En una esquina el ser humano: ordinario, simple, mortal, lleno de angustias y temores, de esperanzas e ilusiones. En la otra esquina la vida: altiva, contundente, arrolladora. No vamos a negarlo, es una batalla desigual.
Se podría pensar que la vida es infinita, eterna, titánica, en cambio el ser humano es vano, efímero, casi que insignificante frente a la majestuosidad de su contendora. Y sin embargo, embadurnado de arrogancia y ciego de su destino, el ser humano se enfrenta a ella. Sabe que va a perder, no tiene oportunidad y aun así la enfrenta. La vida lo golpea, no una, no dos, no tres... Muchas veces, y el ser humano, soberbio, iluso, ingenuo, altanero, se levanta y continúa batallando. Se cree Aquiles, pero su batalla es contra Zeus no contra Héctor... La vida vuelve y lo golpea.
El ciclo se repite, el ser humano es golpeado una y otra vez. Sangra, tambalea, resiste... De vez en vez tiene un pequeño gesto de victoria, pero es una victoria falsa, simplemente él cree que cuando no es golpeado es porque va venciendo y de la nada... ¡Pum! Otro porrazo que asesta la vida.
Y así se sigue hasta que ya no queda ánimo en el cuerpo ni fuerza en el corazón. La voluntad humana amaina y la intempestiva brutalidad del destino arrecia. El ser humano se entrega a su fatal sino con un dejo de sonrisa en los labios porque, consternado por la certeza de su fin, considera que la vida es un continuo batallar y que la batalla que ahora está terminando fue la que le permitió existir.
Muere derrotado, pero convencido de su triunfo.