Menos mal que estaba solo en el salón de mi apartamento, porque al
terminar de ver aquella película no pude evitar que una lágrima me cayera por
el rostro embargado por la emoción del final.
El problema consistía en que se trataba de una película romántica y se
supone que un digno varón no debe llorar en ellas. Debe sonreír, con
masculina suficiencia, y decir mientras mueve la cabeza comprensivamente
aquello de “mujeres…”. Por eso era de agradecer mi soledad en ese momento,
pues mi reacción no había sido esa precisamente.
Tras unos instantes de recuperación emocional mi mente comenzó a
analizar el argumento del film. La muy original base argumental consistía en
las dudas que tenía la protagonista sobre a cual de dos chicos entregar su amor.
Uno de ellos era rico y perverso, y a pesar de lo divertido que suele ser cuando
se es de tal carácter, según la película era desgraciado. El otro pobre y bueno,
y a pesar de lo aburrido que suele ser cuando se es de este otro carácter, según
el film era feliz.
Las amigas de la protagonista se dividían en dos bandos bien definidos a la
hora de aconsejarle. Unas le advertían que tuviera cuidado pues el amor sale
por la ventana cuando la nevera está vacía –o algo similar-… Que si el
porvenir de los hijos… Que si ella se merecía vivir como una reina... En
definitiva, que se fuese con el rico.
El otro bando, por el contrario, le decía que lo importante era seguir los
dictados del corazón… Que si el hombre de su vida… Pero, sobre todo,
insistían en tres palabras que al parecer resumen un millón de años de
evolución del hombre, y de sesudos estudios sobre la psicología humana: SÉ
TÚ MISMA. Y tras este argumento definitivo la protagonista de la película
corría a cámara lenta, en una playa desierta, a abrazarse con el chico pobre
mientras sonaba una dulce balada; y es ahí, precisamente, donde comienzan
los nudos en la garganta de los espectadores. Es comprensible, probablemente
a usted también le habría pasado tras contemplar tan tierna escena.
En fin, rato más tarde, tras vencer la congoja producto de la emoción,
comenzaron en mi inquieta mente las preguntas trascendentales. ¿En realidad,
qué es eso de ser uno mismo? ¿Alguien sabe lo que significa? O mejor,
¿alguien sabe cómo se puede dejar de ser uno mismo…?
Por otro lado, ¿alguien sabe por qué ese argumento lleva a la chica a elegir
al chico pobre? Y, por último, ¿alguien sabe dónde puedo encontrar la playa
solitaria de la película? Agradecería cualquier información a este último
respecto.
Como la mente humana es como es, unas especulaciones llevan a otras.
¿Por qué todas las películas terminan cuando los protagonistas deciden
casarse? ¿Por qué ninguna comienza justo tras la boda? ¿Qué es lo que pasa
después?
Estas cuestiones me llevaron largo tiempo de reflexión, así que para no
aburrirles con los tiempos muertos empleados en dichas reflexiones me los
salto y entro de lleno en materia.
Mire, el amor pasa por cuatro fases: el enamoramiento, la crisis, la traición
y el abandono. Es, precisamente, cuando estamos sumergidos en la primera
fase cuando firmamos el contrato de matrimonio. Durante las otras tres fases
es cuando nos arrepentimos de haberlo hecho.
Las estadísticas son demoledoras al respecto. El sesenta por ciento de las
parejas se separan antes de diez años. ¿Por qué? Porque la pasión –es ley
natural- se ha ido apagando.
Como consecuencia me pregunté: ¿Siempre ha sido así?
Acudiendo a la fuente de la sabiduría suprema –Zoilo, que es muy culto
pues lee libros- encontré la respuesta: el romanticismo; el puñetero
romanticismo tan sobrevalorado es el culpable.
Este fue el que, en síntesis, fue introduciendo la costumbre de “¿dices que
me quieres y me deseas?... Pues firma aquí”. Y entonces comenzó a pasar que
cuando “el me quieres y deseas” desaparecía, lo único que quedaba era el
contrato de matrimonio y la hipoteca de la casa.
En una pirueta mental, digna del mejor atleta del Circo del Sol, intenté
imaginarme como sería una película que comenzara por el final. Es decir, por
la boda. Previsiblemente una vez pasada la luna de miel, y que el furor sexual
se hubiese calmado, los primeros síntomas de futuros problemas comenzarían
cuando él advirtiera en la vecina de al lado atributos que hasta entonces le
habían pasado desapercibidos; y ella, por su lado, los encontrara en el
jardinero. Ya estaríamos ante previsibles tormentas matrimoniales.
Pero es curioso observar la diferencia de comportamientos que en estas
críticas situaciones tienen hombres y mujeres. En la película dos de las amigas
consejeras estaban divorciadas, y mientras sus exmaridos reaccionaban como
el que esconde un pecado y se siente culpable, ellas, tengo la teoría de que
traen un manual de fábrica a aplicar en los casos de separaciones. A saber, si
es la mujer la que deja la pareja todas dirán unánimemente que él se lo tenía
merecido, pues no le hacía suficiente caso; si el asunto ha consistido en que la
chica se ha largado con otro tipo, la justificarán entre suspiros preñados de
romanticismo, exclamando: ¡Qué se le va hacer, el amor lo puede todo! ¡Es el
hombre de su vida!
Por el contrario, si es él el que toma la iniciativa, el calificativo más suave
que recibirá –en aplicación de tan estricto manual- es el de cerdo. Y si se ha
ido con otra, esta será definida como prostituta y él como algo irreproducible
para cualquier oído decente.
El colmo de los reproches recurrente en estos casos suele ser el afirmar que
él es un puerco porque ella le había entregado lo mejor de su juventud. Pero
eso sí, jamás oirás esa tesis – la de la juventud- cuando es el hombre el que
deja la pareja. Como si nosotros no cumpliéramos años…
En cualquier caso ese reproche, si se piensa con un poco de detenimiento,
contradice profundamente la argumentación romántica de la película, pues lo
que subyace bajo él es: “si hubiese sabido lo que iba a pasar, ni con violines y
playas desiertas me hubiera decidido por el pobre. Hubiese aceptado la oferta
de boda del rico y hoy viviría como una reina, que es lo que me merezco”.
A todo esto siguen las preguntas. ¿Si la época del noviazgo es tan bonita
por qué ponemos fin a ella con el matrimonio? Cuando nos enamoramos de
una chica –o viceversa- ¿por qué convertimos en contrato nuestra eventual
pasión? ¿Por qué los seres humanos cometemos una y otra vez el error de
mezclar el romanticismo, el amor o el sexo con contratos? Si no fuera algo tan
estúpidamente enraizado en nuestras costumbres, y lo viéramos con un poco
de perspectiva, diríamos que es peor que absurdo, es, simplemente, ridículo.
Analícelo conmigo. Vivimos una sociedad en la que si un medicamento
produce un uno por mil de efectos secundarios es eliminado inmediatamente.
Si una maquina tiene algún defecto por el que remotamente se pudiera
producir un accidente, la retiramos del mercado de manera fulminante. En
cambio, el matrimonio tiene un porcentaje de fallo superior al 60% y ahí sigue
tan fresco, como institución inamovible.
Pero esto no ha sido siempre así. Los romanos –me ha dicho mi amigo
Zoilo que es muy culto pues lee libros- lo tenían muy bien resuelto. El
matrimonio, entonces, era un contrato entre dos personas que con
determinadas condiciones ponían en común su hacienda y con ella mantenían
la sociedad conyugal, incluidos los hijos. Los aspectos pasionales estaban
alejados de esta relación contractual. Era lo que peyorativamente hoy
calificamos de “casarse por interés”. Aunque yo, usted me disculpará, lo
definiría como casarse pensando con la cabeza y no con otras partes menos
nobles de nuestra anatomía.
Más o menos este sistema de la sociedad conyugal lo hemos copiado de
ellos. Pero aquí viene lo diferente: en esos tiempos, tras el matrimonio, cada
conyugue seguía manteniendo la libertad de enamorarse y vivir las pasiones
correspondientes tantas veces como la vida le ofreciera la oportunidad, y no
estaba mal visto socialmente. A este respecto me contó Zoilo que Seneca
consideraba afortunado al marido cuya mujer se conformaba solo con cuatro o
cinco amantes; incluso existen inscripciones en tumbas romanas donde
expresan con extrañeza: “permaneció fiel a su marido durante treinta años,
solo tuvo tres amantes”.
En definitiva, eran más listos que nosotros y tenían mejor resuelto el tema
de la convivencia matrimonial. Sencillamente no mezclaban reacciones
químicas emocionales con contratos, y entendían que la fidelidad no es una
parte de la lealtad. Es solo sexo.
Tras tan profundo análisis, finalmente, conseguí entender por qué las
películas nunca comienzan después de la boda: porque la gente no va al cine a
ver las mismas discusiones que tiene en casa y encima pagando una entrada. Y
los productores cinematográficos, que son gente avispada, así lo han
entendido.
Tras todas estas sesudas reflexiones solo me queda la convicción de que el
mejor regalo de bodas que puedo hacer a un amigo cuando me anuncie su
intención de contraer matrimonio, es decirle: ¡Por Dios, no te cases!