De cómo gracias a Bernardo Bertolucci me convertí en cineasta y comencé a viajar por el mundo

in movies •  6 years ago 


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Mother church of all my sins…

En Maracay, la ciudad donde crecí, había cuatro salas de cine. La entrada era tan barata, que podíamos ir varias veces por semana. Nos encantaban los estrenos, que llenaba las salas. Había golpizas en la taquilla para comprar los tickets, pero nosotros éramos capaces armar una pandilla de gamberros y liarnos a patadas en la entrada del cine con tal de ver el estreno de Tiburón, Encuentros Cercanos del Tercer Tipo o Nace Una Estrella.

Pero no nos dejaron ver El Último Tango en París, de Bernardo Bertolucci: la película fue censurada en mi país por el Presidente Rafael Caldera. Sin embargo, los venezolanos, rebeldes, armaron tours para ir a verla a la vecina isla de Curazao, y las agencias de viajes ofrecían paquetes turísticos con hotel, dos tickets para ver la película y una ficha de 100 dólares para jugar en el casino. Yo no pude viajar a verla porque en ese momento era menor de edad, y no tenía trabajo ni pasaporte. Pero si hubiera tenido unos dólares y el permiso para ir al extranjero, habría viajado a la isla para ver la película con María Schneider y Marlon Brando que tanto escándalo había levantado en mi provinciano país.

Se dijo que la censura se debía a una escena de sexo anal que, décadas después, nos enteramos que fue real, y que generó un escándalo tardío para el director Bertolucci, acusado de preparar una violación contra la protagonista femenina, la señorita Schneider.

Muchos años después, pude verla en Caracas, y me pareció la película más triste que había visto en mi vida. Fue en una salita en Chacao, el municipio donde ahora vivo, una tarde, después de almuerzo. No tenía nada que hacer, había dormido una breve siesta, y al ver la vieja película en cartelera, me dije que era el momento de saldar esa deuda con mi cultura cinematográfica.

Yo hablaba inglés, y fue así como pude descubrir, queridos lectores de Steemit, por qué esta película fue censurada en mi país y en otros de mayoría católica.

No se trata del sexo anal, que lo ha habido en muchas otras películas y no ha pasado nada. Se trata de las líneas que recita Marlon Brando en el momento en que viola (sic) a María Schneider. La traducción y los subtítulos decían otra cosa, pero yo recuerdo esas líneas de memoria, y en inglés, como las escribo ahora:
-Mother church of all my sins, I’m fucking you…


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Hasta el Papa debe haber enviado cartas pidiendo que la censuraran. Y como el presidente Caldera era socialcristiano, acató la orden. Pero fue contraproducente: se convirtió en una película de culto, y, como he contado, los venezolanos hasta viajaban al extranjero para verla.

Fue la primera vez que oí el nombre de Bernardo Bertolucci.


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250 kilómetros para ver Novecento

En 1978, cuando se estrenó 1900 de Bernardo Bertolucci, yo cumplí 18 años. Me sentía el rey del mundo, podía viajar sin permiso de mis padres, y tenía un trabajo en el Ateneo de Maracay, en la sala de cine de arte y ensayo.

Ya me gustaban las películas de Andrzej Wajda, de Woody Allen y de Coppola. Ya escribía guiones malazos para filmarlos en Súper-8

Pero Novecento no iba a llegar a las salas en Maracay, había que ir a la capital, a Caracas, para verla. Y lo peor: como era muy larga, los exhibidores la habían divido en dos partes, y cada parte estaba en una sala diferente.

Yo me levanté a las 5 de la mañana, mi mamá me preparó un desayuno, y yo le dije:
-Mami, voy a Caracas.
-¿Y a qué?
-A ver una película.
-¿Y por qué no la ves en Maracay?
-Porque no la van a pasar aquí.
-A ti te gusta demasiado el cine, hijo. ¿Tú como que vas a ser cineasta?
-Mami, tú me bautizaste con el nombre de “Oscar.” Eso debe significar algo, ¿no?

En realidad, nunca le he preguntado a mi madre por qué me pusieron Oscar, pero hoy en día, para burlarme de mis amigos que odian el cine norteamericano y son intelectuales afrancesados, les digo que a mí me encantan las buenas películas de Hollywood, y que estoy destinado a ganarme un premio de la academia al mejor guión porque mi madre me bautizó como Oscar, y eso fue premonitorio.

Salí a las seis de la mañana de la casa, y ya a las 7 estaba en el terminal de autobuses. Un chico de 18 años iba a viajar más de 100 kilómetros sólo para ver una película.

Tomé un bus destartalado, pagué un dólar y medio de pasaje, e iniciamos el viaje por una autopista rodeada de cañaverales, verdes montañas y hermosas haciendas, desde la cual se divisaba incluso la hacienda donde creció Simón Bolívar, el Libertador, en San Mateo.

El viaje duraba dos horas, y al llegar a Caracas, el bullicio, la aglomeración de gente y el ajetreo urbano me conquistaron. Me di cuenta enseguida que iba a terminar viviendo en la capital, en Caracas, aunque no estaba aún seguro de cómo ni haciendo qué.

Deambulé por bulevares, compré un par de libros, me senté a leer en el Gran Café de Sabana Grande, donde se reunían los bohemios, los poetas y los intelectuales, y a las 11 de la mañana entre a ver la primera parte de Novecento, en la primera función, en una sala en el sótano del Centro Comercial Chacaíto. Era mi primera agenda como aspirante a cineasta en Caracas, y estaba sumamente excitado.

La película fue bestial, increíble para mis ojos miopes de soñador. Imaginen a un muchacho de pueblo que viaja a la capital a ver una película inocentemente, y se tropieza con uno de los genios, con uno de los grandes maestros del cine italiano.

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Salí de la película sin aliento. En el centro comercial había un café de moda, Le Drugstore, donde vendían unos hot dogs gigantescos. Sólo para estar a la moda y sentirme caraqueño (¡Dios, qué provinciano era!) pedí uno de esos caros y enormes hot dogs, y para acompañarlo pedí medio metro de cerveza. Era una copa muy larga, que medía medio metro, y que te servían apoyada en un soporte de madera.

Como tenía cara de niño, me pidieron el ID, y yo orgulloso se los mostré, para que quedara bien claro que ya tenía 18 años, que podía tomar cerveza, viajar, casarme, entrar a un bar, meterme al ejército o a una secta satánica.

Salí mareado del café debido al medio metro de cerveza, y tuve que tomar un bus para ir al otro extremo de la ciudad, a Prados del Este, para ver la segunda parte de la película en el cine Humboldt. Entré a las tres de la tarde, y a las cinco, ya sabía que mi destino estaba irremediablemente ligado al cine, a autores como Bertolucci, como Antonioni, como Buñuel. Sabía que mi destino me traería a Caracas, y que esta ciudad sería la plataforma desde donde despegaría al mundo.

Tomé un bus de regreso al terminal de autobuses en Caracas, tomé el bus de regreso a Maracay, viajé otras dos horas, dormido, soñando con los maravillosos planos de la película que acababa de ver, arrullado por la música de Ennio Morricone que aún resonaba en mi cabeza, y llegué a mi casa hacia la medianoche. Me acosté sabiendo que era cineasta, autor, guionista, y me levanté al día siguiente con la misma sensación.

Con el tiempo, terminé en Caracas, estudiando filosofía, escribiendo guiones de cine. Pero antes de la Universidad, viajé Francia e Inglaterra, para conocer el invierno y los museos de cine en esas dos extraordinarias ciudades. Viví en Buenos Aires, donde comencé a estudiar guión en INCINE, y donde viví la más hermosa historia de amor que un hombre puede vivir, al lado de una hermosa chiquilla, Andrea Giglio.

Gracias a Bernardo Bertolucci, y a ese viaje de 250 kilómetros que tuve que hacer para ver en Caracas Novecento, fue que comencé a viajar, fue que me convencí corporalmente (mi alma siempre lo supo, y le pidió a mi madre que me pusiera el nombre de Oscar) de que iba a ser cineasta, escritor, guionista, que iba a vivir de contar historias, de hacer reír y llorar a la gente.

Bernardo Bertolucci acaba de morir a los 77 años de edad. Era el último gran maestro del cine italiano.

Muchos cineastas, críticos y periodistas, han escrito profundas reflexiones sobre sus películas, y sobre el significado de su obra.

Pero en este post yo no quiero ser filósofo ni crítico de cine. Sólo quiero recordar. Quiero recordar el sol dorado que tostaba los verdes cañaverales al borde de la autopista que me conducía a Caracas, que me conducía a la vida, para ver Novecento, la obra maestra de Bernardo Bertolucci. Ese viaje valió la pena. Desde entonces y hasta ahora, mi vida ha sido un viaje que ha valido la pena.

Óscar Reyes-Matute / מתת

Video recomendado:
1900 by Bernardo Bertolucci (Tribute)

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