Tengo un cuatro con el que hago mis escándalos de vez en cuando. Construido en el estado Lara, Venezuela. Es un instrumento con una cualidad especial: su resonancia, es decir, el volumen que proyecta su caja. Su tapa no es de pino abeto ni la caja es de arce. Su diapasón no es de ébano ni el resto es de maderas finas. Pero su sonoridad es tan clara y brillante que los vecinos con los brazos en la cintura y asomados en sus ventanas anuncian resignados “ya empezó” cuando se me ocurre alegrarme los fines de semana.

De todos mis instrumentos: (violín y guitarras) el cuatro es uno de los protagonistas. Por qué?, porque no cuadra con la guitarra, su agudeza ahoga al instrumento y la guitarra quedaría solamente para acentuar los bajos y si a eso vamos, el volumen del cuatro también opaca al instrumento de seis cuerdas. Estoy hablando del volumen, no de la belleza sonora de cada uno.

El violín y el cuatro compaginan perfectamente ya que el sonido del violín es único y el cuatro sobresale por su lado. Cuando niño mis padres hacían sus fiestas interpretando temas andinos instrumentales con el violín, el cuatro, la guitarra y la charrasca. La guitarra era lo que menos se escuchaba, el volumen no la ayudaba.

Pero mi cuatro está ahí, al lado de su hermana la guitarra. Como queriendo cantar juntas pero quizás la guitarra le diga: “Dale tu solo hermano cuatro, yo mejor te oigo y te observo. Otro día me toca a mi”.