TU CASA LA ALEGRÍA QUE ESPIABA
Tu casa la alegría que espiaba. Estaba allí, observándote, si lavabas la
ropa, con una bata clarísima que, se apretujaba a tu cuerpo por gozo del
rocío. Tomaba el café que tu marido me ofrecía. El calor hacía más
intensa la jornada. Espiaba, a veces te estremecías a pesar del agua y tus
senos, dos blancas palomas, deseosas de tomar el vuelo, y yo lanzando
monedas al aire para que esto no terminara.
No pensaba que esto era seducción anunciada. Es usual ver en el trópico
a las mujeres lavando, ya sea a orillas del río, del lago o en la acuosa
intimidad de sus casas con prendas que las transparentas. Aunque el
clima tiene, en estos casos, una connotación especial. Un dios que goza
desplazarse sobre el cuerpo de las mujeres, sobre todo, en el de las más
jóvenes, en las que llega el olor de sus enamorados. Ya no es el viento de
Virgilio la amenaza. Es el clima que trae un aire libidinoso y toca cada
puerta.
Digamos que el que seducía era yo. Lo normal era acogerme al evangelio,
esperar a que llegara Andrés para comenzar la faena del juego, tan
dinámico, a una edad que no se tiene brida, porque para un niño, cada
objeto es una invitación a explorar en sus secretos. Pero era difícil para
mí, que había colgado los preceptos religiosos que tanto me colmaron.
Además la mujer me gustaba, no tanto por tener excelsos atributos, sino
por la blancura especial de su piel y por su olor a melocotón que
emanaba de su mediana juventud.
Era natural buscar la llave que me llevaran a este reino, largas
conversaciones que me revelaran su mundo, en sí a su soledad que
entreví, por ser mujer de un arcaico machista; quien se ausentaba
por largos períodos de la ciudad, con el pretexto de hacerse de un
porvenir que nunca llegaba. Ya yo había intimidado con una de sus
hermanas, e incluso la menor en un gesto de atrevimiento, me había
ofrecido el sabor de sus naranjas, si ubicaba a su hermana en algún
trabajo de una institución pública. Se abría así un perverso juego en
un triángulo de un vértice que tanto deseaba.
El amor vencerá dice por allí un poeta, yo diría el canto de las sirenas
de las que se salvó Ulises. No iba a hacer falta los hilos de la fortuna
que me ofrecían sus hermanas. Comenzaba el mundo, la mirada,
digamos, lo prohibido por el estado formal en que estaban inmersos
nuestros compromisos. La luz bendita de la virgen me ayudaría.
Perdonen si uso a la Virgen para tales deseos, aunque muchas miradas
libidinosas de vírgenes pintadas por artistas, podrían justificar mi
atrevimiento.
La feria era un motivo especial para comenzar la huida. Aprovechamos
la ausencia usual de su marido. La feria de noviembre, bajada de la
Virgen, las gaitas en plenitud colman la radio. Estamos en una tarima a
toda dar. Músicos, cantantes, bailarinas, reinas de belleza, políticos
oportunistas, forman el manjar. Se hace la noche, la libación nos prende,
terminamos agarrados de la mano como en un poema de Octavio Paz.
De pronto estamos en la casa, entre sábanas ardientes, ya no necesitaba
espiar, toda su blancura era para mí, desnuda con bellos negros que eran
un resplandor. Comenzaba la vida de navegar entre dos aguas, “las
mujeres son amadas y los libros leídos”, yo diría, las mujeres son amadas
y después leídas, y con certeza después de la lectura, las correcciones, la
imposibilidad de mantenerme en la cuerda entre dos extremos que
tensarían mi vida, digamos dos palomas blancas.
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