El chico de los periódicos
Un bache en la vía le hizo perder el equilibrio, de haber ido más rápido quizá habría caído de la bicicleta, pero Augusto no tenía tiempo para detenerse a pensar por lo que siguió pedaleando sin prestar atención al asunto. Ya casi eran las 6:00 de la mañana, pronto los primeros vecinos del barrio saldrían a sus frentes a buscar el periódico del día.
Como cada fin de semana, Augusto iba a buen tiempo e igualmente el primer residente de la cuadra, el señor Jorge, un octogenario amable, menudo y encorvado, que había enviudado hacía pocas semanas, lo esperaba de brazos cruzados en el umbral de la puerta. Este, antes de recibir el periódico, le preguntó lo mismo que en cada entrega: «¿Cómo van las clases? ¿Y la familia cómo está?». Él, siguiendo la costumbre, respondió todo con gusto y dejó el recado.
La mayoría de los vecinos permanecían dentro de sus hogares cuando él pasó a dejar los periódicos, sin embargo a esa hora ya algunos salían a trabajar; tal era el caso de Marta, la simpática veinteañera de piel de cobre y extensa cabellera de rizos negros de la cual el protagonista de esta historia estaba enamorado. Para él, representaba una belleza exótica, digna de admiración y devoción a tal punto que, cuando ella le saludó, este frenó de golpe y la contempló, embobado y más nervioso que nunca, tratando de articular alguna palabra para corresponder. Ella echó a reír dulcemente y siguió su camino mientras que él, viéndola alejarse, se reprochó por la oportunidad desperdiciada. A pesar del vergonzoso evento, el trabajo debía continuar.
En el último tramo de la sexta avenida, el final de su ruta ese día, alguien aparentemente estaba mudándose, nadie le había avisado de ello. Bajó de su transporte de dos ruedas e interrogó a uno de los hombres, que bajaba del camión con una caja pesada, sobre el paradero del dueño; «pregúntale a la señora, chico» fue la respuesta que recibió. «¿Quién es “la señora”?» quiso saber, pero nadie le respondió esta vez.
De todas formas la duda se resolvió pronto, la señora apareció por la ventana del piso de arriba, y vaya que fue una sorpresa cuando vio de quién se trataba: nada más y nada menos que su maestra, la profesora Eloísa. Ella, un poco sorprendida de verlo también, le preguntó, con su característico tono de voz autoritario que, aunque no pretendiese ser un regaño, sonaba como uno: «Augusto Ceballos, ¿qué haces aquí?».
—Estem… mmm… emm… eeeh, es un… trabajo de fin de semana… maestra —balbuceó él como respuesta. Eloísa era la maestra de tercer grado. Temible, no solo por su arrugada cara con una pronunciada verruga en la parte derecha de su frente y ojos saltones, o por sus largas grises uñas y sus dientes, unos amarillos y otros además carcomidos, sino también por su actitud, la de una académica de la vieja escuela, ruda e inflexible, y su sola presencia parecía estar acompañada de un aura que hacía que todos los niños del colegio le temiesen.
—Ya veo, al parecer el antiguo dueño no canceló la suscripción —dijo ella —. ¿Eso que tienes ahí es un periódico? Dámelo, al fin y al cabo llegaste hasta acá —Augusto estiró su brazo tembloroso con el diario en la mano y se lo entregó. Subió a su bicicleta y pedaleó con fuerza.
Desde la distancia la profesora le gritó: «¡Nos vemos mañana en clases, y el próximo domingo acá, vecino!» con la amarillenta sonrisa de oreja a oreja. Él pedaleó con más fuerza aún.
Imagen de Pixabay | Autor: manfredrichter
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