que se cometió para que la trama girara en esa dirección, la causa, el origen del amor, de la ruptura, de la guerra, de todo lo que pudo haber pasado en esa cinta.

Acabábamos entre risas y pensamientos; juntos, compartíamos la tertulia, cuadras más arriba o más abajo. Venían las despedidas, con la promesa de regresar a la tarde siguiente para disfrutar de otras historias minimalistas, realistas, existencialistas. Así, entre firmas inconfundibles del celuloide como Benacerraf y su Araya o Pasolini y su Teorema, pasábamos el tiempo.