En tiempos de los moros la tierra de Málaga se dividía en dos comarcas: la Axarquía y la Algarbía. El nombre de la primera significa “tierra al este”, y debe pronunciarse “Ajarquía”: la x no es más que un arcaísmo gráfico, como ocurre con México, Xerez o Ximénez; la pronunciación con x, tan indebidamente extendida, no es más que una ultracorrección.
Algarbía es la “tierra situada al oeste”. Y Algarbe significa “occidental, del oeste”. Por ello se habla de Algarbe andalusí (la región meridional de Portugal) y de Algarbe malagueño (la comarca extendida al oeste de la ciudad). La Algarbía, hoy conocida como Hoya de Málaga, tenía su capital en Coín.
Me dirijo hasta la Algarbía en busca de huellas de aquella civilización.
La carretera más “natural” para hacer una excursión por esas tierras es la que, saliendo de Churriana, bordea por la parte baja los dos Alhaurines; por ella el viajero puede disfrutar a sus anchas del paisaje: a la izquierda la escarpada y arbolada sierra de Mijas contrasta con el árido espinazo de los montes de Cártama, situados a la derecha. Como es de tráfico escaso, tiene pocas edificaciones y discurre a cierta altura, permite una singular contemplación de la Hoya. En otro tiempo sólo se verían en lontananza cuatros o cinco pueblos, unos pocos casares y algunos cortijos diseminados por el campo: hoy el moteado se ha convertido en mancha de urbanizaciones, polígonos industriales, desarrollo insostenible y una proliferación inaudita de casas cuyos habitantes viven en el campo, pero no lo cultivan…
El repunte de exasperación que asoma en mi ánimo se ve refrenado por los limpios olivares circundantes, alfombrados de verde. Es una mañana espléndida, casi tibia de marzo. El sol deja su aliento sobre las vinagretas ya abiertas, y sobre sus hojas atreboladas todavía cubiertas de rocío. El terreno se ondula y abancala de limoneros y naranjos en fruto.
Poco antes de dejar atrás Alhaurín el Grande decido visitar el Molino de los Corchos. Por la Cuesta de los Valientes una empinada carretera desciende, se estrecha y se pierde en una hondonada frondosísima. Lo primero que se percibe al llegar es el agua, el rumor del agua. Atravieso un arroyo y paso bajo un discreto acueducto. Subo hasta el socaz, un ancho canal de agua limpia y abundante. Al fondo veo los ojos del molino. A la izquierda, el terreno desciende en pronunciado talud, todo tapizado de musgo. Una cascada rompe por allí sus aguas.
Rodeo el edificio, blanco, impoluto, y subo por un repecho en busca del caz: el agua madre viene de una ladera y se acerca casi en silencio hasta el bocín, que la traga fragorosamente para caer y mover abajo las paletas del rodezno.
Hoy el molino está cerrado, pero percibo que es atendido por una mano solícita. Me prometo informarme enseguida para volver, ver la piedra volandera girar sobre la solera e imaginar cómo aquellos moriscos que lo levantaron retoman vida y quehaceres. Se respira cultura ancestral, tranquila sabiduría remansada a lo largo de siglos. No sabe uno si ha sido el hombre quien se ha adaptado a la naturaleza, o si más bien la mano de esta ha naturalizado las acequias y las sencillas escaleras que buscan el relieve. No tengo reparo en afirmar que me encuentro en medio del vestigio moro más auténtico y mejor conservado de la provincia de Málaga, y que, en su discreta humildad, poco desmerece de las afamadas Alhambra, Mezquita o Giralda.
Me desayuno al tibio sol con dos hermosas y frescas naranjas que allí mismo cojo del árbol. Disfruto del momento con delectación. Con la misma mansedumbre que el agua llega al molino viene a mi memoria el discurso de don Quijote sobre la Edad Dorada, hecha realidad para mí en aquel instante:
“Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarlo de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían…”
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PS: La conservación del Molino de los Corchos se debe a Antonio Galiano y su familia. Para llegar se bordea todo Alhaurín el Grande por la parte baja (Carretera de Coín) hasta tomar en un cruce a la izquierda dirección de Mijas (Avenida de Andalucía). Por la primera bocacalle a la derecha se va a dar a la Cuesta de los Valientes.
La visita exterior es libre; los sábados, que es cuando sus propietarios suelen estar allí, puede visitarse por dentro.
Artículo magistral @conversus
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