Cuando llegué ya no había nada que hacer. No podía salvarla.
Había llegado a la casa de mi querida abuelita, mandada por mi madre que me había encargado llevarle pan, queso y vino.
Solo llegue, deje mi canasta en la mesa y me indico que comiera y bebiera aquello que estaba en la misma, lo que me hizo beber fue la sangre de mi abuela como si fuese vino y su carne como bocadillos.
La despreciable sabandija enfundada en la ropa de mi ser querido me invito a acostarme a su lado despojándome de todas mis prendas y así lo hice.
Me deslicé en la cama a su lado, tratando de buscar el calor de mi abuelita pues estaba cansada y adentro estaba muy frío. La chimenea no estaba encendida y por lo tanto, la casa estaba en penumbras, apenas siendo visible el interior de la misma por la pequeña ventana.
Apenas y distinguía un pequeño calor cerca de mí y demasiado tarde mi sistema de alarma desató la alerta por todo mi cuerpo erizándome los vellos de la nuca. Abrí los ojos y apenas vi las enormes fauces de la bestia cubriéndome y tragándome.
Dentro del lobo me encontraba apretada y se me estaba acabando el aire, pero no estaba sola en su interior, había un cuerpo más.
Sin embargo, el lobo no dio cuenta de que a pesar de que me despoje de mis ropas llevaba una cuerda como cinturón y un pequeño cuchillo para cortar el queso y el pan.
El instinto de supervivencia prevaleció en mí, tomé en cuchillo en mis manos y rajé lo primero que encontré abriendo al lobo desde adentro. La luz se hizo cada vez más grande y entonces me deslicé hacia afuera.
El suelo estaba lleno de vísceras y el aire se llenó del aroma de la sangre mi cuerpo desnudo estaba embarrado de sangre. Entre las entrañas de la bestia estaba el cuerpo que me había acompañado en su interior, no necesitaba verle el rostro para saber de quién era.
Mi pobre abuela, estaba delgada con sus pequeños ojos cerrados y su boca abierta, a pesar de que sus ojos estaban cerrados no podía pasar desapercibida su expresión de terror antes de ser devorada.
Ya no la podía salvar… Estaba muerta al igual que la maldita alimaña que nos había tragado.
Con el cuchillo aun en mis manos miré hacia la puerta que estaba entreabierta suspiré profundo y con el cuchillo rebané la cabecita de mi querida abuela, era tan rítmico el sonido que hacía al momento de separar la cabeza de su cuerpo. Abracé con ternura aquella cabeza de cabellos blancos y piel arrugada.
Decidí que ella me acompañaría siempre y utilizando algunos de sus frascos e ingredientes pude hacer una especie de conserva y ahí metí su cabeza. Su cabeza flotando en el frasco me lleno de cierta paz y la coloqué amorosamente en mi canasta encima de unas preciosas flores que en el camino había cortado para regalárselas con la esperanza de hacerla sentir mejor. Creo que después de todo si cumplirían el propósito por el cual las lleve.
Después utilizando el mismo cuchillo empecé a descuartizar a la alimaña maldita. Cortaba y cortaba, las patas eran difíciles y también la piel cerca de la cabeza, pero lo logré.
A pesar de mi odio hacia el animalejo no pudo si no admirar la suavidad y calidez de su pelaje.
Restregué la piel por todo el suelo embadurnándolo de su propia sangre. Estaba incluso más hermosa que antes: el rojo contrastando con el negro. Me quedé un momento observándolo como su viera el cielo nocturno con estrellas rojas brillando en su esplendor.
Cubrí mi cuerpo con aquella preciosidad, tomé mi canasta y salí al exterior.
Nunca más nadie sufriría por la pérdida de un ser querido a manos de una sabandija y es un juramento que eleve al cielo.
Con mi canasta en una mano y mi cuchillo en la otra me encamine en busca de lugares asolados por lobos y yo me encargaría de exterminarlos uno a uno.
Justo antes de adentrarme en el sendero volteé la cabeza para ver por última vez la cabaña de mi abuelita. Puse el cuchillo de nuevo en mi cinturón y me cubrí la cabeza con la caperuza de la piel del lobo sangrante y caminé adentrándome en el bosque…
Tal vez tú ya sabes quién soy, a mí, a partir de ese momento me llamaba caperucita roja.
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