Se posó en la lampara allá bien arriba y recordó aquella tonada que escucharía durante un largo rato, repitiéndose las escalas musicales para después crearse el escándalo de armonía perfecta.
Todavía las notas le hablaban, le susurraban cosas, le erizaban las plumas de su cubierto cogote.
El compadre, intelectual y borracho, le dice al otro - Bolero, de Maurice Ravel. ¡Espectacular!- y se sienta en la silla de mimbre que esta contigua a una pared que limita con un terreno baldío, donde una gran y negra ave escucha las notas que lo tienen embelesado. El enorme carroñero se olvida de lo que buscaba entre el crecido monte, y con la armonía sonando bello en el ambiente, se acerca a un lado de la alta pared a saborear aquello que le era nuevo.
Sentía éxtasis, alegría, melodías escondidas en su ser.
Cuando terminó la pieza clásica al gran pájaro le dio por volar, por olvidarse de lo demás, del bodrio que debía comer, de la hedionda agua que tomaba en las orillas de las calles, de las peleas con sus congéneres.
La melodía que había escuchado despertó algo muy dentro de sí.
Dejaba de ser un simple pájaro, para ser algo más.
Se posó en la lampara y recordó aquella tonada.
Cerró sus ojos y se dejó llevar por la marea musical que ahora radicaba en su corazón.
Respiró hondo y saboreó con gusto, y muy humildemente, a los rayos de calor de aquel hermoso fuego que se movía lentamente en el cielo.
La brisa le terminó de encantar el momento.