Este presente artículo es manifestación de la pluma y esfuerzo de una persona que me permito seguir difundiendo...
Dr. Gustavo Flores Quelopana.
No es ningún secreto que fue a Lutero a quien se le ocurrió formular la extraña idea de que la voluntad humana no le pertenece al hombre sino a Dios, y debería ser ejercida por el Dios y no por el hombre. Esta exagerada insistencia en la indignidad del hombre la bebe del neoplatonismo presente en la teología de los místicos alemanes. Bueno, pero al menos Lutero tuvo la sinceridad de romper lanzas con el catolicismo. En cambio, resulta un personaje pintoresco aquel que llamándose católico reactualiza esta extraña idea de Lutero proclamando que el hombre debe ser el "robot de Dios". Lo que afea toda esta impostura es que no sólo oculta la verdadera procedencia de la idea, sino que asume un luteranismo vergonzante que refleja al taimado e hipócrita.
Nada hay más desagradable que aparentar hipócritamente algo que no se es. Yo creo que esto tiene que estar cargado de mala conciencia. Y sobre este fariseísmo digo que está presente en aquellas posiciones doctrinarias que se llaman a sí mismas católicas pero que teóricamente defienden posturas luteranas y calvinistas.
La doctrina sobre el hombre como "robot de Dios" es el calco y copia de la obsesión luterana por destacar la dependencia de la criatura negando el libre albedrío. Su raída elocuencia apologética es señal de degeneración progresiva, tristísima bancarrota del que cree estar sonando las trompetas de Jericó pero no sale del pastiche bíblico. Cuán lejos nos hallamos de aquellos días en que el brillo católico relucía en la vida republicana con Luna Pizarro, Herrera, Valdivia, Aguilar y el arzobispo Tovar. No es casual que nuestro laico sin advertir su regresión intelectual no se dé por enterado que la teología paulina es sospechosa porque la escuela de Tubinga la convierte en baluarte del protestantismo.
La idea del hombre como el "robot de Dios" tiene que ver con el origen del mal. Y su médula es que el hombre es impotente para reconocer que su libre arbitrio es el origen del mal. Ya San Basilio de Cesárea (331-379), el gran Padre controversista, había señalado que Dios es esencialmente bueno y que el infierno no lo hizo Dios, sino nosotros con nuestros pecados. El pecado viene del libre albedrío que cede a los atractivos del placer. No hay más que un solo mal, que es el pecado que depende de nuestra voluntad. Renunciar a nuestra voluntad resulta algo depravado y corrompido.
San Gregorio de Nisa (395) enfatiza que la pobreza de espíritu es lo mismo que la humildad y Jesucristo la considera como la primera de las virtudes. De ahí se entiende que considerarse el robot de Dios solamente puede proceder del orgullo y la vanidad de un alma degradada que trata de corregir la obra del Creador anulando la libertad que nos ha dado.
San Justino Mártir (siglo II después de J.C.), que plantó batalla contra el mundo pagano del destino, siguiendo el versículo del Eclesiástico destaca que Dios nos creó libres y eliminar la fuerza de la libertad para entregarse en los brazos de la fatalidad es engañoso y malvado. San Agustín también llama la atención en que el destino del hombre no depende de la justicia del destino, sino del triunfo de las virtudes teologales. Por ende, la idea del hombre como el robot de Dios no es sino otro redivivo paganismo que renuncia a las virtudes teologales y desconoce la verdadera obra de Dios. Es otra rebelión del Engañador decretada con ropaje bíblico.
La malhadada doctrina del "robot de Dios" está desprovista de la imantación de la sempiterna realidad de los carismas extraídos de la Ley antigua y de los Evangelios. ¿Cuál sería el destino del cristianismo sin el numen agustiniano del libre albedrío? Fácil es deducirlo. Volveríamos a la fría inmutabilidad del platonismo: la idea de Bien es la causa primera de todo cuanto existe de bello en el universo. Con santa varonía tenemos que rebelarnos contra esta confusión sofística. Explorar el tema de la libertad humana sin amor, con los ojos del cuerpo, no con los del espíritu.
El Evangelio de San Juan enseña que Dios es el Verbo, la vida y la luz de los hombres y San Agustín explica que nadie es justificado por el solo libre albedrío de la naturaleza sino que es necesaria la gracia de Cristo. Así, la gracia no suprime la libertad humana sino que perfecciona y la auxilia. Pero de esto a perorar que el "hombre debe ser el robot de Dios" hay una distancia tan grande que no admite comparación. Siendo robots de Dios se elimina el libre albedrío como fundamento de la responsabilidad moral. Toda la responsabilidad recae en Dios y ninguna en el hombre, y como tal no merece reproche ni condena alguna. Es la apocatástasis moral -restricción de la apocatástasis cósmica de Orígenes- donde de nada sirvió crear al hombre libre. Es la postura cómoda del que quiere seguir pecando sin asumir su responsabilidad ante Dios.
El "hombre como el robot de Dios" es otra arremetida herética tan parecida al arrianismo, al maniqueísmo y al pelagianismo que buscaba descomponer la verdad cristiana en todas partes. En realidad, representa un retroceso de dos mil quinientos años porque Grecia no resolvió ni antes ni después de Sócrates el gran problema humano del libre albedrío. Fue San Agustín el que aclaró el libre arbitrio como el fundamento de la responsabilidad moral.
Es natural que el que conociendo la ley de Dios está atrapado en la concupiscencia y el movimiento de su voluntad se encuentra aherrojado por las cosas mudables, en un pecado de soberbia y ambición pierda la gracia santificante y el derecho a la vida eterna, la verdadera libertad, inventando que el "hombre sea el robot de Dios". El mal es la sublevación contra lo inmutable y desistir de la libertad es atentar contra la vida eterna. Esta nueva gnosis llena su boca con los nombres de Nuestro Señor Jesucristo y del Espíritu Santo, pero su corazón está vacío de toda verdad.
En el fondo esta falsa doctrina nace de una falta de humildad, porque sólo el humilde penetra en sí, y halla en su interioridad la relación con Dios. Esto nos lo demuestra bien bien el Doctor de la Gracia. Pero, por el contrario, así como Plotino quiere huir del cuerpo de modo similar se quiere huir de la libertad. En el fondo se trata del mismo error: un sentimiento de malestar ante el imperio de las pasiones. Y en los dos está presente una noción substancialista del mal. Pero en realidad no hay causa eficiente del mal sino causa deficiente. El mal, decía San Agustín, no es sustancia, es enemigo de toda sustancia. De modo que Dios no es causa del mal sino el propio hombre con sus malas obras presa de la concupiscencia.
De modo que la doctrina del "hombre robot de Dios" se asienta en la falsa creencia de que la libertad del hombre está sujeta al mal y no puede ser salvada más que si Dios se apodera de ella. Yo prefiero junto con Erasmo de Rotterdam defender con calma y método la posición tradicional de la Iglesia que concede algo al libre albedrío al mismo tiempo que deja la mayor parte a la gracia. Dicho más claramente, el libre albedrío no es una palabra sin realidad y resulta inaceptable hacer tabla rasa de veinte siglos de tradición católica. Bien dice el proverbio latino: A barba stulti discit tonsor (En barba de necio se aprende a rapar).
Qué hay debajo de este luteranismo oculto y vergonzoso de algunos que se dicen católicos. Yo creo que les importa más el derrumbe del principio de solidaridad y el desprestigio del amor al prójimo que impone la lógica del capitalismo que la misma gloria de Cristo. En otras palabras el luteranismo impone el amor a sí mismo y subordina el amor al prójimo. Justo lo que se acomoda perfectamente a la lógica egoísta del capitalismo exacerbado del presente. No es casual que muchos de estos redomados católicos sean empresarios y hombres de negocios. A fructibus cognoscitur arbor (Por sus frutos conocemos al árbol). Y en este aspecto les es muy cómodo seguir la convicción calvinista de endurecerse ante los males sociales, considerándolos como el justo castigo de Dios y como demostración de que el hombre asediado por la pobreza no pertenecía a los llamados y justificados por el éxito. Estos católicos que se hacen una religión a la carta, en realidad tienen debilitada la voluntad hacia la mejora social. Por sus frutos los conoceréis, dice el Evangelio.
En realidad, en estas personas sus oídos interiores ya no escuchan la voz del Señor. Ve que su prójimo sufre mil infortunios y con tal que su propio bien esté seguro, no ayudan al resto. No tienen ninguna piedad, y la suerte de los demás le es completamente indiferente. Simplemente su alma está muerta porque no tienen la verdadera vida que es Dios. Porque ahí donde está Dios habita la caridad, puesto que Dios es la caridad misma. Por eso no son miembros vivos de Jesucristo, porque no experimentan el sufrimiento del prójimo como propio. De ahí que sean consumados mentirosos, avaros, malévolos, demagogos, intrigantes, traicioneros, egoístas, narcisistas, malhablados, viven rodeados de fasto y placer, porque su alma ha recibido la herida mortal de sus infamias. Sólo derraman sobre el prójimo torrente de injurias, desprecian y odian al prójimo para justificar su amor a sí mismos.
Ya lo dijo Cristo, son sepulcros blanqueados porque encierran en su seno el cadáver de un alma difunta para la vida eterna. ¿Cómo van a creer en Cristo estos personajes ridículos, más salidos de las entrañas del averno, que no saben guardar ni una pizca de caridad de la que habla el Señor? Pero estos impúdicos y obscenos mentirosos se vuelven más virulentos cuando buscan disimular sus pecados manipulando la Palabra del Señor. Pero ya Cristo se levantó vigorosamente contra todos estos abusos de los falsos doctores de la ley, contra los traficantes de la Verdad, denunció su espíritu mundano y estigmatizó su hipocresía insípida.
A estos impíos les gusta ir a Jerusalén, Loreto y Compostela, y jactarse de ello, cuando en lo íntimo de su alma se quedan en Babilonia, en Sodoma y Gomorra. De nada les aprovecha saberse de memoria los evangelios cuando no aman al prójimo en absoluto. Por eso jamás tendrán la virtud heroica de un San Pablo ni el ascetismo de un San Jerónimo. Pero su erudición bíblica vaciada de caridad de nada les servirá cuando rodeados de la cruz, cirios y agua bendita tengan que entregar su alma al Creador. Mientras tanto, en toda su vida no tuvieron otra preocupación que amasar dinero y sacrificarse a la cólera, a la lujuria, a la envidia y a la ambición, profanando los impulsos de su corazón. Como toda su vida se la han pasado comprando y vendiendo creen en su lecho de moribundo que pueden comprar la voluntad del Señor.
Contra esta logia de lobos vestidos de corderos hay que decir que el humanismo cristiano si bien cree en el pecado original, la debilidad del hombre caído, la necesidad de la gracia y de la ascesis, sin embargo insiste en la Redención, en la naturaleza restaurada, en la gracia ofrecida a todos y en el yugo ligero de Cristo. En cambio el alma del fariseo desde la soledad más recóndita hasta la acción pública no sabe de fe alguna que lo comprometa. En realidad rechaza la vida cristiana porque con su aire satisfecho no encarna la fe auténtica de Cristo. El cristianismo del fariseo es fe falsa, porque no guarda una relación viva con lo creído. Su vida entera es irreal porque incapaz de amar al prójimo no puede abrazar una fe auténtica. Cuando el creyente tiene una verdadera relación con lo Absoluto entonces ama su creación, y su corazón está henchido de piedad y conmiseración. De modo que, por esencia, esta relación afecta no sólo la subjetividad sino también el ser objetivo. Es por esto que la caridad es la primerísima manifestación de una auténtica relación con el Absoluto.
Y en verdad el dios del fariseo no es el Dios del cristianismo sino del gnosticismo. El dios del fariseo no puede ser sino un demiurgo, al que la creación lo ha desbordado o un redentor ajeno a la creación y por eso no se da ninguna obligación moral de amar la creación. Pues bien, ambas figuras son gnósticas. San Agustín se halla bajo el signo del gnosticismo y Kierkegaard lo mismo. Cuando afirma que hay que renunciar al trato personal con el mundo y con las personas para llegar a Dios, Kierkegaard, sin saberlo, está dentro de los supuestos de la gnosis. De la misma forma el falso católico con su luteranismo vergonzante que desdeña el mundo y al prójimo, no hace sino renunciar al mundo y al prójimo como el gnóstico más relamido. El fariseo luterano vergonzante en realidad desdeña la redención de Cristo, porque al despreciar el mundo está reproduciendo la idea gnóstica de los dos dioses primeros. Uno inferior, orientado a la materia, y otro superior, puramente espiritual. No es casual que esta idea gnóstica conozca un revival en la modernidad, en la cual los impulsos se desordenan y sublevan y amenazan con destruir el alma.
El robotismo procura extraer su saber exclusivamente de las Sagradas Escrituras, esencialmente del pensamiento paulino, de la cual recibe una influencia poderosa, en especial la idea cristológica, el problema de la salvación y la gracia. En consecuencia, no toma en cuenta en absoluto a los Concilios, los Doctores latinos, ni los Doctores griegos, ni las Encíclicas, ni las Cartas Pastorales. Este empleo único de las Sagradas Escrituras constituye una primera señal inequívoca de un no-catolicismo encubierto, un rechazo de la tradición y la jerarquía. Lo que se confirma también al tratar de necio erudito a Juan Pablo II, burlarse de los templos católicos y poner en duda el Purgatorio.
Ahora comprendo por qué ninguno de sus libros lleva el Imprimatur eclesiástico, al contrario del pensador católico Víctor Andrés Belaunde que, no siendo teólogo ni escriturario profesional sino simple seglar, hizo que sus libros Palabras de Fe (1952) y El Cristo de la Fe y los Cristos Literarios (1936) contaran con la unción de la Iglesia.
Y es que históricamente el profetismo, que desconoce la jerarquía apostólica, ha ido de la mano con el favorecimiento del libre examen y el primado de la conciencia individual. Esto ocurrió con los reformistas protestantes Lutero, Calvino y Zwinglio, pero llegó a extremos aberrantes con la crisis modernista, que ya no se limitaba a discrepar como otrora con algunos dogmas, sino que impugnaba el principio dogmático mismo sustituyendo la exégesis sobrenatural con una hermenéutica sociológica, científica y cultural. Hasta que Pío XII en 1943 con la encíclica Divino afflante Spiritu sentó los principios de una sana exégesis, admitiendo la teoría de los géneros literarios. Yo mismo caí en esta distorsión modernista cuando en mi etapa marxista publiqué mi libro Mito y realidad del Cristianismo (1990).
Que todo lo que hay bajo esta bóveda celeste no tiene valor, es basura, es falso. Por tanto, el verdadero camino no es volverse en el robot de Dios. Los hombres no somos inútiles. Aspirar a ser el robot de Dios no tiene garantía excepcional. Cristo, Isaac, la Virgen María y Pablo lo demuestran con su libre albedrío.
Esta conclusión suya resulta bastante chocante a la luz no sólo de las conclusiones del Concilio Vaticano II convocado por el Para Juan XXIII y centrado en los problemas humanos sino, remontándonos más atrás, hasta la encíclica Rerum Novarum (1891) del Papa León XIII preocupado por las nuevas situaciones sociales y la defensa de la dignidad de la persona humana. También el Papa Juan Pablo II en su encíclica Redemptor Hominis (1979) insistió en la justicia social y en la más amplia repartición de la riqueza. Y es que la Iglesia ha estado siempre atenta a la suerte del ser humano, ante todo por su unión con Cristo y por considerar que es el primer camino que debe recorrer en su misión. Esta convicción ha ido más lejos con la encíclica Caritas in Veritate (2009) de Benedicto XVI, escrita como consecuencia de la globalización, y enfatizando que no basta la intención redistributiva del estado, sino que hace falta civilizar la economía, incluyendo en ella la lógica de la solidaridad, la gratuidad y la fraternidad.
Es decir, que declarar que el mundo no tiene valor (Filipenses 3,7-8) y poner el acento en que el hombre es un gusano pútrido y hediondo (Salmo 22, 6-7), no nos puede llevar hacia la ausencia de una teología de la solidaridad, porque el verdadero cristianismo no es retraimiento, quietud, indiferencia, renuncia, huída o repudio del mundo, sino repudio al mundo del pecado y amor al mundo creado por Dios que debe ser santificado con un espíritu de justicia y equidad, lo que implica luchar por el bien temporal y espiritual de la humanidad. La verdadera santidad es unión ontológica con Dios a través de su creación, es caridad, amor y justicia de dar lo que tenemos y darnos a nosotros mismos para dedicar la vida al prójimo escuchando la voz interior de Dios. No es a través del odio al mundo sino al pecado en que la gracia divina nos asiste para la salvación. Pues permaneciendo inactivos el Espíritu Santo no puede realizar su labor dentro de nosotros.
Razón tiene la doctrina social de la Iglesia al defender en la sociedad a los valores espirituales y no a los utilitarios como los supremos. Los valores económicos disgregan pero no unen, la vinculación social por ello exige la aceptación de un bien espiritual, que no origine lucha ni competencia. Ese bien espiritual se reviste de lenguaje profético con las dimensiones de comunión, pascua, encarnación, perdón y reconciliación. En esta dirección ha podido haber exageraciones, como el camilismo que representaba la comunión de la lucha armada y los cristianos socialistas que lanzan al mundo en categorías marxistas la Teología de la Liberación (1972) con Assman, Giradi, Fessard y Gutiérrez. Después de Puebla (1978) insurge la Teología de la Reconciliación que afirma que no puede haber liberación cristiana sin reconciliación, ni reconciliación humana sin liberación. Todavía es América Latina el Pueblo-Continente donde se discute la civilización del amor. Y el sentido pastoral de la civilización del amor es de solidaridad con los pobres y exclusión del egoísmo.
De ahí que sea válido el lenguaje contemplativo de la teología de la solidaridad de Gustavo Gutiérrez cuando dice: “Sin compromiso por la justicia no somos verdaderamente cristianos” (Por una teología de la solidaridad, 1991). Y Marciano Vidal precisa que frente a la filosofía solidarista de clase se encuentra la filosofía solidarista cristiana con su solidaridad ontológica (Para comprender la solidaridad, 1996). Pues dar sin amar no es dar, sólo lo que se da con amor tiene valor (1 Corintios 13, 1 ss.). Obviamente que los ricos no se sienten cómodos con esta doctrina a la que llaman activismo voluntarista y tratan de hacerse un evangelio a la carta. Bien dicen las Escrituras: “El perro vuelve a su propio vómito” y “la puerca bañada vuelve al charco” (2 Pedro 2,22).
De este modo, la salvación cristiana no es dejar de amar al mundo para amar en exclusividad a Dios, como piensa, porque el humanismo cristiano está atento a las necesidades materiales y espirituales del hombre. La salvación en Cristo no es despojarse de todo cuanto es humano, sino restituir en el hombre la gracia de Dios. Y no hay verdadera restitución de la gracia divina en nosotros si a Cristo en el prójimo no le dimos de beber, de comer y lo protegimos de la inclemencia. No hay humanismo verdadero sin santidad, Por eso que es desespiritualizado tanto el humanismo de clase del marxismo al proporcionar amor sin libertad, como el humanismo del neoliberalismo globalizado al dar libertad sin amor.
Dios exige que amemos al mundo y lo demuestra la reciente Teología de la Ecología con su énfasis en que la Creación fue entregada al hombre para ser dominada en espíritu de Santidad y Justicia, en una relación ni servil, ni instrumental, y donde lo ecológico está inseparablemente unido a la justicia social y al respeto de la dignidad humana. Y en ese respeto hay que restaurar el valor espiritual del trabajo humano, el cual no debe ser un medio para ganarse la vida, sino para expresar libremente la dignidad humana. No hay verdadero amor a Cristo sin preocupación real por las necesidades del prójimo, del pobre y necesitado, por el mejoramiento de sus condiciones de vida, donde no sólo hay que dar nuestras posesiones, sino hay que darnos a nosotros mismos. Amar en exclusividad a Dios es pecado contra la creación.
La propia ley de Cristo y del Espíritu Santo obliga a reconocer que seguir lo que Dios manda y dejarse guiar por él lejos de ser un apartamiento del mundo es una profunda preocupación por el mundo. En el evangelio el propio Jesucristo describe el Juicio Final en términos que convierten a la caridad en el criterio central de la salvación. “En tanto no lo hicisteis a uno de esos pequeños, a mí no me lo hicisteis” (Mt. 25, 31-46). Por tanto, hacer lo que Dios manda es asumir un interés activo en el intento de mejorar la condición del hombre en el mundo. Sólo una perversa y miope noción de la caridad puede llevar al cristiano a no identificarse con el desafortunado, el desposeído y el subprivilegiado. No en vano Dios escogió a los pobres de este mundo para heredar su reino y ser ricos en fe y reprende al rico injusto que defrauda al pobre en su salario.
De modo que tener fe en Dios no es sólo amarlo de palabra sino con hechos de caridad, pues sin amor y compasión por los otros el amor y la fe en Cristo es una ficción. La vida de la fe es entrega de nuestra vida a la verdad misma, es luz sobrenatural que guía nuestra razón, es aceptación completa de Cristo que guía nuestra existencia, es un don gratuito que el hombre de hoy debe recuperar por la plegaria, que supone humildad y sed de Dios. La vida cristiana no es soledad, ni individual trato con Cristo, sino de cada individuo con todos los demás en Cristo.
Ahora bien, Dios creó el universo de la nada y dotó al hombre de Razón (don del Espíritu Santo) y Fe (virtud teologal), pero ambas pueden destruir la Revelación sin la presencia de la gracia santificante y la infalibilidad de Dios. Sostener que lo espiritual es iluminado sólo por la fe equivale a no comprender los efectos de la gracia sobre la razón. La gracia santificante ingresa en nosotros mediante los sacramentos. Por eso fuera de la Iglesia sólo hay discrepancias sobre la revelación de Cristo. La iglesia es a la vez una sociedad divina y humana, infalible en doctrina pero el hombre sigue siendo hombre. Ni siquiera el minúsculo número de Papas indignos desmienten este hecho. De modo que es peligroso creer que la fe por sí misma tiene la virtud mágica de dar cuenta de lo espiritual, como cree el angelismo maniqueo. Así como sin el heroísmo para dedicar la vida a los otros no hay cristianismo, del mismo modo sin la gracia santificante y la infalibilidad de Dios no hay fe apostólica.
Por lo tanto, no es cierto que sólo por la fe se da cuenta de lo espiritual y cuando afirma la justificación por la fe es coherente con su desprecio del mundo, porque no sólo es opuesto como Lutero a la justificación por obras, sino que pone el énfasis central en la voluntad de Dios y en la esclavitud de la libertad.
El camino de Cristo no es de perfección moral, fideísmo o magia de unión ontológica con Dios, que nos convierta en robots sin libertad. Por el contrario, no es posible seguir a Cristo sin libertad, él no nos quiere robots, como sostiene, sino seres libres para elegir el bien y rechazar el mal. Si Dios nos hubiese creado con una voluntad que sufre una coerción interna o externa entonces dejaríamos de ser libres y no tendría sentido ni la Caída, la Revelación, la Redención, ni la Salvación. El mismo Jesucristo estaría demás. Al mismo tiempo anhelar que la fe nos haga obrar como robots es negar la misma guía de Dios, porque él no impone sino que invita a ser seguido. Nosotros no lo elegimos él es el que nos elige, pero de nosotros depende el seguirlo. Y aunque en su libro no habla de la predestinación, y solamente la sugiere, coloquialmente se ha expresado de modo reiterado negando la libertad humana. Por eso, me voy a permitir unas palabras al respecto debido a que su doctrina teológica describe un determinismo predestinacionista que es central en el calvinismo.
¿Cómo puede conciliarse nuestra libertad humana con la omnipotencia de Dios? ¿Si somos libres entonces hay algo que escapa al poder de Dios? Tanto Lutero como Calvino enseñaban un estricto determinismo predestinacionista, célebre como doctrina supralapsaria (después de la caída), según la cual Dios preordenó de modo absoluto, antes de la caída, que algunos hombres fueran salvados y los demás condenados. El calvinismo moderado tiene otra salida conocida como doctrina sublapsista (bajo la caída) según la cual Dios permitió la caída de Adán, sin ser su causa real. Pero la versión fuerte contraria es la infralapsista (después de la caída) por la cual Dios eligió cierto número de caídos para ser salvos y condenó a todos los demás a castigo eterno. Los arminianos rechazaron que Dios elija a los salvos o condenados antes o después de la caída, porque eso equivale a hacer de Dios el autor del pecado y del mal. La doctrina católica basada en el libre albedrío rechaza todas estas soluciones al considerar que el hombre que peca libremente puede salvarse si quiere, pues la Redención ofrece la gracia suficiente para vencer el pecado y salvarnos. Pero esto depende de la aceptación de la gracia de Cristo para salvarlos. Por eso San Agustín afirma: “El que te creó sin ti, no puede salvarte sin ti”.
El robotismo equivale a suprimir la lucha humana contra el pecado. Así, en primer término, se puede decir que sólo una conciencia abrumada por la fuerza irresistible del pecado, lo cual le acarrea una pérdida de confianza en su voluntad, puede desear ser despojado de su libre albedrío y ser el robot de Dios. Segundo, convertirnos en robots equivale a desconocer la Redención de Cristo y la fuerza de su gracia para vencer los pecados. Tercero, sólo un sibarita consumado y mundano puede desear ser robot de Dios para frenarse a sí mismo, dejando toda la responsabilidad fuera de él. Cuarto, sin responsabilidad personal para hacer el bien y evitar el mal la salvación carece de sentido. Quinto, la claudicación del libre albedrío supone que la tentación del pecado fuerza a la voluntad y hace inútil la libertad. Sexto, su determinismo del pecado que obliga a deponer la libertad personal tiene el cuerpo pero no el alma del cristianismo. Séptimo, su religiosidad protestante lo lleva a exagerar la antinomia de la libertad, pues la libertad humana es relativa y no absoluta, por tanto no hay tal exclusión con la libertad divina. Y octavo, su teología del robotismo es un horribile decretum que minimiza el don del Espíritu Santo y exagera la providencia y omnipotencia de Dios, Pues ¿para qué convertirnos en robots si tenemos al Consolador, Paráclito Pedagogo, Espíritu de Verdad o Representante que es la Persona del Espíritu Santo (Jn. 7, 39; 14, 16; 16, 12)?
Por lo demás, este intento de suprimir el libre albedrío humano estuvo en la base de la doctrina voluntarista de Dios del Arzobispo de Canterbury Tomás Bradwardine (1290-1349), según la cual el libre albedrío humano no escapa a la determinación de la causa primera y es algo resultante de la indeterminación de la causas segundas. Esto llevó al teólogo Molina en el siglo XVI a investigar a fondo la ciencia media de Dios. La providencia comprende la predestinación y ésta implica la ciencia media. Dios conoce las cosas en una visión intelectual total, es decir no es la existencia de las cosas lo que le permite conocerlas sino su propia existencia. En Dios habría tres tipos de conocimiento divino: la ciencia natural, que tiene por objeto todo lo posible; la ciencia de visión, que es el conocimiento de todo lo que fue, es y será; y la ciencia media, que es el conocimiento cierto de todas las causas segundas libres, sólo limitada por la inescrutable comprensión que Dios tiene de toda voluntad libre. Así, Dios coopera con la libertad humana en todo lo que tiende hacia su felicidad, excepto el pecado.
En suma, la tragedia del pensamiento teológico robotista es común al teleologismo protestante, el cual exagera la trascendencia de Dios dejando prácticamente al hombre solo con su pecado.
Ante esto hay que subrayar que no sólo existen las obras de misericordia o actos de caridad hechos en provecho corporal o espiritual del prójimo, los cuales son 14 y van desde dar de comer al hambriento, de beber al sediento, hasta sufrir las flaquezas del prójimo y orar por los muertos. Sino que también existe la Misericordia de Dios mismo, cuya muestra suprema fue darnos a su Hijo para que muera por nuestros pecados y nos reconcilie nuevamente con él. Pero hay más. La manifestación misericordiosa de Dios se expresa en actos creadores y salvíficos, también en conceder el perdón y la salvación a los hombres que creían en el anuncio del evangelio y en enviar al Espíritu Santo en ayuda de nuestra debilidad. Es abrumador pensar que el Paráclito llega no solamente en ayuda de los elegidos, de aquellos a los que ha preferido Dios, sino en ayuda de todos los hombres de buena voluntad que quieren ser llenos de la plenitud de Dios (Flp. 4,13).
El Espíritu Santo es guía de la vida moral, de modo que hace posible que el hombre se conduzca no por el espíritu de indiferencia o miedo propio del esclavo, o del automatismo robótico sin responsabilidad, sino por el de hijo adoptivo en fidelidad, amor y confianza.
Para terminar queda pendiente un asunto de capital importancia el problema del mal. Cierra su libro con la convicción que el hombre es el principal responsable de la presencia del mal en el mundo, pero esto puede ser reparado haciendo que la gracia divina vuelva al hombre en robot.
Lo cual es profundamente erróneo puesto que la gracia divina potencia nuestra libertad en vez de anularla. Pero además hay que agregar que su enfoque no permite entender el misterio sui géneris del pecado, porque el mal no ocurre sólo por el hombre y Satanás, sino porque el mal es un misterio, y éste no puede ser trivializado presentándolo en términos de “resbalón”. Otro aspecto que llama la atención es que el autor no diferencia entre pecado y prueba, y entre los pecados no distingue tampoco entre pecado personal, que nace del corazón humano, y el pecado original, innato a la naturaleza humana desde la Caída. Menos aun permite ver que las consecuencias del pecado original son ocultas y misteriosas y que la misma caída es sobrehumana y sobrenatural. Por eso, Dios envía a su Hijo unigénito, el Hombre-Dios, para salvar de su ruina a la vida divina en el hombre, vida que no radica en el hombre mismo y sí en Dios.
El pecado hiere el orden superior al natural, irrumpe en la región sobrenatural, destruye la dimensión preternatural, su malicia contradice no sólo el orden de la gracia sino el orden sacratísimo de la Trinidad, su carácter misterioso excluye el orden de la santidad, es común en los ángeles, penetra en la naturaleza a raíz de la caída, en el hombre en el estado original y en los hombres actuales. El misterio del pecado se extendió de los ángeles a la humanidad y a toda la creación. Pero el pecado en Cristo es imposible porque participa de la gloria eterna, pero en los ángeles y en el hombre es posible por la sustracción de la voluntad al vínculo de su tendencia natural al bien puesta en ella por Dios. La consecuencia terrible en la naturaleza del pecador es el brote de una maldad duradera que tiene aversión a cumplir la voluntad divina, como no es posible concebirla en el caso de una simple rebelión natural. Esto hace que no se pueda saber hasta qué punto imputa Dios a cada cual el pecado personal.
Pues bien, nada de esto se deja entrever en la exposición incompleta, errónea y simplificadora del autor. Y ello debido a su aversión hacia la razón y a todo tipo de teología escolástica o no, que pretende supuestamente intelectualizar la revelación y convertir a Dios en un objeto del conocimiento. Ante esto y para terminar hay que decir tres cosas. Primero, que es cierto que sólo con santidad y sin sabiduría se puede ser salvo. Segundo, que la religión no sólo es cuestión de voluntad, amor y oración, sino también de pensamiento, conocimiento y sabiduría. Sin conocer el universo de la religión no se puede amar más a Dios. Y tercero, aun cuando el evangelio no nos enseña una ontología, ni epistemología, ni una metafísica, sin embargo la contiene porque desde el Génesis se incluyen los conceptos de Creador y criatura los cuales son categorías ontológicas del Ser, y en Nuevo Testamento brilla la consubstancialidad del Padre con el Hijo y la espiración del Espíritu Santo. Todo lo cual impulsa la razón filosófica en el campo mismo de la teología.
En conclusión, no es cierto como afirma que “los que aman el mundo tienen por padre al diablo” (p.21) y que “Dios ama su creación pero repudia el que forjó el hombre, manipulado por Satanás” (p.21). Esto ocurre sólo con los que aman el mundo del pecado, pero no el mundo mismo. Pues, ésta identificación entre mundo y pecado no es cristiana, sino pagana y se remonta a la antigua identificación entre el mal y la materia, asumida por Orígenes y defendida por el maniqueísmo. Frente a esto hay que ratificar que Dios ama al mundo caído en el pecado y lo hace no porque ama el pecado, sino por su infinita Misericordia. Bien dice el evangelio: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que el que crea en El no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Sal. 22,7). Además, negarle al hombre toda posibilidad de obra buena es como afirmar que Dios lo creó para obrar mal y es negar la gracia santificante del Espíritu Santo. Lo cual no es así. Ya Isaías nos hace un recuento de los dones del Espíritu Santo (Is. 9,2.3). Y así no hay que temer ser libres y no hay que añorar ser el robot de Dios.
Afirmar que la razón humana es vanidad, sandez y falso. La Verdad sólo toca a la sabiduría divina (Cap. II). Esto es efecto de su aserto inicial: el mundo engaña. Al respecto, hay que decir que hay dos tipos de creyentes: el que tiene confianza en el entendimiento humano y el que siente que su fe se ve comprometida si se apoya en la inteligencia. En apoyo al primer tipo tenemos a Clemente de Alejandría que decía: si tienes que hacerlo cree sin entender, pero si crees entendiendo, tanto mejor. Y es la actitud que distinguió a lo mejor del pensamiento escolástico del siglo XIII, en particular la gran sucesión de filósofos dominicos. El otro punto de vista lo representa Tertuliano: separad Jerusalén de Atenas, la Iglesia de Cristo de la Academia de Platón. Pero esta mentalidad de Credo quia adsurdum est, no es sólo cristiana, se encuentra especialmente en los místicos orientales del Islam y de la India.
El peligro de esta fe anti-racionalista, donde la religión no admite pruebas, es que la indemostrable fe abre el camino hacia la secularización, como quedó demostrado con el archi-creyente Duns Scoto, y se convierte en un factor de desintegración de la fe y derrumbamiento de la religión. Así, en Descartes su racionalismo mecanicista socavó su idea de Dios, en Spinoza su metafísica determinista identificó a Dios con la naturaleza, en Leibniz su armonía preestablecida termina en un Dios plotiniano que lo hace depender de su esencia divina, y en Pascal cuya fe del corazón fue un flaco favor a la fe. Por ello, no es la razón la que justifica le fe, como creyó Descartes, sino es la fe la que justifica la razón, como lo vio con claridad San Anselmo.
P.D.:
Todo el presente artículo está sacado de la parte de lo referente a lo teológico del amigo, maestro y Dr. Gustavo Flores Quelopana. Extracto de la página web.
https://gusfilosofar.blogspot.com/search/label/MUNDO%20PECADO%20Y%20SALVACION
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