Hace ya bastante tiempo que dejé todo lo poco que tenía en mi pueblo del que me alejé y aún sigue clavado en mi corazón. Mi celular, mis fieles zapatos viejos y mis papeles de identidad me acompañan en este diario recorrido por la inmensa ciudad. Clavo mis ojos en cada sitio que paso, a través de los ventanales del flamante autobús.
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Nadie con quien hablar ni visitar. Los pocos amigos que tenía aquí se han marchado de lugar; otros están muy ocupados con sus vidas y algunos decidieron regresar. Paso los días enteros deambulando de un sitio a otro, persiguiendo algo que hacer, asirme a un pasamos menos penoso, a una situación distinta, salvadora, pero nada...
Una noche, después de tanto pensar, decidí buscar otros rumbos y llegué a estas tierras lejanas. Pensé que mi vida cambiaría, que todo lo dejado atrás, allí se quedaría. Si digo la verdad, si me soy sincero a mí mismo, poco ha cambiado. Solo el paisaje es distinto, la gente habla de otras cosas, la comida es diferente, y el calor, el frío y la soledad se han vuelto más intensos.
Hoy he transitado por media ciudad a la que veo, como ya lo saben, desde este autobús. La escudriño con mi mirada, observo la gente caminar entretenida y detenerse ante las enormes vidrieras que ofrecen la ropa de la estación. Las mujeres se entusiasman, se alegran, se les ve el contento en los rostros cuando se ríen entre ellas y comentan con los hombres que las acompañan una que otra cosa.
Las terrazas de los cafés lucen elegantes, con esas mesas relucientes, cubiertos, vasos de cerveza negra y platos de torta, cremas; gente trabajando con sus delantales de colores sobrios con el nombre de los restaurantes en su pecho. Un gato se sube a uno de los banquillos y los niños lo acarician.
Parece que la felicidad de un país se mide por cómo lucen sus restaurantes. Casi todos los sitios de comida están repletos de personas que parecen muy felices. Visten muy bien, se ven muy decentes y arreglados con esos trajes comprados a lo mejor en una tienda cara o en cualquier mercadillo de las pulgas, con algo de descuento o a mitad de precio.
Los visitantes, según lo que puedo apreciar, sorben sus tazas de café -que seguramente tendrán el corazoncito y las flechas dibujados con la leche sobre el fondo oscuro- con mucha fruición. Eso les da la ilusión de ser amados. Pero quién puede creer que va a ser amado por un corazón en una taza de café. Nos inventamos, creo, historias para soportar el frío y la soledad de la ciudad cuando no hay nadie contigo que te ayude a llevar la vida adelante.
Avanzo en mi travesía por estas calles a las que llegué hace años con mi lengua distinta pero mi lengua, al fin de cuentas. Con el paso del tiempo me hice entender aunque a mí me costaba un poco cuando preguntaba algo y me respondían con ese acento nasal que parece tragarse y desaparecer las palabras de tan rápido que hablan. Después me acostumbré.
Aunque no quiero recordar a mi pueblo no puedo dejar de hacerlo. Sentado en este cómodo y pulcro asiento viene a mi mente el olor de la cocina de mi casa, los aliños, el ajo, la cebolla frita, los ajíes para los granos; la sopa con sus verduras que nunca vi aquí, y si las vi no saben igual, son muy grandes y no tienen mucho sabor. Será por la tierra, no hay como la tierra de uno...
Solo llevo encima, creo que lo referí antes, unas cuantas monedas en los bolsillos, las llaves de la pequeña habitación que rento, un pañuelo y mi celular. Quién quita que alguien me llame, me dé buenas noticias, me ofrezca que me vaya a vivir de nuevo a mi pedacito de tierra. Las esperanzas, según reza el dicho, son las últimas que se pierden.