Un nuevo tiempo se inaugura en la residencia. Los carteles de advertencia y medidas sanitarias aparecen por todas partes. La sombra de una duda velará cada rostro antes conocido, los saludos amables degenerarán en una mirada de soslayo, escéptica, y los espacios de convivencia, convergen en tierra de nadie, tierra hostil. Ahora el otro se trasforma, a causa del miedo, en un ente de desconfianza absoluta. De este modo, nos pertrechamos en familias, en tribus, en nuestro último reducto, nuestro último espacio, un balcón abierto a un mundo completamente trasformado.
Esta naturaleza no es perpetua, sino que es maleable según los cambios y contingencias, según las épocas, el tiempo, la generación. En mi edad escolar, por ejemplo, el Gran Casino era un hotel modesto y elegante, un signo de modernización. Seguramente fue proyectado y luego construido con la ilusión de albergar visitantes de Caracas, ya que Los Teques era considerado un punto de paso, de relajación, de dormitorio cómodo. En los siguientes reveses y vericuetos del tiempo, el hotel inició un proceso de podredumbre, languideciendo junto con toda la calle donde se ubicaba. La heladería de la esquina, punto de encuentro entre estudiantes, explotó por un descuido en la cocina; las demás tiendas de la avenida fueron cerrando y trasmutándose locales que, al poco tiempo, también se encontraban clausurados. El hotel, entonces, sin mucha resistencia, comenzó a ofertar comestibles y se convirtió en una casa de cambio. Durante la pandemia, debido a sus espacios disponibles y deshabitados, se convirtió en refugio para personas infectadas que, no contando con otro domicilio, temían contagiar a sus familiares.
Muéstrame un edificio, supongo, y te contaré la historia de toda la ciudad.