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En sus comienzos de su vida escolar, Anita una niña de 8 años a veces interpretaba mal las cosas de la escuela y causaba cierta confusión a sus padres, al repetirlas en casa. Los padres de Anita adoptaban una actitud optimista y constructiva ante los sinsabores de su hija.
Cuando en la escuela la maestra quiso explicarle algo acerca de los alimentos. Para dar vida a la idea de la variedad de alimentos que comemos, se le ocurrió a la maestra escribir en la pizarra, con ayuda de toda la clase, una lista de las provisiones que consume una familia cada día de la semana.
-La maestra dice que tenemos que comer zanahorias y espinacas todos los domingos, y a mi no me gustan, sobre todo en día de fiesta -dijo la niña, indignada, a su madre.
La buena señora, a la que, por fortuna, no sacaba de sus casillas la confusa noción que su hija dedujese de una enseñanza en la escuela, se dio cuenta de que Anita había interpretado mal el sentido de las palabras de la maestra.
Pacientemente explicó a su hija que la maestra no pretendía que cada familia comiera una misma cosa en los días sucesivos de la semana, y sugirió a la niña que la próxima vez que se volviera a hablar de esto, se asegurase bien de lo que la maestra había querido decir en realidad. Y como no hizo de ello cuestión de alarde, ni se rió tampoco de la tontería de la niña, el incidente pasó rápidamente.