Libertad. Capítulo 2. La llegada del monje

in libertad •  7 years ago  (edited)

Más de cuarenta jóvenes de entre veinte y treinta años de edad bailaban desaforados música rock en la pequeña sala de una modesta casa, cuyo espacio lucía insuficiente para tanta gente. Camilo, eufórico y ebrio, bailaba con una chica, la cual le quitaba las inquietas manos de sus glúteos de vez en vez. Había un cartel colgando en una pared en la que se leía la frase: “Feliz Cumpleaños Camilo”. El olor a alcohol y humo de cigarrillo era intenso, y densa la fumarada que lo provocaba.
Kristel y Nancy se mantenían en un rincón conversando, cada una con un par de tragos en sus manos. A pesar del ambiente festivo, se sentían apesadumbradas; presentes físicamente en la fiesta, pero ausentes en mente y corazón. Ellas en realidad no estaban allí para hundirse en el abismo de la celebración descontrolada, sino por dos motivos especiales que tenían nombres de hombre.
—Nancy, extraño tanto a mi familia. En los cumpleaños siempre estábamos todos juntos. Qué triste para uno, irse a estudiar a otra ciudad lejos de la familia, por buscar mejores oportunidades. Tenemos ya años en esta ciudad y aún no me acostumbro… —comentó Kristel torciendo su boca, mientras el recuerdo de su familia le estrujaba el corazón y la hacía suspirar.
—También extraño a mi familia, Kristel, pero ánimo. Esto nos forma carácter y en un futuro nos será útil. ¿Acaso no vamos a ser presidenta y vicepresidenta de Caribea algún día? Disfrutemos la fiesta. Espero el profesor Ariel venga. ¿Cómo le habrá ido en la Asamblea Nacional esta tarde?
—Presidenta y vicepresidenta. ¿Te imaginas? —preguntó Kristel sonriendo con sus ojos entornados, viéndose por un momento con la banda presidencial colgada de su hombro—. No solo te gusta el profesor Ariel, te mueres por él, ¿cierto? Pero él es muy recto para involucrarse con una alumna —bromeó guiñándole el ojo.
—Bueno siento que… él me causa ilusión. Y tú te mueres por Roberto —respondió Nancy con un leve rubor en sus mejillas y un brillo especial en sus ojos.
Siempre que Kristel oía el nombre de Roberto sentía un efecto estremecedor, similar al que Nancy experimentaba cuando le mencionaban el nombre de Ariel.
Todos escucharon el timbre de la puerta y éste generó un sobresalto en Nancy, cuyo gesto de alegría delataba sus sentimientos.
—Kristel, espero sea el profesor —dijo emocionada apretando el brazo de su amiga, y un revoloteo que empezó en su corazón se le esparció por todo el cuerpo.
Desde el rincón, Kristel y Nancy vieron a Victoria, la chica con la que Camilo bailaba, abrir la puerta. Por ella entró Roberto Carrizales un joven moreno, delgado, alto y de gesto muy serio, vistiendo casual. Saludó con un beso en la mejilla a Victoria y luego caminó hasta Camilo, abriéndose paso entre la muchedumbre. Ambos se abrazaron con palmadas y estrecharon sus manos. Roberto se percató que era observado desde la distancia por Kristel y Nancy, y caminó hacia ellas.
—Hola chicas. Nancy, ¿feliz? Supe que el profesor Ariel viene —dijo saludándolas a ambas con beso en la mejilla y guiñándole el ojo a Nancy de forma jocosa.
—¡Oh por Dios! ¿Acaso ya toda la universidad lo sabe? —respondió la chica ruborizada con una leve sonrisa de vergüenza, iniciando la risa de todos, incluso de ella misma.
Franco se les acercó con un vaso en una mano y un libro en otro. Era un joven delgado de veintidós años.
—“El conocimiento absoluto” —leyó Roberto el título del libro de Franco, con una mueca de desconcierto —. Vaya título, Franco. ¿Qué haces con eso en una fiesta?
—Bueno ya sabes que…soy un ambicioso intelectual —respondió blandiendo al libro como una espada.
—Roberto, el profesor Ariel preguntó por ti hoy luego de la clase. Te ves tan cansado. ¿Es tan duro ser presidente del Centro de Estudiantes cómo parece? —preguntó Kristel luego de tomar un sorbo de su trago, sin dejar de mirar a Roberto a los ojos. Allí, la chica tuvo unos deseos secretos de acariciar el cabello despeinado del muchacho para reconfortarlo.
—Sí. Estoy agotado —respondió resoplando—. Vine por cumplir. Solo esta tarde estuve en tres reuniones…
—Pero Camilo es el vicepresidente, debes delegar funciones en él. No todos los asuntos pueden depender de ti, ni todas las personas —replicó Kristel.
Camilo irrumpió en la conversación tropezando a Franco y haciendo que éste derramara un poco su bebida. El cumpleañero lucía agitado, sudoroso y bastante ebrio.
—¡Menos hablar y más bailar! —exclamó jadeando, con la lengua muy engolada, para luego llevarse de un brazo a Nancy.
Roberto, Franco y Kristel rieron de aquel espectáculo y siguieron hablando.
—Supongo que ya me acostumbré a sentir que muchas cosas dependen de mí—continuó Roberto—. Me genera cierta adrenalina, me siento lleno.
—¿Te sientes importante así? —preguntó Franco, inquisitivo.
—Algo así —respondió.
—¿Saben? Ya tengo tema para mi tesis de grado. Es maravilloso que ya estemos en período de tesis —suspiró Kristel.
—Qué bien, yo aún no sé de qué hacer la mía. ¿Qué tema tocarás? —preguntó Roberto, extendiendo su brazo para tomar un vaso con bebida de una mesa cercana.
Nancy logró zafarse de las manos de Camilo y regresó a la conversación del grupo.
—El título será… “Arlex Borjas, ¿Cesarista democrático?” —respondió la chica emocionada—. ¿Recuerdan el concepto? Se refería a los gobernantes que llegan al poder por una elección democrática, y luego en el poder gobiernan de forma dictatorial. Ahí también hablaré del beneficio de que una mujer sea presidenta del país. Lo dije y cumpliré, ¡yo seré presidenta!
—Y yo, tu vicepresidenta, recuérdalo. Este país necesita un gobierno de mujeres —añadió Nancy con un tono rimbombante.
El smartphone de Franco sonó indicando la recepción de un mensaje, y el joven revisó su teléfono móvil retirando su atención de la conversación.
Mientras hablaban, un muchacho que vestía una franela con un escrito estampado que rezaba “Arlex Borjas Presidente” emergió del mismo mar de cuerpos danzadores y se les acercó, luego de haber estado oyendo lo que decía Kristel. Era Zadir, un alto y delgado muchacho, trigueño, de cejas muy pobladas que le daban un gesto permanente de enojo.
—¿Arlex Borjas un Cesarista? —preguntó Zadir, con un tono de evidente molestia, sorprendiéndolos—. Soy dirigente juvenil del gobierno, trabajo en el ministerio de la Juventud, hablo con propiedad. ¿Qué importa que sea un poco autoritario, si la revolución de su gobierno da de comer a los pobres? Antes que llegara Borjas a la presidencia, esa libertad que ustedes defienden la aprovechaban sólo los empresarios oligarcas. En el pasado, cuando los oligarcas gobernaron, tenían libertad, pero para explotar a los pobres. Ahora sí hay igualdad social.
—Zadir, por tu forma de hablar, siento que quienes siguen a Borjas tienen miedo a la libertad, y ganas de que “papá gobierno” siempre les diga qué hacer —espetó Roberto frunciendo el ceño y cruzando los brazos, parado desafiante frente a Zadir.
—El socialismo funciona porque orienta a la gente, la guía a la felicidad, si no fuera así, en países socialistas como Noruega no serían tan ricos, con índices de desarrollo humano tan altos. Los datos así lo demuestran…
Jean Paul era un joven rubio, de tez pálida, que había estado oyendo la discusión entre Zadir y Roberto a través de la estridente música. Se acercó al grupo en pugna sin ser detectado, y se unió a la conversación sin saludar e interrumpiendo a Zadir.
—Zadir, lo único que Noruega tiene de socialista es su alto gasto público en inversión social, y altos impuestos para pagar esa inversión social —dijo—. Pero no tiene control de precios. Allí los empresarios venden sus productos al precio que demande la gente. ¿Hablas de datos? Según el ranking de Índice Internacional de Derechos de Propiedad, Noruega tiene una alta calificación de 8,2 sobre 10, porque su gobierno respeta la propiedad privada, no expropia por capricho. Caribea tiene apenas una calificación de 4 sobre 10, lo que significa que aquí el gobierno roba la propiedad a la gente; la inflación en Noruega en el último año ha sido de solo 1,96% y en Caribea más de 90%...
—Te estás yendo por la tangente, aquí hay oligarcas que ponen al gobierno contra la pared y Borjas debe tomar medidas drásticas…—respondió levantando la voz.
—Calma, Zadir, no hay necesidad de exaltarse —dijo Kristel en un tono conciliador y amistoso, poniendo su mano en la espalda de Zadir.
—Cuando aprendan a ser imparciales en sus análisis, hablaremos. —Zadir se dio la vuelta y se retiró. Al hacerlo, todos vieron un papel pegado en su espalda que tenía una caricatura dibujada a mano, compuesta de dos imágenes: en una, varias personas vestidas con harapos y de semblante triste estaban encadenadas en sus manos y conectados con la misma cadena mano a mano. Arlex, usando una corona roja en su cabeza, las tiraba de la cadena, y cada persona llevaba en sus manos un pescado en una cesta. En el otro dibujo, un niño sonriente tenía un pez colgado de una caña de pescar frente a un lago. Las caricaturas estaban tituladas con una frase que rezaba: “Socialismo Vs. Libertad ¿cuál prefieres? Soy socialista, patéame”.
Todos aguantaron la risa hasta que Zadir se alejó, luego de lo cual se destornillaron a carcajadas. Franco era el único que no sonreía, al contrario, tenía su mirada de gesto preocupado aún clavada en su smartphone.
—Tenía preparada esa caricatura por si lo veía aquí. Es un pesado. ¿Por qué Camilo lo invitó? —dijo Kristel.
—Lo pusiste en su lugar, Jean Paul, si que eres bueno con datos estadísticos —añadió Nancy teniendo que bajar su mirada para ver al muchacho a los ojos, dada su corta estatura.
—Gracias —respondió Jean Paul sonriendo y rascándose su nariz aguileña.
Franco interrumpió la conversación.
—Estoy viendo las noticias, sucedió una desgracia en la Asamblea Nacional —dijo pasando su mirada conmovida en los ojos de todos y sosteniendo el aliento, con su smartphone en su tembloroza mano.


Las altas lápidas se asomaban entre la grama verde y podada en el cementerio municipal. El sol de mediodía era inclemente. Mucha gente vestida de negro rodeaba un féretro de caoba cubierto de varias coronas fúnebres, y a su lado, una fosa recién cavada lo aguardaba. Había en el ambiente un intenso olor a grama mojada que muchas personas podrían considerar como la única sensación agradable de aquel lugar; sin embargo, pasaba desapercibida para los dolientes más cercanos del fallecido de turno.
El cardenal Humberto Vázquez terminaba de proferir algunas palabras de consuelo. Su discurso de condolencias, su vestimenta litúrgica y su hablar pausado contrastaban con su aspecto recio y contextura corpulenta. Lucía muy conservado para tener casi setenta años.
—…Y que el señor acoja en su seno a nuestro hermano, hijo y amigo Ariel Gómez. Quien fuera un hombre de bien, digno, preocupado por el bienestar del país. Descansa en paz hijo mío —dijo con su voz casi apagada.
El sonido de gimoteos femeninos era constante y se incrementaron al momento que el ataúd fue bajado a la fosa. Roberto, Camilo, Franco, Kristel, Zadir y Nancy estaban entre los presentes, al igual que Zulay y Ricardo.
También había acudido el Alcalde Leonardo Pérez, un jovial y esbelto político de perfectos dientes blancos y cabello engominado, que hacía suspirar a muchas mujeres. Él era el alcalde del municipio Tiuna, la localidad más rica del país, con una capacidad asombrosa de recaudación de impuestos municipales, debido a que en su territorio se ubicaban las principales empresas e industrias de Caribea.
Zadir estaba acompañado de su madre, Ana, una regordeta mujer canosa de sesenta años de edad, vestida con ropas confeccionadas por ella misma, a juzgar por la unión de retazos que conformaban su blusa. Mantenía sus manos en posición de plegaria, mirando con tristeza y candidez hacia la fosa.
—Mamá, vámonos ya. Vine porque el profesor Ariel era buena persona pese a ser opositor a Borjas, más no puedo decir lo mismo de su círculo social. Ahí está el oligarca Leonardo Pérez. Me asquea su sola presencia —refunfuñó Zadir, observando a Leonardo hablando con Ricardo entre la multitud.
—¿Qué? Pero él me parece buen alcalde hijo. Oí que es el alcalde más joven del país y que tiene buenos estudios universitarios…
—Tiene suerte —replicó Zadir con desprecio, mientras tomaba a su madre del hombro para inducirla a caminar—. Es alcalde del municipio Tiuna; el más rico del país, con grandes ingresos fiscales por cobro de tributos. En su territorio hay grandes empresas para cobrar impuestos. Otros municipios del país no son así, son casi todos pobres. Él no necesita que el gobierno de Borjas le transfiera dinero según la ley, como a los otros municipios. Es prácticamente autofinanciable para gerenciar. Así cualquiera es buen alcalde, mamá —le explicó mientras caminaban.
Los presentes dieron el pésame al señor Paulo y a la señora Josefa, los padres de Ariel. Ambos transmitían la dulzura propia de personas de tercera edad cuando se dice que vuelven a ser niños. Allí estaban aquel par de canosos padres, a quien nunca se hubiese querido ver derramar lágrimas de amargura. Ninguna palabra les daba consuelo. Sus almas estaban rotas en pedazos y nada podía unirlas de nuevo, comentaban algunos.
—No fue un infarto —gimoteaba incrédulo el señor Paulo a las personas —. Mi hijo le temía tanto a la muerte, que siempre se estaba chequeando con los médicos. Estaba totalmente saludable.
La periodista Zulay se acercó a Ricardo en solitario, mientras éste se resguardaba del sol bajo un árbol de almendras, detrás de unas altas lápidas.
—Diputado, disculpe, ¿puedo hablarle? —preguntó con suma educación.
Ricardo respiró profundo con gesto de tedio al verla. A él le causaban escozor los periodistas a quienes consideraba vampiros que chupaban información, para luego convertirla en un producto amarillista.
—Descuide. No lo entrevistaré por lo que pasó con el diputado Ariel. No ahora. Debo mostrarle algo —señaló con un tono excesivamente respetuoso y considerado, al sentir la mala actitud de Ricardo. Seguidamente sacó de su bolso un smartphone.
—Gracias por la consideración. ¿Qué es? —preguntó bajando la guardia.
Zulay le mostró la pantalla de su smartphone e inició la reproducción de un video en él, en alta velocidad. La imagen lucía borrosa y muy pixelada.
—Le muestro esto, porque usted era muy amigo de él. Esta es la sesión de la Asamblea Nacional donde murió el diputado Ariel. ¿Nota algo extraño?
El video mostraba con rapidez a Ariel dando el discurso donde presentaba la propuesta para derogar la Ley de Expropiación; luego lo mostraba sentado; después, retorciéndose de dolor, agonizando en el piso. En todo momento, una mancha negra borrosa de dos metros de alto cubría a Ariel, siguiéndolo a todos los sitios por donde se movía.
—Esa mancha. No es un defecto de imagen; se mueve sólo sobre Ariel —señaló Ricardo entornando los ojos y acariciando su barbilla.
—Así es. Ese día curiosamente la electricidad falló, incluso las baterías de todas las cámaras de los periodistas quedaron descargadas de pronto. Solo las cámaras de nuestros smartphone lograron grabar con muy mala imagen como ve. Era como algo interfiriendo con toda señal eléctrica. Los forenses del gobierno hablan de un infarto, pero otros médicos que consulté dicen que esa versión es ridícula. Nunca supe de un infarto así. ¿Me concedería una entrevista para la televisión próximamente sobre este caso, junto con Leonardo Pérez?
—Está bien —respondió, luego de pensarlo unos segundos mientras volvía a ver el video.
La gente, cabizbaja y a paso lento, inició su retirada del cementerio. Roberto, Kristel, Franco, Camilo y Nancy caminaron juntos detrás de la multitud. El viento frío sopló, parecía un atardecer y no la mitad del día. Algunas hojas secas cayeron de los árboles sobre ellos y fueron barridas por la brisa. Su marchitez hacía juego con lo que el cementerio significaba, pero a la vez contrastaba con el verdor de la grama. En su caminar se les unió Roger, otro de sus compañeros de clase, muy alto y robusto, notablemente acongojado al igual que ellos.
—No me creo nada lo del infarto. ¿Quién ha visto un infarto así? —se preguntó Roberto pateando una piedra de su camino.
—Nunca había muerto un amigo mío. Se siente raro. Como…un vacío frío aquí —dijo Camilo con un afligido tono de voz, tocándose un costado y sin despegar la mirada del suelo—. Planeas ir a una fiesta, de pronto mueres y no cumples con ese plan. ¿Así de simple es la muerte? Nunca había pensado tanto en ella.
—Dios lo tenga en la gloria de su reino. Camilo, solo Dios conoce el sentido de la muerte —dijo Roger—. Empezamos a morir desde que nacemos, pero si nos preocupamos en morir, no viviremos.
Ricardo los sorprendió llegándoles por detrás y se unió en su caminar con ellos. Colocó su mano sobre el hombro de Camilo, de quien había escuchado sus lamentos. Todos estaban bastante abatidos.
—A todos nos afectó su partida. Él iba a ser el padrino de mi hijo y ya no podrá ser. Y sí, así de simple es la muerte —sentenció con su voz ahogada—. Aprovechemos cada segundo de nuestras vidas para dejar huella en el mundo, y digamos a nuestros seres queridos lo mucho que los amamos, cuantas veces sea posible.
—Ahora me doy cuenta, que sentía por él algo más que una simple ilusión —susurró Nancy caminando con su cabeza sobre el hombro de Kristel, y ésta con un brazo alrededor de su amiga. No era solo una ilusión pasajera, eso ya lo tenía claro; pero, ¿era amor, o un simple enamoramiento? De todas formas, ya a la chica le daba igual; ya el motivo para descubrirlo no existía y solo había un vacío en el que parecía hundirse cada vez que pisaba al caminar. ¿Cómo sería cuando regresara a clases y viera a otro profesor dando la materia? Ariel era el último pensamiento en la noche al poner su cabeza en la almohada, por el que se dormía con una sonrisa, y el motivo por el que despertaba muy temprano para llegar puntual a clases, pese a su reconocido defecto de llegar tarde a todos lados. Darse cuenta que nunca podría darle a Ariel el abrazo que tanto quería, y que tantas veces imaginó, la hizo empezar a llorar descontrolada en sollozos.
Kristel se detuvo y abrazó por completo a Nancy, quien siguió su llanto en silencio tapándose la cara con sus manos. El resto del grupo las rodeó y se unieron en un abrazo grupal; incluso Ricardo, quien hacía tiempo los había conocido a ellos a través de Ariel, y desde entonces, para él no habían sido más que un grupo de estudiantes con quienes solo tenía un amigo en común. No obstante, aquel dolor que compartían hizo que el diputado los comenzara a ver de un modo diferente.


Esa noche, Esteban Sucre conducía su auto por una avenida poco transitada. Llevaba el cabello engominado y vestía completamente de negro. El joven, que no pasaba de unos treinta y cinco años de edad, cargaba un pesado aspecto de cansancio y tristeza. Se detuvo ante el semáforo con la luz roja. Mientras aguardaba el cambio de luz, tomó de la guantera una tarjeta de recordatorio del funeral de Ariel y la miró con melancolía.
—Ariel, amigo —resopló.
El hombre arrancó el auto cuando el semáforo cambió su luz a verde. Haber estado conduciendo distraído le hizo parecer que una moto con dos policías a bordo salió de la nada, cuando ésta se le atravesó en su camino y le cortó el paso. El conductor de la motocicleta la estacionó frente a él, y Esteban se vio obligado a detenerse de golpe a un costado de la avenida, mientras uno que otro automóvil pasaba por su lado.
Esteban los vio desde el auto, estaban uniformados con el atuendo propio de oficiales de la Policía Nacional, incluyendo sus cascos. El robusto policía sentado en el puesto del pasajero bajó de la moto y caminó hasta su carro. Justo al detenerse frente a la ventana del auto se quitó el casco y Víctor mostró un gesto nada amigable. Esteban bajó el vidrio de la ventana y vio la placa de Policía Nacional sobre el pecho del oficial.
—Buenas noches. ¿Sucede algo? Soy Esteban Sucre, diputado de la Asamblea Nacional. —Esteban mantuvo las manos en el volante, como sabía que debía procederse en caso que fuera abordado por un policía. Lo menos indicado era revisarse los bolsillos o la guantera.
—Lo sé. Es el diputado suplente de Ariel, y ahora que él murió usted ocupará su lugar ¿sí? —dijo Víctor sorprendiendo a Esteban al demostrar que lo conocía demasiado bien para su gusto.

Una hora más tarde, Esteban trataba de enfocar su visión borrosa hacia un muro frente a él. Se encontraba aturdido, despertando de un desmayo, atado a una silla. Le costó algunos segundos ser consciente de su situación. Miró a todos lados. Se hallaba en un oscuro lugar con muros y techo de ladrillos agrietados, acompañado de un desagradable y penetrante olor a humedad. No se oía nada, excepto gotas de agua cayendo en intervalos de tiempo sobre algún charco cercano. Sentía mucho frío y su piel adolorida siendo magullada por las cuerdas que le apretaban sus brazos y tobillos.
Como el flash de una cámara tomando una foto, una imagen vino a su memoria seguida de una puntada en su sien: mientras estaba en su auto, Víctor le había puesto un pañuelo sobre la cara, y lo hizo con tanta rapidez que no le dio tiempo para defenderse. Aún podía percibir ese olor etílico penetrante, y en sus labios un sabor cítrico y dulce.
De regreso en su lugar de cautiverio, Esteban sintió un latigazo en sus dilatados ojos cuando las luces se encendieron y tuvo que cerrarlos por instinto. Los abrió poco a poco para adaptarlos a la luz, hasta entrever por sus pestañas la tabla con la imagen de Rasputín recostada a una pared, a diez metros de él. Junto a la tabla observó a un hombre de pie, de baja estatura y rechoncho.
—Raymundo Chirinos, el psiquiatra de Arlex Borjas —balbuceó Esteban, con una mala pronunciación debida a un extraño hormigueo y pesadez en su lengua—. Me doparon...
Esteban forcejeó en vano con sus brazos y piernas tratando de zafarse, pero estaba sumamente débil. Las cuerdas eran bastante gruesas y estaban ajustadas tan fuertes que sentía su flujo sanguíneo colapsado en sus extremidades.
—Hoy dejas de ser un obstáculo a la revolución, para ser parte de ella. —El psiquiatra mostró una sonrisa sardónica que le hacía entrecerrar los ojos, y su chillona voz resultó en extremo desagradable para Esteban, comparable a largas uñas rasguñando un pizarrón.
Se frotó las manos mientras caminaba a paso lento hacia Esteban, como quien admira un delicioso bocado antes de comerlo con hambre feroz.
Raymundo empujó la silla con Esteban en ella, jadeando por el esfuerzo que revelaba su debilidad física. El sonido chirriante de las patas arrastradas sobre el piso de cemento aumentó la intensidad del dolor de cabeza que sufría el diputado. Raymundo colocó la silla justo frente a la tabla de Rasputín y la visión de Esteban quedó a nivel del pecho de la imagen del monje.
De manera brusca, Raymundo le sostuvo su cabeza y le hizo levantar la cara, para hacer que su vista se enfocara en los ojos de Rasputín.
—Míralo a los ojos, míralo —ordenó Raymundo con sus ojos casi desorbitados, que le daba un expresión bastante atemorizante.
—¿Me han secuestrado para que no vote por derogar la Ley de Expropiación? Tú y Arlex… ¿qué pretenden? —El prisionero se sacudió con más fuerza sobre la silla, frustrado al no poder liberarse.
A Esteban no le interesaba ver los ojos de la imagen de Rasputín, sino seguir esforzándose para soltarse de la silla. Por tal motivo, en un primer momento no veía la imagen directamente a los ojos, sino a cualquier otro lado.
—Esteban, óyeme. Tienes una misión de tu líder. Mira la imagen a los ojos.
Esteban seguía luchando sobre la silla, tratando de soltar su cabeza de entre las garras de Raymundo. No pudo evitar que por un descuido por fin sus ojos miraran directo a los ojos de Rasputín, ignorando el peligro que ello significaba. La sensación de una estaca de hielo atravesándolo, desde su sien izquierda hasta su sien derecha, lo llevó al intento de gritar, pero no pudo; su aparato fonador estaba paralizado y solo emitía jadeos de dolor. Se agarró desesperado con fuerza a los brazos de la silla tratando de ahogar su sufrimiento. En el acto, Esteban perdió el control de su cuerpo como si éste se desconectara de su mente. Sus extremidades se hicieron pesadas hasta el punto de serle imposible moverlas. Desde algún lugar desconocido provenía un ensordecedor cántico gregoriano en un idioma que no entendía. Era torturante y parecía originarse desde dentro de su cabeza. No era inglés ni francés, parecían cantos gregorianos en idioma ruso.
El diputado se dio cuenta que no podía cerrar los ojos, sus párpados estaban paralizados. Las venas de sus ojos se notaban brotadas y enrojecidas. Su visión le ardía como una herida abierta cubierta con sal. Solo podía mover los músculos del resto de la cara para hacer muecas de agudo dolor. Gotas de sudor bajaban por su rostro y se mezclaban con sus lágrimas. Raymundo vio con satisfacción como las aterias en las sienes de Esteban le latían con fuerza bajo la piel.
De un momento a otro el canto gregoriano cesó. El dolor desapareció o al menos Esteban ya no era consciente de él, pues parecía ausente de sí mismo. Ahora permanecía quieto sobre la silla, como dormido con los ojos abiertos, mirando sin pestañear los ojos de Rasputín.
—Arlex Borjas es tu líder y tú su fiel servidor —le dijo Raymundo con su boca muy cerca de su oído—. Su proyecto socialista es la vía a la sociedad feliz. Te opondrás a la derogación de la Ley de Expropiación. ¿Entiendes? Ellos quieren hacer daño a Borjas, tu líder. Serás fiel a Arlex Borjas por el resto de tu vida y olvidarás esta conversación. En el nombre de Rasputín.
—Sí. Arlex Borjas es mi líder, lo defenderé —repitió Esteban ahora convertido en un autómata biológico.
Raymundo dio un par de aplausos. En menos de cinco segundos una pesada puerta de hierro al fondo se abrió con crispante rechinar, y Víctor entró por ella.
—Abandónalo por ahí, que parezca un asalto —ordenó Raymundo, y Víctor asintió con la cabeza.
Raymundo se asomó a la puerta de hierro entreabierta, mientras Víctor desataba a Esteban. La puerta daba paso a una habitación pequeña y sucia, iluminada por un pequeño bombillo en el techo. Allí estaba la diputada Liliana Sánchez, desmayada, atada a una silla, caída en desgracia.
—Diputada Liliana, despierte. Es su turno. —Raymundo se carcajeó desde el umbral.
Al amanecer, Esteban despertó aturdido entre bolsas de basura, adolorido en brazos y piernas. La cabeza le pesaba una tonelada. Su elegante y costoso traje estaba manchado de algo negro y pastoso, cuyo hedor no pudo identificar y le produjo una leve náusea. En su pantalón se hallaban adheridas varias conchas de cambur y una cucaracha se deslizaba entre sus cabellos. El hombre se sobresaltó al sentirla en su cabeza, se puso de pie de un salto y se la sacudió con la mano. Miró alrededor, se tocó el bolsillo trasero buscando su billetera y solo percibió el vacío.
—Me asaltaron —susurró.


La Unión Soviética había sido regida por gobiernos socialistas totalitarios que coartaron la libertad ciudadana y asesinaron a millones de personas en el siglo XX. Luego de la disolución del bloque soviético, tales gobiernos parecían neutralizados, pero ahora en la Rusia del siglo XXI resurgirían de la mano de un gobernante sediento de poder, ansioso por instaurar regímenes socialistas no democráticos por el planeta. Tendría como aliado a un enigmático personaje de la historia rusa que renacería también de sus propias cenizas.
La noche más fría del año, dos semanas antes de la muerte de Ariel Gómez, fue cuando él cruzó el abismo entre la vida y la muerte. La explosión de un pequeño bote de madera a motor sobre el río Nevá muy cerca a la costa rompió el silencio de la media noche. Entre la densa niebla que cubría a San Petersburgo, el navío se convirtió en una gran bola de fuego que deslumbró como un pequeño sol e iluminó la noche sin estrellas ni luna. La tranquilidad había terminado.
Una tabla de madera se había desprendido del barco, y ahora flotaba en el río en medio de otros escombros flameantes. Tenía forma rectangular casi perfecta, del tamaño aproximado de una puerta promedio con algunos resquicios en sus bordes, y estaba siendo llevada hasta la orilla por la corriente. Un hombre yacía desmayado sobre la tabla. Vestía todo en color azul marino: pantalones de mezclilla; sweater y un pasamontañas que cubría su cabeza y cara, con una abertura a nivel de sus azules ojos para permitirle la visión.
Luces y sirenas de varias patrullas de policía completaron el escenario de caos. El hombre despertó aturdido sobre la tabla aún siendo arrastrada por la corriente y se vio a muy pocos metros de la orilla. La luz de la linterna de un policía a la distancia alumbró justo sus ojos. El hombre sin titubear se arrojó al agua y lanzó un largo quejido al sentir mil agujas congeladas clavándose en su cuerpo. Tiritando, intentó nadar contra corriente pero se hundió en las oscuras aguas.
Varios policías subieron la tabla y otros restos del bote al remolque de un camión de carga, para llevarlos a un laboratorio a fin de analizarlos e intentar esclarecer el siniestro. Entre los escombros había un diario de muchas hojas y portada dura forrada en cuero negro, que un oficial halló y hojeó con detenimiento.
Al amanecer, dentro del edificio del Servicio Federal de Seguridad de Rusia, Mijaíl, un hombre en sus sesenta años de edad y de ceño fruncido, caminaba a paso muy rápido por un largo pasillo sombrío que tenía muchas puertas de hierro a los extremos. Era alto y canoso. Llevaba en su mano aquel diario hallado en la explosión del yate en el río Nevá. En su pecho portaba una placa de reluciente metal con la inscripción: “Director General, Servicio Federal de Seguridad de La Federación Rusa”. Entró por una de las puertas al final del corredor para internarse en una especie de depósito que guardaba varias cajas de cartón selladas. Allí se reunió con un joven policía de gesto más preocupado que el suyo y él le señaló hacia el objeto de su angustia.
La tabla hallada en el río Nevá, en la que se había mantenido a flote aquel hombre de azul, estaba apoyada a un muro. Sobre la superficie de la madera se apreciaba ahora la imagen borrosa de una figura humana a escala natural. Mijaíl, asombrado, la miró mientras apretaba el diario en su mano izquierda. La imagen turbia revelaba la silueta de alguien sentado de medio perfil, con su torso de color azul marino, color piel en su difuso rostro y negro en su cabello. Cuando recogieron la tabla del río esa imagen no estaba en ella, él podría apostar su vida. “¿Cómo apareció esa imagen allí?” “¿De dónde venían esos colores?”, pensaba Mijaíl mientras observaba sin pestañear la figura, cuyos rasgos faciales no estaban definidos.
Esa misma noche, la tabla fue trasladada dentro de un camión blindado que entró por la reja del conocido edificio del Palacio del Senado Ruso, sede del gobierno nacional, en la cual había un soldado custodiando con fusil en mano. Dentro del camión en marcha, una película de plástico negro envolvía por completo la tabla y un par de soldados rusos armados con fusiles la cuidaban, mirándola sin quitarle los ojos de encima ni un instante.
En la ostentosa oficina presidencial dentro del palacio, Mijaíl se reunió con el presidente de Rusia, Dimitri Ivanov, un pelirrojo con algunos cabellos blancos, de unos sesenta años de edad, esbelto, trajeado negro. Mijaíl con sus trémulas manos le entregó en las suyas el diario hallado. Dimitri de natural ceño fruncido y mirada intimidante observó a Mijail quién se encogió de hombros.

Varios aviones militares reposaban en los hangares de una base aérea, mientras, al amparo de la noche, el enorme avión presidencial ruso aterrizaba en su pista. La reja de entrada del lugar tenía una placa de metal que dejaba ver la inscripción “Base Aérea Militar de la República de Caribea”. La bandera de Rusia y otra bandera de tres franjas verticales en colores amarillo, azul y rojo, se encontraban izadas juntas ondeantes.
Dimitri había llegado a Caribea, un pequeño país ubicado al norte de América del Sur frente al Mar Caribe, de casi 170 mil kilómetros cuadrados, aproximadamente el tamaño de la península de la Florida, con unas de las mayores reservas de petróleo del mundo. El presidente ruso y su comitiva desembarcaron y fueron recibidos por el presidente de Caribea, Arlex Borjas, y su séquito presidencial. Dimitri recibió un abrazo fraterno de su homólogo, un hombre fornido de unos cincuenta años de edad. Vestía una banda presidencial con los colores amarillo, azul y rojo, que descansaba sobre su hombro derecho y pasaba bajo su brazo izquierdo. Ambos presidentes fueron escoltados por dos militares de sus respectivos países hasta subir a una limusina.
Tres militares rusos bajaron del avión un cofre de hierro que contenía la tabla hallada en el río Nevá. Lo cargaron deprisa hasta un camión blindado estacionado cerca y allí lo depositaron. Mientras, una veintena de periodistas los fotografiaban tras las rejas de la base aérea y sometían a los guardias de la entrada a una serie de preguntas, siendo la principal, el porqué no se les dio acceso a la base aérea para cubrir la llegada del presidente de Rusia, como en otras ocasiones y con otros presidentes había sucedido. Los guardias ofrecieron la misma respuesta que una estatua podría dar.

En la lujosa oficina presidencial del imponente Palacio de Gobierno de Caribea, Dimitri y Arlex se enclaustraron a solas, con rostros conmovidos y ansiosa actitud. Sobre una de las paredes del recinto había un retrato en óleo a escala natural de un hombre de edad madura, tal vez de cincuenta años de edad, vestido con traje militar de una época antigua, quien parecía un tercer asistente a la reunión, mirándolos con un intimidante gesto inquisidor. Era Antonio Olivo; héroe independentista de Caribea que a principios del siglo XIX lideró la lucha para declarar a Caribea como país independiente, cuando para la fecha aún era una colonia de España.
Dimitri le enseñó en sus manos un smartphone a Arlex, en cuya pantalla se estaba reproduciendo un video de forma muy acelerada que mostraba aquella imagen aparecida en la tabla. La imagen era borrosa y difusa cuando el video inició, pero luego se fue definiendo rápido hasta ser nítida a medida que el video corría. El indicador de tiempo de reproducción del video mostraba que todo el proceso, en que la imagen pasó de borrosa a definida, había durado en tiempo real más de siete horas, aunque ellos vieron el proceso acelerado de reproducción de dicho video en menos de un minuto.
La imagen ya clara y formada ante la mirada absorta de Arlex reveló la figura de un hombre vestido de hábito negro de monje, sentado de medio perfil girado hacia su izquierda, con sus manos posadas sobre sus piernas. Tenía un rostro pálido, con ojos azules de mirada lejana, tan penetrante e inexpresiva que le daba un halo de misticismo. Llevaba barba y bigote. Su cabello era negro y largo hasta el cuello. Se trataba de Rasputín, el famoso monje ruso.
Mientras observaba la imagen, Arlex recordó todos los datos peculiares y extraños que había encontrado en la Web sobre la vida de Rasputín, en una investigación para conocer detalles del monje y así estar informado antes que Dimitri llegara a Caribea. Entre estos, Rasputín en su juventud pasó varios meses en un monasterio e ingresó después en una secta cristiana conocida como los flagelantes, quienes creían que para llegar a la fe verdadera hacía falta el dolor. Una de las máximas de Rasputín siempre fue: “Se deben cometer los pecados más atroces, porque Dios sentirá un mayor agrado al perdonar a los grandes pecadores”. Además, cuando Rasputín ya tenía el favor de la familia real y de buena parte de la aristocracia, no había decisión del Zar de Rusia que no pasara por la supervisión del monje. En el gobierno y en la corte muchos consideraron que la influencia de Rasputín sobre el Zar era nefasta, justo cuando la situación de la monarquía ya era crítica, y finalmente fue asesinado.
Dimitri por fin interrumpió la silenciosa contemplación de la imagen en el video, mientras mantenía aquel diario en su otra mano igual de temblorosa.
—La aparición de la imagen de Rasputín en la tabla es milagrosa, Arlex. El origen del color y pintura usada se desconocen y no están aplicados a la tabla; flotan en el aire a tres décimas de milímetro sobre su superficie sin tocar la tabla —dijo acelerado, en español casi perfecto con acento ruso—. Estudios hechos a los ojos de la imagen mostraron que, al acercarles y alejarles luz, la retina se contrae y dilata como un ojo vivo. Y la tabla mantiene 36.6 grados de temperatura como una persona viva.
Mientras Dimitri explicaba, venía a su mente los momentos en que estuvo presente en el laboratorio donde la tabla fue sometida a numerosos estudios en Rusia. Cuando uno de los científicos responsables de examinar la imagen ponía la luz de una linterna sobre los ojos del monje, las retinas de éstos se contraían.
Dimitri y Arlex siguieron hablando de pie, atacados por la ansiedad que les impedía sentarse.
—¿Realmente eso en tu mano es el diario de Rasputín? —preguntó Arlex, pasando su mano trémula sobre su rostro de inquieto gesto y largo mentón, y luego por su cabello plateado—. ¿Ya saben quién era el hombre de azul que iba en el bote donde hallaron el diario?
—Sin duda. En 1916 profetizó en el diario que tú y yo existiríamos y seríamos presidentes de nuestros países ¡¿Cómo lo supo?! El desconocido hombre que iba en ese bote robado probablemente se ahogó, no sabemos mayor cosa de él….Oye este pasaje del diario.
Dimitri abrió el diario en sus manos con sumo cuidado y lo leyó apresurado.
—“Cuando Dimitri y Arlex gobiernen, del agua dulce mi esencia emergerá y subirá del infierno buscando santidad. Erijan y difundan mi iglesia, Dimitri, Arlex, que el mundo me venere y los bendeciré, os daré su sociedad nueva, no lo hagan y os maldeciré. Adoren mi esencia por siempre y os daré la sumisión mental de sus pueblos”. Nos menciona, Dimitri y Arlex, tú y yo. Hace solo tres semanas que soy presidente, él estaba esperando que yo asumiera el poder para regresar.
—Me dijiste que se puede controlar la mente humana, poniendo los ojos de la imagen de Rasputín frente a los ojos de las personas —indicó Arlex aún con su mano sobre su mejilla, casi tapando su boca—. ¿De verdad es posible ese poder? Esto es demasiado para creer.
—Hay que experimentar para verificarlo —respondió, retirando la vista de las páginas del diario para fijarlas en el conmocionado rostro de Arlex—. Aquí dice que para pedir ese poder, antes debe celebrarse una misa de adoración, y que diez días luego de hallar el diario debe hacerse la primera misa y hacerla semanalmente; eso es el próximo domingo. Todo debe hacerse aquí en Caribea, porque Rasputín indica en el diario que, apenas apareciera su imagen en la tabla, tú debías tenerla y custodiarla hasta que él lo diga.
Arlex quiso tocar el diario pero Dimitri se lo apartó con recelo.
—Hay instrucciones claras en el diario, otras codificadas por descifrar. Nos llevará algún tiempo conocer todos los mensajes en sus páginas —añadió Dimitri hojeando el diario.
—Le daré lo descifrado hasta ahora a mi psiquiatra, él sabe mucho sobre estos temas de control mental. Sabe de hipnosis…
—Tu esposa con sus estudios en criptografía es la idónea para ayudarnos a descifrar los mensajes —propuso Dimitri—. Ella debe venir con nosotros a Rusia y apoyarnos. Necesitamos solo gente de nuestro círculo de confianza. No puedo sino pensar que, Rasputín fue tan visionario no solo al profetizar que tú y yo existiríamos con nuestros nombres, sino también por saber que tú esposa sería quien nos ayudaría a descifrar su mensaje. Es como un plan divino donde todo está en su justo lugar. Le enviaré los avances por correo electrónico a tu psiquiatra, en un código que solo manejaremos él, tú y yo. Yo tendré el diario. No le haré copias, temo que puedan caer en malas manos.
—Antes que inventaran sus propias historias, dijimos a la prensa que vienes a firmar un tratado de cooperación, y en el cofre traes de regalo obras de arte. —Arlex caminó hacia su escritorio. Respiró profundo y con un apreciable alivio dejó caer su cuerpo en la silla presidencial—. Implantar mi gobierno socialista implica sacrificios de corto plazo al pueblo, que están creándole malestar. Este poder llega justo a tiempo para acallarlo. No entienden que luego vendrá una feliz sociedad socialista de iguales, que será gloriosa. Siempre pensé que ese era mi destino dado por Dios. Esto lo confirma.
—¿Tienes problemas con tu pueblo?
—¿No ves las noticias? Hace dos semanas fueron las elecciones de la Asamblea Nacional en Caribea, perdí la mayoría parlamentaria. He ejecutado ciertas políticas económicas contra los despiadados empresarios oligarcas, y ellos contraatacan generando inflación y escasez de alimentos, creando malestar al pueblo. Y mi pueblo me ha dado la espalda porque no entiende que todo se trata de un breve sacrificio por el bien común. De los 167 diputados que integran la Asamblea Nacional, anteriormente yo tuve a mi favor 123 diputados y actualmente, luego de las elecciones, me he quedado con solo 56. Ahora que los diputados opositores a mi gobierno son mayoría en el parlamento buscarán destruir lo que yo he logrado. No estás nada informado.
—Hace apenas unas semanas que te conozco en persona, tengo mis propios problemas en mi gobierno. Te sobreestimas al creer que en Rusia puede ser noticia todo lo que sucede en este pequeño país, en este pobre rincón del planeta. ¿Sur América? ¡Ja!
—Pequeño país con una de las mayores reservas de petróleo del mundo. Para que entiendas… nuestra Constitución Nacional solo exige el voto de 84 diputados para aprobar y derogar leyes. Tratarán de derogar la Ley de Expropiación que fue aprobada cuando tuve mayoría, pues con esa ley el pueblo le quita al empresario oligarca la empresa con la cual lo explota. Es que siempre creí injusto que el pueblo trabaje, engrandezca las empresas, a cambio recibe un sueldo bajo y el empresario eleva el precio de los bienes que el mismo pueblo hace. ¡Qué paradoja que al pueblo no le alcance el sueldo para comprar los bienes que él mismo produce! ¡Con el poder de Rasputín someteremos la voluntad de los diputados opositores para mantener esa ley vigente! ¡Dios está con nosotros!
—A peores cosas debo enfrentarme en Rusia —dijo subestimando lo que dijo.
—Es peor. De esos 167 diputados que conforman la Asamblea Nacional, los opositores tienen 111, exactamente el número requerido por la ley para destituir y designar a los jueces de la Corte Suprema de Justicia. Ellos intentarán designar nuevos jueces adeptos a su causa que me declararen como insano mental y así destituirme.
—También a mi pueblo le cuesta entender que la libertad debe esperar un poco...
—Caribea no está lista para la falsa libertad del capitalismo, donde feroces lobos capitalistas devoran al pueblo que son como ovejas necesitadas de un pastor —señaló Arlex—. Primero hay que acabar con esos lobos para dejar a las ovejas salir del corral.

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Gracias los que han votado, espero les guste esta historia basada en la actual crisis política, económica y social de Venezuela.