Yo crecí en lo que llaman “una familia humilde”. Mis padres ganaban sueldos mínimos y vivíamos en una comunidad de clase baja. Las limitaciones eran cosa del día a día: no siempre íbamos de paseo o tomábamos taxis; no siempre comíamos en restaurantes o íbamos a centros comerciales. Por eso, cada experiencia de este tipo era vivida al máximo y disfrutada por mi hermano y por mí como un episodio especial y memorable.
Una crianza de este tipo tenía una influencia doble sobre nosotros. Por un lado, nos hacía desear una vida distinta, como aquella que veíamos en la televisión: comodidades, entretenimiento y satisfacciones. Por otra parte, nos hacía figurar ese tipo de vida como algo lo suficientemente maravilloso, como distante e imposible. Esos eran los sueños.
Los sueños eran aquello que quizá podía lograrse, pero con mucha suerte y no se sabía ni cómo ni cuándo tal cosa podía ser realidad. Es decir, si a muchos les sucedía que la vida les cambiaba y alcanzaban el éxito, esa era una posibilidad que atribuíamos a la suerte o a la ventaja de no haber crecido bajo las limitaciones a que nosotros nos acostumbramos.
Los sueños tomaron cada vez más esa forma abstracta. Crecimos y aceptamos que no eran para nosotros. Que quizá era para quien pudiera pagarlos. Yo quería ser un gran artista y escritor y mi hermano un importante zoólogo. Es verdad que fui tomando muchas oportunidades y aprendí a tocar instrumentos musicales; en la adolescencia mi necesidad de escribir me llevó a practicar: escribí cuentos y compuse canciones, pero ¿Cómo pasar de esas sencillas acciones, sin mucha disciplina, a la consecución de algo tan grande como mis sueños?
Eso lo comprendí años después. Hice otras cosas, fui a la universidad y me distraje en vacilaciones; ya que si existía la posibilidad de alcanzarlos, eso sería un golpe de suerte. Pero eso nunca llegó. Entonces la realidad del fracaso empezó a hacerse evidente día a día. Y con él, la frustración.
Supe que algo estaba mal. Que había algo que nunca se me dijo y que crecí con una concepción errada de los sueños. Entendí que si quería que algo real y trascendente pasara en mi vida, si quería que las herramientas que había adquirido tuvieran un fin y se consolidaran, cobrando sentido, debía dejar de ver los sueños como eso, y debía aceptarlos como una realidad.
Sí. Crecí, y era frustrante seguir poniendo la mirada en un futuro que era cada vez con más dolor, un presente fracasado. Mi perspectiva cambió completamente. Dejé de usar frases como “Cuando yo tenga dinero” o “Si llegase a ser…” No. Ahora considero que Yo soy. Y si aún no, estoy trabajando en función de ser, día a día, construyendo en el presente mis sueños.
Es decir, que para SER es imprescindible HACER. Quien no comprende esto, se quedará viendo sus sueños como eso, esa cosa que está a la distancia y suele tener la particularidad de imposible. Un escritor escribe, aunque no lo haga bien; la práctica es su única garantía. Un cantante canta, un arquitecto dibuja, un profesor enseña, un bailarín baila hasta que ya no puede más.
Y así no hay manera, estoy completamente seguro de ello, de que el día a día no nos vaya entregando la satisfacción de estar viviendo el sueño. Cuando se vive en el propósito de vida que deseamos para nosotros, cada logro es apenas una pequeña parte de todo lo que podemos alcanzar y nuestras aspiraciones se vuelven cada vez más grandes.
Si quieres experimentar la consecución de tus propósitos, dejar de ver tus sueños como sueños y empieza ya, sin miedo y con determinación a hacer, hacer y hacer
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