Érase una vez una procesión de la imagen de un Santo que estaba siendo llevada de pueblo en pueblo. La imagen iba llevada sobre el lomo de un burro. Y, como era de esperarse todas las atenciones giraban en torno al burro, que ya se había hecho famoso.
El burro recibía todos los cuidados en cada pueblo. No podía faltar el pasto y la comida del burro, cosa que había que preveer para poder llegar al siguiente pueblo, pues no se llevaba al santo si el burro no tenía garantizado su alimento.
Junto con el burro había una comitiva en función del burro: había quien llevaba de cabresto al burro, quien bañaba al burro, quien peinada su pelaje; y así, toda una comitiva.
Al burro no podía ni faltarle nada ni pasarle nada; tampoco a la comitiva.
En caso de cualquier eventualidad, entonces, el pueblo donde sucediera se hacía absolutamente responsable.
Era un gran compromiso y una grande responsabilidad llevar al santo a cada pueblo. Y, era una obligación porque así lo habían dispuesto los que habían organizado la procesión del Santo.
Y, colorín-colorado; este cuento se ha acabado.