Sobre La Lentitud, de Milan Kundera

in kundera •  7 years ago  (edited)

En La Lentitud, Kundera solapa una novela francesa del siglo XVIII con un viaje a un castillo, el cual será sede, entre otras curiosidades, de un congreso de entomólogos…

El autor, como de costumbre, comienza a bordar la historia con su hilo reflexivo, haciendo alusión, en su trayecto al castillo, a la característica premura de algunos conductores, quienes se embriagan con la velocidad a tal punto de abstraerse de lo circundante; la celeridad les aísla del espacio tiempo, y así entonces se prestan ausentes del miedo, puesto que “la fuente del miedo está en el porvenir, y el que se libera del porvenir no tiene nada que temer”. Así señala la velocidad como forma de éxtasis. Como un insumo inmediato que también burla al tiempo.

Kundera, por lo general, se caracteriza por plantear paralelismos en sus acertados párrafos. Aquí, en este comienzo, destaca la velocidad obtenida a través de una máquina (una moto, un vehículo) y el cambio que delega el hombre a la facultad de ser veloz a partir de su propio cuerpo.

De esta manera expone una metafórica dicotomía: Velocidad y Lentitud. En contraposición a la velocidad (y en este principio del libro), rememora un proverbio checo “el cual define la dulce ociosidad mediante otra metáfora: contemplar las ventanas de Dios”.

El alud filosófico se echa a rodar cuesta abajo agrandando su intención. A este punto se categorizan los fundamentos del Hedonismo, señalando que “en el lenguaje corriente, la noción de hedonismo designa una inclinación amoral hacia la vida gozosa, cuando no viciosa”. Es decir, replantea la teoría de Epicuro cuando esgrime que en un modo extremo escéptico “siente placer el que no sufre”… Se es feliz, entonces, en la medida en que no se sufre… Kundera cita a Epicuro como epitafio de la actitud libertina del siglo XVIII reflejada en obras de Fragonard, de Watteu, de Sade, de Crébillon y de Duclos. Audazmente se identifica el desenfado con que se abordan temas antes prohibidos, actitudes antes reprimidas y acciones que solo se erigían en la mente de quienes obligatoriamente se atenían al establishment de la época y la rigidez ortodoxa de las religiones.

Nos recuerda Epicuro que “el hombre sabio no busca actividad alguna relacionada con la lucha”. En tal sentido se avista una diatriba, que Kundera deja abierta, la de dejarse llevar ante los impulsos y la de amalgamarnos naturalmente con el entorno… También resalta que el arma más fácilmente accesible y a la vez más mortal es: la divulgación. Así hace un paralelismo (otro más) entre la vivencia, lo ocurrido, lo experimentado; y lo que se comunica a los demás, como mundología, a razón de esa experiencia vivida, la cual tal vez se quiera modificar en función de un beneficio propio.

Kundera despliega dos figuras, la del político y la del bailarín. Asegura que el primero busca el poder, y el segundo la gloria. Hace énfasis en las características existencialistas del bailarín (dejando a un lado las del político) el cual no desea imponer al mundo algo más que irradiar su propio yo. No obstante, Vincent endosa a Pontevin (personajes de la novela) que el calificativo de bailarín solo se atribuye a los exhibicionistas de la vida pública. El bailarín busca satisfacer las demandas de su ingenuo público el cual moldea sus gestos y andanzas. Exhibiéndose ante un infinito sin rostro. Allí reside la espantosa modernidad de esta metáfora transfigurada en personaje, o más bien en el acto mismo de una conversación entre Vincent y Pontevin. Personajes entomólogos… (¡!) tal vez Kundera se figure a los filósofos como entomólogos que analizan la actitud de una humanidad reducida a las realidades kafkianas de un insecto que deja de ser hombre por su errante andar y reaccionar…

“La verdadera esencia del bailarín radica en esa obsesión por ver en su propia vida la materia de una obra de arte; no predica la moral ¡la baila! ¡Quiere conmover y deslumbrar al mundo mediante la belleza de su vida! Está enamorado de su vida como un escultor que está enamorado de la estatua que esculpe”. Así, el bailarín, juega a ser demiurgo, anhelando el aplauso de las masas, ambicionando la mirada de miles de rostros sin forma definida… Kundera es el alter ego de sus propios personajes, y en Pontevin se presta como evidente discípulo de Epicuro, proclamando que “no desprecia a la humanidad, que es para él una fuente inagotable de reflexiones alegremente maliciosas, pero no siente el mínimo deseo de establecer un contacto demasiado estrecho con ella.” ¡Vaya libresca erudición!

El autor está presente en la novela, y también su esposa, Vera; quienes in situ participan de este caos lúcido que es La Lentitud. Se permite asomarse desde una de las ventanas del castillo para exhumar episodios de otra novela, Point de lendemain, perteneciente al siglo XVIII y atribuida como composición de Vivant Denon. Así ve a través del cristal de la imaginación a una Madame de T. que sortea su noche en un tríptico amoroso. Ella toda es seducción y experiencia, invitando a liberarnos de la tiranía de las reglas morales, protegiendo mediante la “discreción” la suprema virtud de todas las virtudes.

Se advierte aquí una nueva correlación, la de l´amour fou (el amor loco) y el olvido de sí, disuelto en la inercia de la velocidad y la sinrazón; y la sabiduría de la lentitud: la técnica de la deceleración que Madame T. por supuesto domina. Madame T. es la reina de la razón. Ella orquesta su devenir, contrariando al que se apresura al goce confundiendo todas las delicias que lo preceden. Declara: “hay un vínculo secreto entre la lentitud y la memoria, entre la velocidad y el olvido”.

“Alguien que intenta olvidar un incidente penoso que acaba de ocurrirle acelera el paso sin darse cuenta, como si quisiera alejarse rápido de lo que, en el tiempo, se encuentra aun demasiado cercano a él.
En la matemática existencial, esta experiencia adquiere la forma de dos ecuaciones elementales: el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido.”

En consecuencia, Madame T. es una orfebre del tiempo, moldeándole a conveniencia de sus placeres más próximos, en ese tríptico nocturno del anacrónico Point de lendemain.

Kundera también menciona el hecho de “encaramarse al gran escenario de la Historia” bordeando la noción teológica de ser elegido por Dios para algo excepcional y extraordinario. Otro dilema, el protagonismo sensato y enriquecedor del verdadero demiurgo o el impulso efímero del bailarín y los “cascabeles de la celebridad”. La educación libera de esta ilusión ya que el que hace públicas sus ideas corre el riesgo de convencer a los demás de su verdad, de influir y de querer cambiar el mundo. Resalta que hacer un trabajo, que es a la vez una pasión, es un privilegio.

Es esta novela una consecuencia más de la vida del autor. Una vida mudada a Francia a consecuencia de la invasión soviética. Kundera fue hostigado y perseguido por sus publicaciones, y su destino le llevó a salir de Praga, cuna de sus escenarios líricos y metafóricos. La opresión del comunismo y el deseo de libertad moldean muchos de sus desciframientos. Él se mimetiza en sus propias novelas con su más sesuda intención: ¡la rebelión! Kundera se rebela en sus textos. Pero es esta una rebelión juiciosa alejada del impulsivo errante. Se rebela, no sólo contra la imposición de una historia nefasta que coarta el vivir ciñéndolo a la obediencia impuesta y el silencio imperativo; sino también contra “la condición humana que no hemos elegido”. Aquella que se aparta del correcto juicio y la aprehensión fehaciente de un alma que de verdad aspira “elevarse”, huyendo así de la bajeza que ha caracterizado a la gran meretriz que ha sido, es y será la humanidad. Así sin ningún dejo de modestia y recato se compara con Camus, con Malraux y con Sartre, excusado en Pontevin. Su horizontalidad para con estos, lejos de sorprenderme, aviva mi admiración por sus ideas. Por eso Kundera conscientemente retrocede al siglo XVIII, para tratar de recuperar la lentitud que ha precipitado la velocidad de sus días, nuestros días. “Allá ninguna modernidad le amenazará”.

Seguidamente, hace mención del poema de Guillaume Apollinaire, en donde se resaltan las nueve puertas del cuerpo femenino. Destila aquí su ya acostumbrado matiz erótico a consecuencia de un afán para con la “puerta suprema”, la más misteriosa, la más secreta. Así desea Vincent a Julie. Así desea abrir todas sus puertas en la inmediatez de sus impulsos: “solo lirizándolas, trocándolas por metáforas, es capaz de hablar de sus hermosas obsesiones libertinas”.

La diatriba de la desnudez entre Vincent y Julie es trascendental. La indiferencia de un acto mundano y pasajero alimenta el ego de Julie mientras mancilla la propia esencia de Vincent. Julie es implacable cuando le profesa “eres un no-ojo, una no-oreja, una no-cabeza.” Vincent no es nadie para ella, es tan solo un momento, algo que se suscita para quedar atrás, desapareciendo en el tiempo como esa figura de l´amour fou. Kundera los cataloga de “pareja tragigrostesca: reina seguida por un perro bastardo”. Así esa desnudez representaba dos hipótesis. La primera, la estima de todas las libertades; y la segunda, escandalizar un público odiado, imaginario o presente. Se plantea entonces un curioso dilema: “¿simboliza la desnudez el valor más elevado entre todos los valores, o más bien la mayor basura que pueda arrojarse como una bomba de excrementos sobre una asamblea de enemigos? (…) ¿un infinito sin rostros? ¿una abstracción?…”

Esta novela nos recuerda que muchas veces elegimos la sinrazón. No obstante, hay un significado que va más allá de la intención de aquellos que la ejecutan y esto no es más que: el gesto. Otro elemento notorio que categoriza el autor como medio de expresión ante la sinrazón razonable, ante los embates del destino, ante los escenarios mismos de la vida, que flota, “como flotan los recuerdos detrás de los muertos”.

“Nuestra época está obsesionada por el deseo de olvidar y, para realizar ese deseo, se entrega al demonio de la velocidad; acelera el paso porque quiere que comprendamos que ya no desea que la recordemos; que está harta de sí misma; asqueada de sí misma; que quiere apagar la temblorosa llama de la memoria”.

El autor nos interpela nuevamente con sus preguntas:

“¿Puede vivirse en el placer y para el placer, y ser feliz? ¿Es realizable la idea del hedonismo? ¿Se vislumbra al menos un tenue fulgor de esta esperanza?

Así como esta noche, aparentemente fugaz, en el castillo, se suceden los días, algunos apremiantes y otros insignificantes… La insaciable sed de la velocidad, la neofilia, la obsolescencia del propio tiempo; la ansiedad por el mañana, todo eso que transcurre, porque invariablemente ese tiempo no retrocede, solo avanza. Es entonces cuando me veo a mí mismo en el Milan Kundera dentro del castillo, mirado por una ventana imaginando el siglo VXIII, reconociendo en esa lentitud una señal de felicidad.La Lentitud.jpg

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