En una calle cualquiera de la urbanización San Bernardino, frente al Instituto de Otorrinolaringología, se encuentra una pequeña pastelería, pequeña en su aspecto exterior, desde fuera no representaba nada; era un negocio más en una avenida cualquiera; no llamaba la atención, no coqueteaba con el transeúnte; era pequeña también en su espacio interior. Apenas cabían tres comensales, pero ¡qué cálido era su ambiente! ¡Cómo quedaba impregnada la calle del olor a chocolate, vainilla, crema o fruta! Desde lejos se hacía sentir la dulce casita de Hansel y Gretel. Era parte de nuestro cuento de hadas.
La verdad es que era pequeña, muy pequeña, pero se hizo grande, muy grande en el recuerdo de una generación que creció disfrutando sus tortas, sus famosos triangulitos de chocolate, sus milhojas, sus paticos con crema y muchos dulces más. Cuando mis hijos cruzaban la calle para ir al médico, la promesa de una merienda en La Suiza implicaba buena conducta, armonía entre los hermanos, lenguaje moderad, aceptar las vacunas sin denunciarnos como torturadores y no imitar la sirena de una ambulancia. Era el calmante natural, la palabra mágica que aquietaba los ánimos. ¿Qué tenían esto dulces para ejercer ese efecto?
En cada cumpleaños, y fueron muchos durante varios años, la torta de rigor era una imitación de una granja de chocolate y crema con sus respectivos animalitos, carritos, avioncitos, muñequitos… Para un compromiso de adultos, una caja de chocolates bellamente envuelta con un magnífico lazo de papel... Y qué bien pintaba, qué bien quedábamos… Para una reunión entre amigas la pasta dulce seca y los pastelitos salados. Para cada ocasión la pequeña pastelería era una invitada muy especial.
Lo que no comprendíamos en aquel entonces, sino años después, cuando nos faltó, fue que esa diminuta cajita de dulces, esa pequeña pastelería, era parte de nuestras vidas. Fue testigo mudo del encuentro entre las amigos... formó parte de la reunión cotidiana de madres con cochecitos de bebés, participando en las charlas sobre crianza, comida, pañales, desavenencias de parejas. Fue testigo de muchas reconciliaciones. Frente a sus dulces, y bajo la inspiración del chocolate, se hicieron promesas de amor eterno. Alguien me hizo notar que la palabra Roma, leída al revés, significa amor… También nos acompaño en los duelos, ayudando a hacer la pérdida más llevadera con una bandejita de pasta seca. Era una pareja para las buenas y las malas.
Yo tengo una anécdota muy especial. Mi hijo tardó en hablar correctamente; tenía su propio lenguaje. Le encantaban (hoy todavía le encantan) los triangulitos de chocolate. Cuando tenía cerca de un año, lo paseaba en su cochecito. En aquella época todavía se podía caminar por estas calles sin temor, sin delincuencia, sin imaginar siquiera lo que nos depararía el futuro... Al pasar frente a la pastelería el niño aplaudía y gritaba y terminaba con un baño de chocolate. Un día estaba muy apurada y no entré a la pastelería. No asistí a la obligatoria reunión diaria con mis amigas. Y ese día, el niño dijo sus primeras palabras:
*Mamá, mamá, puta, puta.!!!
Para un niño que no hablaba sino por señas y decía algunas sílabas fono-silábicas como «Tutu, guau guau, miau», la traducción era «mamá me gusta», y comió chocolate.
Oír esas palabras fue algo maravilloso y tranquilizador sobre todo para una madre psicóloga que estaba muy preocupada por el limitado lenguaje de su vástago, descodificando mentalmente todas las posibles causas clínicas...pero al escuchar aquellas palabras concluyó: El niño hablará.
Pasaron los años, los niños crecieron. Ya no era la torta de la granja lo que pedían, eran otros los sabores de moda, y la pastelería creció con ellos. Siempre tenía lo que deseaban, quedando bien en cada ocasión.
Qué bien se vivía en aquella época. Se podía salir de noche. Había confianza en el país y en parte de sus gobernantes. Era una época de paz y bonanza, se podía caminar. Había peligros, claro que sí, pero en ciertas zonas muy bien identificadas.
Desgraciadamente nada es eterno. La vida es dinámica. La gente busca nuevos horizontes, los cambios políticos, económicos y sociales llevan a replantearse el modus vivendi, dejando atrás bellos recuerdos imborrables, amigos fieles. Es un desarraigo de un hogar largamente habitado hacia una nueva experiencia con muchas expectativas ante lo nuevo, lo desconocido y fue así como un día, debido a los acontecimientos políticos del país, los dueños decidieron emigrar y vender la pastelería... Nuestra pastelería.
Tras el impacto inicial afloraron los recuerdos. Al pasar frente al local y verlo cerrado, sentí que se cerró una etapa de mi vida, una bella etapa que no volverá y que pasó demasiado rápido. ¿Cómo se fue?
Sentí que fui traicionada por una amiga; que me abandono alguien muy querido. Y surgieron las preguntas pertinentes: ¿y dónde compro los dulces ahora? Ningún lugar es igual; no se le puede comparar. No encuentro sustituto.
Al cabo de algunos años, que para mi fueron muchos, con todos los cambios políticos inherentes, la pastelería, mi querida pastelería, volvió abrir sus puertas. ¡Qué alegría sentí! Pensé que nada cambió, que volverían los buenos tiempos, los viejos tiempos, que el país recapacitó, que el clima político varió, que reinó la armonía, que las aguas volvían a su cauce, que viviríamos en paz en un país democrático, que todo había sido un mal sueño y había llegado a su final. Pero qué gran desilusión viví. Nada es igual, el tiempo no retrocede.
En el cumpleaños reciente de uno de mis hijos tuve la idea de comprar la torta de la granja... En ese momento comprendí que ni los dulces ni la gente permanecen iguales. Es otra pastelería. No es la pastelería de mis recuerdos. Aquella que yo idealicé, la compañera de mi juventud, esa quedó en el recuerdo con sus dulces, sus tortas, sus granjas, sus niños jubilosos.
Vendrán otros dulces, otras tortas, otros sabores. Quizás otros niños reciban un baño de chocolate, pero el país de la dulce fantasía fue sustituido por la fría realidad. Por lo menos mis hijos vivieron la etapa de su infancia sin miedo, mirando el futuro con fe y optimismo; sintieron la libertad de vivir en una verdadera democracia. Los amigos salían de vacaciones pero volvían al comenzar el curso académico. Sin embargo los nietos nunca conocerán esa faceta del país. Hoy vivimos asustados por la proliferación del hampa. Lo que más dolor da, es ver en nuestros nietos la mirada de tristeza cuando cuentan que un amigo se fue del país y no de vacaciones...
Ante todos estos recuerdos queda la duda de si todo en la vida no se sublima y cuando se evoca, años más tarde, los recuerdos no son del todo fidedignos. De repente es un oasis en nuestra mente y al tener contacto con la realidad resulta que nada era como se vislumbra a través del velo del recuerdo. La mente nos juega una mala pasada o es el deseo inconsciente de que así fuera... Lo mismo sucede con los amores de juventud. Al recordar al muchacho tal cual era entonces, con esos hermosos ojos negros, y al verlo en el presente surge la duda… «¿Eso es todo?», con lentes de miope y voz gangosa de viejo. ¿Por ese gasté tantas lágrimas o es que esperaba que fuera igual que en la juventud, que el tiempo no lo hubiera deteriorado? Y yo, que cómo estoy...
Termino con una frase de Ernesto Sábato: «La vida se escribe con un lápiz sin borrador».
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