En el tercero derecha vivían doña Isabel y don Luis, matrimonio también mayor, de los que accedió a la vivienda en tiempos difíciles. Pero no estaban solos: allí residían también (aunque, como siempre, la distribución de la escasa dimensión espacial del piso sigue siendo un enigma) su hija y su yerno, con dos hijos pequeños. Pero que conste que no se trataba de un caso ilegal de subarrendamiento; muy al contrario, doña Isabel y don Luis habían tenido la gentileza de alojar a su hija, yerno y nietos sólo el tiempo estrictamente necesario para que éstos pudieran encontrar una vivienda digna en la que habitar. Claro que lo de “tiempo estrictamente necesario” se había dilatado tanto como el espacio del piso, pues la prole ya llevaba allí seis años y no había perspectivas de cambios inmediatos.
Ocurría, entre otras cosas, que don Isidoro, el yerno, era militar y cuando estaba a punto de acceder a una vivienda subvencionada por el Ministerio de Defensa, pasó prematuramente a la Reserva, razón por la cual perdió el derecho a ocupar una vivienda militar.
Las causas por las que don Isidoro pasó en plena lozanía, a sus treinta y seis años, a la Reserva forman parte del cúmulo de leyendas que guardan afanosamente los vecinos del edificio -sobre todo los más chismosos- en alguna caja fuerte de Suiza o, más bien, en su inconsciente colectivo. De lo poco que pudimos oír, porque nosotros éramos personas poco gratas y se callaban cuando andábamos cerca, colegimos que don Isidoro había pasado a la Reserva por algún tipo de incapacidad.
La versión “oficial” que don Isidoro se esforzaba en contarnos abiertamente a nosotros mismos -lo cual resultaba demasiado hipócrita, interesado y artificial para que pudiera ser cierto- es que se trataba de una incapacidad física transitoria, relacionada con algún prematuro proceso degenerativo de las articulaciones (reumatismo o artrosis); pero insistía en que estaba en manos de buenos médicos y que confiaba en curarse y volver pronto al servicio activo en el Ejército, con lo cual podría solicitar nuevamente al Ministerio de Defensa una “vivienda digna” (¿es que acaso la nuestra no lo era? ¿o lo que no era digna era su actitud?).
En cambio, la versión “comunal” que oíamos fragmentariamente a los demás vecinos era muy diferente. Parecían insinuar los vecinos que la incapacidad de don Isidoro ni era física ni era transitoria y que, en consecuencia, jamás volvería al Ejército, porque allí no lo querían ver ni en pintura. Apoyaban este durísimo diagnóstico en el comportamiento de que hacía gala don Isidoro con su familia. Por lo visto, don Isidoro tenía una innata vocación histriónica y gustaba de imitar fónicamente a todo tipo de animales, sobre todo a requerimiento de sus hijos pequeños, con lo cual se podían ahorrar el dinero del cine. Por ello, muchas veces, a las nueve de la noche, cuando los adultos están cenando y los niños pequeños están intentando ser dormidos, se oían por el vecindario nítidos sonidos de perros, gatos, tigres, leones, lobos, loros, vacas, y otros componentes de la fauna mundial, como si de un cásting para el Waku Waku se tratara. Aunque al principio los vecinos se estremecieron ante la posibilidad de que hubiera tales animales en el edificio (pues no se daban cuenta de que ellos, en cierto modo, también lo eran), pronto captaron que dichos sonidos procedían del piso de doña Isabel y don Luis, que venían acompañados por risas de niños pequeños, y que el cabo de cierto tiempo todos esos ruidos cesaban.
Eso sí, don Isidoro siempre se abstuvo de imitar sonidos de rinocerontes, hipopótamos y elefantes, para no ser injustamente confundido por los demás vecinos con doña Paquita. En cambio, uno de los sonidos más estremecedores y que, por lo visto, más le gustaba imitar a don Isidoro y a sus hijos oírlo era el de la iguana (de hecho, los vecinos alguna vez oyeron a lo lejos a don Isidoro decir, orgulloso, que también sabía hacer la iguana). Se me hace difícil describir con palabras el sonido de la iguana, en parte porque nunca lo he oído, pero no dudo de que a las nueve de la noche tal sonido puede causar gran espanto (la verdad es que, movidos por la curiosidad, nosotros pensamos en acceder al edificio una noche en aquel sublime momento, pero desistimos porque nuestra mera presencia a tales horas, incluso en fechas cercanas al cobro del alquiler, habría desatado entre los vecinos mayor pánico que todas las iguanas de Centroamérica). En todo caso, lo cierto es que los vecinos se habían resignado a tal sonido y habían aprovechado tal contingencia para bautizar a la familia de doña Isabel, don Luis y sus descendientes como La noche de la iguana, siguiendo esa costumbre tan particular de poner apodos cinematográficos a los demás vecinos.