Hacía ya algunos años habíamos adoptado a Duncan. Un perro lobo de la nieve. Era de película. De hecho, se parecía a Colmillo Blanco.
Duncan iluminaba nuestra mirada con su belleza salvaje. Aunque no todo era hermoso. El mismo pelo que lo hacía lucir tan bello también cubría el suelo de nuestro piso. Una adaptación igualmente salvaje para él, debido al clima caluroso de nuestra región subtropical. Duncan no sabía ladrar, en lugar de eso aullaba. Tenemos un lobo en casa, decíamos entre bromas y veras.
Nos ayudó a sanar.
Los años que pasamos con Duncan facilitaron que mi madre, Isabel, pudiese superar una fobia de la infancia: los perros le producían asco. La herencia familiar dejó su marca en ella. Sin embargo, no hay limitación que el Amor no pueda superar. Poco a poco se fue acostumbrando a este Adonis perruno. Ya desde cachorro era el guapo del barrio.
La costumbre dio paso al cariño y a la aceptación. Entonces surgió el Amor. A punto estuvo Isabel de superar su propio reto: permitir que Duncan acercara el hocico a su cara. Casi lo logra.
Una vez curada de su aversión, ese sí fue un desafío superado, decidió adoptar su propia mascota. Decía que le iba a hacer bien tener compañía y que se obligaría a salir más a menudo.
Nuestra historia de Amor.
Adoptamos a Ámbar. La perrita con más ganas de vivir de toda la perrera. Este animal nos despertaba un Amor sereno. Encarnaba la ternura de una manera entrañable. Nos invitaba con su mirada, a ser algo que todos estábamos deseando ser: Nosotros mismos.
Por ello su llegada fue tan impactante en nuestras vidas. De repente, nos sentíamos mejores personas. Ámbar nos atraía como un pastel en la puerta de un colegio. Ella nos ofrecía la posibilidad de expresar nuestro amor de una manera tan libre que nos reconfortaba.
Los miedos hacen su trabajo. Luego se van.
Aunque no cometió delito, venía de la perrera, la cárcel de los perros. Allí impera la ley del más fuerte. Las marcas de su cara dejaban ver cuanto había sufrido este animal. Nosotros habíamos creado una nueva vida para ella. Ámbar se sentía tan feliz que nos llenaba de gozo verla entre nosotros.
Al principio no fue fácil para mi aceptar su carácter inseguro. Más que inseguro diría que era un animal traumatizado. Me parecía un reflejo aumentado de mi madre. De nuevo la herencia familiar.
Ámbar, su tembladera y su cola metida entre las patas. Sufría cuando tenía que entrar, y cuando lograba hacerlo tenía miedo de salir. Le producía pavor cada nuevo desplazamiento.
Parecía que ese comportamiento iba a durar toda la vida. Pero el Amor es grande y el Señor bondadoso. La perrita fue creciendo en seguridad. El cuerpo de ella y su mirar reflejaban un nuevo orgullo. Del bueno, del sano.
Inseparables.
Pasaron los años. Ámbar e Isabel se hicieron unidad.
Ambarita, así la llamábamos de forma cariñosa, gozaba del mejor lugar de la casa. Un sillón señorial situado junto a la cristalera del salón. Por ella entraba toda la luz que cabía en aquel pequeño espacio. Vivían en una casita de muñecas.
La mutua compañía llegó a convertirse en medicina para las dos amantes.
Ámbar curaba su soledad. Isabel la cuidaba con mimo y paciencia. La que sólo una madre es capaz de entregar: Le cambiaba los pañales y la bañaba a diario debido a las pérdidas de orina, la sacaba en su carrito cuando ya no podía caminar, incluso le daba huesitos anti caries. Ningún detalle se le escapaba.
La muerte no duele. Es la ausencia la que desgarra.
La sintió morir poco a poco. Después de 17 años juntas, Ámbar transcendió. Dejó su cuerpo, y con él también a su compañera. Al menos en el plano físico.
Isabel la imagina recostada en su sillón mas ya no siente su calor. Sólo ella conoce el vacío de su Alma. Por dicha, supo aliviar su dolor con lágrimas.
Tuvo que ser valiente y sacar coraje para enfrentar la más grande de las soledades: la de saber que nunca más volverá a tener cerca a su compañera. Y lo que es aún más doloroso, la falta de alguien a quien poder expresar su amor día tras día. Momento a momento.