Prologo:
Milan Kundera, en su libro La insoportable levedad del ser, reflexiona sobre sus personajes refiriéndose a su creación como las posibilidades no expresadas de un autor. Cada personaje rondando las páginas se convierte en una persona que el autor nunca pudo, o se atrevió, llegar a ser. La exploración infinita de un mundo.
Hace unos días comencé a leer el Viaje Zen del escritor por Ray Bradbury, una antología de ensayos sobre su método de escritura. Estos textos fueron elaborados durante varias décadas sin la finalidad, en un inicio, de su recopilación. Un editor muy atinado siguió la senda que le proponía Bradbury: un libro sobre su experiencia como cuentista. Sin embargo, más que técnicas del oficio, o un detallado análisis sobre la estructura narrativa, son escritos sinceros sobre lo que cada vez se me viene presentando como la esencia de la escritura: una mirada. Bradbury propone la exploración de los miedos y fantasías de cada persona con la necesidad de crear. Propone redactar listas de sustantivos, y luego de ver las palabras, pesar en una razón de su lugar allí. Un motivo del teclear los dedos esa palabra. Siguiendo la pista de esa nota, de esa frase, nuestro inconsciente nos llevara a un sitio o un pasaje de nuestra vida que necesita ser liberado, o mejor dicho, escrito.
Nuestros recuerdos nos llevarían a ese momento en que nuestra vida se escindió; al nacimiento de una historia. La narración de nuestra posibilidad perdida.
Durante mucho tiempo se me ha presentado la búsqueda como el gran signo de un escritor. Cada escritor se ha sentado frente a la máquina de escribir, y a pesar de su pulida y cuidada técnica, de la narrativa limpia, hay debajo de sus personajes y sus historias, el esqueleto saqueado de su vida. En un círculo borgiano va sobresaliendo la metáfora de la escritura como una mirada sobre el misterio, sino al revés, la mirada del misterio es la escritura.
García Márquez confesó en una entrevista que su novela corta El general no tiene quien le escriba fue escrita en su situación de periodista desterrado en Paris sin noticias, y el idioma cercándolo en una soledad de emigrante. Imaginó un personaje con las mismas tribulaciones y el cuento se escribió solo.
En las noches sin pegar ojo, suelo dejar irme en los brazos de la ensoñación, arrojarme en el enigma de la memoria que nos constituye; en los días de mi infancia y en el temor a lo desconocido; en las novelas que leí y solo recuerdo frases sueltas; las películas que he visto en el sillón de mi cuarto, o en la penumbra compartida de un cine. Aun así, si algún hecho llega a materializase, rara vez llegó a concluirlo.
Hoy he pensado en dos personajes y sus situaciones que no se a donde conducen…
1:
En la cabina de la pensión, con su madre al teléfono, respira el aire nocturno tras la ventana. La matrona, toca la puerta de la cabina martilleando las uñas, cruza el vestíbulo y le indica que las llamadas, para todos, son hasta las diez.
—Madre, tengo que colgar
— ¿Seguro te encuentras bien, Irving?
La luz, con ese tono de miel al caer sobre la madera de los marcos y contraventanas, le causa fascinación.
— ¿Irving?
—Si, mamá. Aquí estoy. Estoy bien.
— ¿Las clases no son mucha presión? Nosotros conseguiremos el dinero, tranquilo. Podemos vender el auto, no nos hace falta. Todo se solucionara.
—Bien, mama. Estoy bien. Tengo que colgar.
Después de colgar vio la calle alumbrada con las farolas de la calle. En ese instante comenzó a llorar.
2:
El oficial Mena observa, de pie en el camión de heridos, la nube de polvo que van dejando atrás, flotando, sobre el camino de tierra. En el campo las pocas chozas están deshabitadas. Un hombre cava una zanja en un huerto mientras llora. Toda la campiña está sumergida en el humo fétido de los desechos quemándose en las laderas de los montes. Dos niños en harapos acarrean una vaca famélica. A su paso chillan y corren, riéndose, hasta que los ven perderse en la infinita vía. Dos figuras abrazadas, cada vez más diminutas, con la mirada perdida.
El camión se detiene; descienden en una posada. Cuando sale después de comer, el caballo relincha, espantando las moscas con la cola, atrapado en el cobertizo de piedra. Fuma protegiendo la llama contra el viento. El mediodía cae sobre el campo plomizo surcado de costras amarillas. Detrás del edificio el tabernero se acerca, arrastrando la pierna, cargado una palangana de agua sucia. La echa al lado del cobertizo. Pasándose una mano por la frente y limpiándosela en el delantal grasiento, le pide un cigarrillo. Es el ultimo, viejo. El tabernero asiente y prosigue en su faena; trasporta, resollando y arrastrando en una caricia de hojas caídas, otra cubeta. Las manos en forma de visera, protegiéndose de la contraluz, ve la ropa polvorienta del oficial y de la faltriquera, guindada en el hombro, la culata.
— ¿Eres de por aquí, muchacho?
— Era de aquí.
— Me gusta esa palabra. Era.
— ¿Vas al pueblo?
— Si. Dónde la familia.
El tabernero mira el oeste. En la lejanía, en las faldas de los montes; unas casas apiñadas. Asiente en silencio.
— Si. Era. Como en los cuentos. Érase una vez. Espero que tengas suerte, muchacho.
Antes de entrar Emiliano le da la colilla.
Quizás los seres humanos somos las posibilidades no expresadas de la divinidad, y la muerte solo sea nuestra entrada al verdadero teatro. Nuestra verdadera creación.