POEMA ILUSTRADOR
Tan delicados (más que un arbusto) y corren
y corren de un lado para otro, siempre olvidándose
de algo. Ciertamente, les falta
no sé qué atributo esencial, aunque a veces se muestran
nobles y graves. Ah, terriblemente graves,
hasta amenazadores. Infelices, se diría que no escuchan
ni el canto del aire ni los secretos del heno,
así como tampoco parecen percibir lo que es visible
y común a cada uno de nosotros, en el espacio. Y se quedan tristes,
y en la huella de la tristeza llegan a la crueldad.
Toda su expresión vive en los ojos: y se pierde en un simple
pestañeo, en una sombra.
Nada en los pelos, en los extremos de fragilidad inconcebible,
y como en ellos hay poco de montaña
y cuánta sequedad y recovecos, qué
imposibilidad de organizarse en formas calmas,
permanentes y necesarias.
Tienen, tal vez,
cierta gracia melancólica (un minuto) y con eso se hacen
perdonar la agitación incómoda y el traslúcido
vacío interior que los vuelve tan pobres y necesitados
de emitir sonidos absurdos y agónicos: deseo, amor, celos
(¿qué sabemos nosotros?), sonidos que se quiebran y caen en el campo
como piedras afligidas y queman la hierba y el agua,
y es difícil, después de esto, rumiarnos nuestra verdad.