Hilos Escarlatas

Hojas de arce llegaron a cruzar por encima de mí. Me pareció extraño que dicha presencia nublara con sombras la oscuridad plena que me otorgaba un sueño eterno.
No fue hasta que un frio olor a sangre se coló en la punta de mi nariz, como si un duendecillo malvado estuviera a punto de volver los horizontes de cabeza. Sin embargo no fue aquello lo que revelo mis insomnios. Fue la presencia de una fatídica inevitabilidad a la cual nunca fui ilustrado.
Faltaba algo, sin duda lo hacía. Para cuando el olor a sangre llego a mis huesos, coloreándoles al ritmo de un espacio fuera del tiempo mismo, un niño corriendo en círculos con los brazos extendidos, como su la materia misma llegara a fermentar para llevarle a los cielos fue a despertarme con aquel zumbido.
Cuando desperté, la cabaña de los delirios, aun sin techo se llegaba a sentir aún más fría que antes, las paredes de esa madera mohosa que desprendían un olor a tierra mojada en verano, desprendían un tono rojo amapola, y era más fuerte de lo que llegue a imaginar. Lo más particular fue que el cielo, el cielo mismo se teñía de tal gules. Supe que no era producto de un atardecer, aun cuando todo lo exterior aquí podría moverse en una línea paralela a la realidad, jamás los cielos tomarían ese tono tragándose incluso a la luna.
Cuando mi visión dejo de moverse a puntos definidos, fue a tomar en cuenta que todo dentro o fuera de aquel lugar se pinta de sangre. Tanta y tanta y tonos danzarines. Como la fiesta de un asesino en victimas virginales. Fueron tanto suelos, como sillas, cuadros y mesas, ropas y zapatos. En ese lugar por lúgubre que llegara a ser, todo tenía vida, todo excepto mi piel blanca como los huesos putrefactos de vikingos de antaño.
Un reloj en lo alto de una repisa se encontraba estancado en lo alto de engranajes fantasma y fuera de lo que alguna vez estaba a la par de una cuerda que solía guiarme.
Pensé que quizás la falta del reloj era la ausencia exacta de cordura humana de la cual carecí desde mi niñez. No obstante la muerte poso sus manos en mi cintura, tal como si fuera su amante desdichada en busca de un huracán para la decorativa poco cuerda. Me robo un beso sin previo aviso y como una agonía insoportable de ver, arranco de mi, todo sentido y razón, idea y temor. Un dolor tan calado en mi ser como el amar o agonizar, a fin de cuentas no eran muy diferentes.
En medio de aquel doloroso silencio comencé a buscar alguna vista que desviara mis ideas a una caída en busca de juzgados fugaces. Divagando planteé ideas a creer que la muerte inevitable del reloj era el comienzo de aquel psicodélico mundo. Más en busca de algo más nunca logre escuchar los latidos de mi corazón. Me inquiete y quitándome la playera con afán, fui a buscarle dentro de mí. Abriendo mi pecho como una caja de música para encontrarme con el que nunca estuvo ahí. Me sobresalté y de un salto salí de la cama, buscándole por debajo de frazadas, sillas y mesas de noche. Busque junto a mis llaves, debajo de la cama y el mis bolsillos. Nunca estuvo y nunca estará, al menos no de la forma en que le estaba buscando.
En medio de mi ansiedad por la falta de un ser vital que curiosamente no me causaba desvelo al no tenerle, un brillo singular se comenzó a colar desde la estrecha rendija que existía entre el marco y la puerta que existía en esas cuatro paredes. Curioso, mire al cielo liberal que se trazaba en fiestas de colores del creador. Solía sentirme insignificante, mas sin embargo no menos para retarle en nuestra prisión perpetua.
Me acerque un poco más a la luz, tal y como un monstruo es atraído como si fuera un niño a la luz más brillante. No me costó mucho notar que no salía de la puerta, sino que se encontraba dirigida a esta. Como polvo de estrellas de marte, se mantenía en contra de una voluntad siendo suspendida.
Intente alcanzarla, más sin embargo desaparecía como camaleón asustado en nuestro mundo de sangre. Jugué como gato con sus hilos de estambre a casarle por la habitación entera.
Exhausto de polvos rojos en un mar de estos, rendí mi pesado ser en los suelos cercanos a la cama. Para cuando note mis dedos eran pesados y en medio de una piel carente de vida y sentido; hilos, un sinfín de ellos. Podía verles, podía verles atados a mi piel, y aún más, a toda ella. Más que cualquier cantidad vista antes en mi vida, mas siquiera de haber visto alguna vez. Mis manos nunca fueron el inicio, incrédulo note que eran vagantes en mí. No busque un ritmo o camino. Busque un origen y descaradamente desde mis manos.
Ellos nunca me inquietaron, mas picaban mi incógnita mortal. Quienes eran y a donde iba, de donde venían. Como si fueran personas les trate y de cierta manera me hacían sentir así. Fue una sorpresa descubrir que mi pecho nunca fue una caja de música, ni mucho menos algo hermoso semejante. Eran un agujero desesperante, como si de mí, a rabia e inestabilidad sacaran al mundo lo que he de ocultar por siglos.
El origen era mi pecho, aunque este ya no existía, sumergidos en una penumbra delirante seguían un rumbo que ni podía conocer aun estando dentro de mí. Mas fui perspicaz y comprobé que todo aquel color nacía de mí. Como el padre de todo, era un color doloroso que sumergía en llanto todo lo que toco.
Como si faltara tiempo en la eternidad corrí a la puerta, con llave nerviosa a mundos apartados de un cascaron decidí romperle.
El mundo sería mío, quizás ya lo era. Pues ahí afuera, aun en el basto horizonte, un mar de hilos nacientes de mi, nublaron el mundo mismo. A donde alcanzara mi vista, en medio de mortales y recuerdos, espacio y tiempo, ya eran propios de esta telaraña escarlata.