Niño por un día

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Cuando era un niño de apenas siete años de edad iba al colegio con dos de mis hermanos mayores y otros amigos del pueblo. Teníamos que caminar por más de media hora para llegar a la pequeña escuela rural donde estudiábamos, ya que esta quedaba en otro caserío bastante distante del nuestro. De lunes a viernes íbamos y regresábamos sin quejarnos para nada de la maratónica caminata que realizábamos, con el fin de aprobar el anhelado sexto grado.

En aquellos tiempos existían autobuses de pasajeros que nos podían dejar más cerca de nuestro destino, pero aún así había, de todas maneras, que recorrer a pie un buen trecho para llegar al colegio, por lo tanto, dábamos por sentado que no valía la pena subirnos a uno de esos colectivos. Las condiciones económicas, por otra parte, tampoco nos permitían pagar todos los días un pasaje; a la mayoría de nosotros nos daban, de vez en cuando, solo el dinero estrictamente necesario para comprar algún helado artesanal, o la chuchería más barata, que vendían en una bodega cercana a la escuela, porque en nuestra rudimentaria institución no había cantina ni nada parecido.

Éramos, sin embargo, felices tanto en el pueblo como en la escuela, debido a que en ninguno de los dos sitios había oportunidad para aburrirnos. Los recreos en el colegio los disfrutábamos en un amplio patio lleno de grandes árboles, mangos, ponsigués, poma lacas y almendrones que nos proporcionaban sus deliciosos frutos y su reconfortante sombra para que jugáramos debajo de ellos metras, el fusilado, la candelita, el escondite… cualquiera de esas encantadoras actividades que antes eran tan comunes. Y así mismo ocurría en nuestro terruño. Una vez que resolviéramos en casa las tareas pendientes, salíamos a inventarnos una manera divertida de pasar el tiempo. No había televisión ni sofisticados juguetes comerciales, todo dependía de nuestra inventiva para crearnos el ambiente y los artilugios que necesitábamos para pasarla bien.

Pero el día especial de mi infancia al que quiero regresar es uno que todos recordamos por lo significativo que resultó para nosotros. Eran como las tres de la tarde, cuando ya todo el grupo de muchachos que regresaba de la escuela se encontraba casi en la entrada del pueblo. De repente vimos una cava volcada a la orilla de la carretera y muy cerca de ella a un señor con cara de preocupación, pero sin lesiones de gravedad. Era el conductor del vehículo, quien nos dijo que algo les fallaron a los frenos y no pudo evitar el accidente.

Lo que nos tenía a todos expectantes, sin embargo, era el montón de helados que habían salido de la cava y estaban regados por el suelo. El chofer se dio cuenta de nuestro interés y nos dijo las palabras providenciales: "Cómanse esos helados que cuando lleguen los que vienen en mi auxilio ya van a estar derretidos". Aquellos productos tan sofisticados nos prodigaron, en esa época en que era muy difícil comprarnos las golosinas que deseábamos, unos sabores y texturas que, hasta ese momento, no sabíamos que existían, además pudimos comernos todos los que quisiéramos. Fue un día de felicidad, de esos que envía el cielo para las almas inocentes.

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Invito a los amigos:
@leigth,
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@arjinarahman