“Y dijo la madre del niño: Vive Jehová, y vive tu alma, que no te dejaré”
2 Reyes 4:30 RVR1960
Es el amor de madre un sentimiento misterioso, quizás solo comparable al amor de Dios. Es un amor que arriesga todo por sus hijos, pero cuando este es unido al poder de la fe, es imparable. Vemos que el contexto de esta porción bíblica se da en torno a una mujer sunamita, que habiendo atendido y servido a Eliseo con solicitud, recibe la bendición del Altísimo de tener un hijo. El niño creció, pero un día que se encontraba junto a su padre y hombres que segaban en el campo, se quejó de dolor de cabeza, y fue enviado a la madre, que le tuvo sentado en las rodillas hasta que él murió al mediodía. Ella, sin decir nada a nadie, ni su objetivo, colocó al niño en el cuarto hecho a Eliseo, y pidió que se le enalbardar una asna y se le diesen acompañantes para acudir al siervo de Dios. El esposo no entendía la razón de este pedido, pero la cumplió, y ella expuso con aflicción lo que había sucedido. Eliseo le dice a su criado que se preparase a salir, y llevase su báculo y lo colocase sobre el rostro del niño, sin saludar a nadie que se encontrase en el camino.
La madre, que había confiado en que en Dios tendría una solución a su problema, y decidida a que Eliseo, siervo de Dios, y no ningún otro, la socorriera, le hizo jurar por Dios y por el alma del profeta que no se iría de su lado hasta que se resolviese el asunto. Él se preparó y acudió con ella, orando por el niño y el Todopoderoso lo trajo de vuelta a la vida. Esta madre demostró amor por su hijo, cuidándolo y velando en su dolencia, pero también fe en que Dios tendría una respuesta para la muerte de su hijo, tanto así que nunca mencionó que el niño estaba muerto, tanta era la certeza de que algo sucedería. Por amor a su hijo desafió cualquier tipo de costumbre o tradición, se expuso al enojo de su esposo, realizó un viaje hasta el monte Carmelo y aún exigió a Eliseo su intervención.
Una madre por sus hijos es capaz de cualquier cosa. Este sentimiento la lleva a realizar tareas titánicas, y a defender a sus vástagos a ultranza. Pero una madre que cree en Dios es sencillamente indetenible. La pasión de ellas intercediendo por los hijos, el clamor constante porque el Creador proteja a su descendencia, que los guíe, que los lleve por el camino correcto las convierte no solo en progenitoras amorosas, sino en guerreras espirituales que no conocen el cansancio o el desánimo. ¡Dios bendiga a todas las madres, especialmente a las madres cristianas!
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