EL ARTE DE DESAPARECER: JEAN ARTHUR RIMBAUD

in spanish •  7 years ago 

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Con la mano herida, Rimbaud se sumerge en la campiña francesa; más cerca de las Ardenas que de la propia Francia; pero desapareciendo del maldito Olimpo de los bohemios y dioses literarios franceses, y para colmo, de la segunda mitad del siglo XIX.

Uno de esos olímpicos, con quien se ha cansado de follar, le ha herido en la mano, disparándole, en un hotel de Bruselas; ese olímpico luego es juzgado y alguien le baja los pantalones y le mete el dedo en el culo y palpa la dilatación de su ano: evidentemente, es un sodomita. Rimbaud (que luego de denunciarle por la agresión y otras cosas más, se fuga) fue quien le voló los rayos (los que le quedaban), pero para el escapista, no habrá juicio, sino huida.

Y justamente, la provincia francesa le sirve. Pero antes de desaparecer, es preciso un último combate, la última carga, el último beso de la muerte. Para vivir, es necesario plantar cara. Eso lo hace en Roche, donde se halla su familia. Luego de un acto, donde es interrogado sobre su mano, el menor (pues tiene apenas 17) solloza el nombre de su sodomita: “¡Verlaine! ¡Verlaine!” y luego, el silencio.

Y así, escoge su campo de batalla. Arriba de la casa está el granero y se instala allí desnudo y lleno de cal (gesto estupendo de su homosexualismo voluptuoso y horrendo a la vez) camina de una lado a otro, no habla con nadie y de repente, sabe que el libro ha llegado. Es hora de que el papel hable.

Quien se proponga escribir literatura de verdad, sabe que eso genera consecuencias, a veces de niveles prometeicos. Una temporada en el infierno es quizá una de las mejores obras que se haya escrito jamás en la historia de la literatura, es la cima siempre negada de la literatura francesa, de esa grandiosa cordillera que va desde 1850 a 1900. Y todo comienza con un grito fulminante: “Antaño, lo recuerdo bien, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones y donde corrían todos los vinos. Una noche senté a la belleza en mis rodillas y la hallé amarga. Y la injurié. Tomé las armas contra la justicia. ¡Oh, brujas, oh, miseria, odio, a ustedes confío mi tesoro!” entonces, allí se inicia un viaje poético cuyo tema principal es el propio autor.

Al lanzarse Rimbaud al infierno, lo hace con la misma e irrefrenable voluntad con que lo hizo Dante. Es decir, es plenamente consciente de entrar al infierno y plenamente consciente de que va a cumplir un papel allí. Un viaje. Una misión. Rimbaud es de los duros, de aquellos que saben que para vencer el mal hay que verlo y agarrarlo por los cuernos hasta someterlo.

Así, hay que renunciar ver en este libro un testimonio de la purificación de un cristiano caído o la rebelión absoluta de un pecador voluntario. Nada de eso, es que simplemente, se ha dado cuenta Jean Arthur de que es un hombre, dividido quebrado entre sus contradicciones y sus afirmaciones. Así, el libro es una lucha, una batalla de un tipo duro que se ha decidido ser un héroe, que sabe que no hay términos medios, que habiendo renunciado al vacío del mundo superfluo y aburrido, se lanza a la maldad, que ya le parece tan aburrida, como cualquier película pornográfica. Así, ante la desesperación de no encontrar un lugar dónde plantarse, este libro es una explicación de cómo un hombre, habiendo ganado su guerra, habiendo conseguido la gloria, encuentra que no hay hogar ni patria que lo reciba, pues ya comienza a entender que el acto heroico, su poesía, ha reclamado el precio del desarraigo.

Y quizá, Rimbaud siempre estuvo de acuerdo con este sacrificio, pero no pareció entender que tal acto era irreversible. Al romper con el mundo, no hay vuelta atrás. Pero todo este mecanismo de autoexilio se activa por una razón netamente existencial: él se sabe extranjero de las tierras donde ha vivido, por eso, grita: “…jamás pertenecí a este pueblo; jamás fui cristiano; soy de la estirpe de los que cantaban en el suplicio; no comprendo las leyes; no tengo sentido moral,…” él mismo, llamado “el cochino santurrón”, por su temprana dedicación a la fe; ahora reconoce que no tiene moral, principio de todo fundamento religioso. Y el que siempre fue un rebelde, termina confesando que nunca ha entendido el ordenamiento social.

Así, ante esta declaración de rebelión contra el mundo sobreviene la conciencia del castigo. Como paso aún más intrépido, él mismo lo pide, el castigo de la horquilla y una gota de fuego. Sin embargo, en esta temporada no hay lugar para la redención. Manifiestamente Rimbaud ha roto con Cristo y ha desconocido su acción narrada en los evangelios. Ya sabe que sus pecados lo han llevado a un punto de no retorno. Y así, decide renunciar a lo que se ha dejado. Por eso, su burla frecuente no sólo a los arrepentidos; sino al mismo acto de arrepentimiento. Por eso este libro nunca debe ser visto como una apología del descarriado; sino más bien, como una sinfonía del rebelde.

A lo largo de la temporada, Rimbaud hace una singular autobiografía, que tampoco hay que tomarse muy en serio, en el sentido de iniciar una interpretación del texto teniendo como base estas coordenadas. Pero el poeta se confiesa en repetidas oportunidades, explica su éxito y su fracaso: lo que comenzaría en “Carta al vidente”, termina en la temporada, pues aquí se ofrece el trayecto de la vida del poeta que se asumió vidente. Por eso, esta autobiografía resulta tan extraña, porque no cuenta qué hizo con su vida, sino cómo su vida se hizo un acto de videncia, manifestada en la poesía. De tal manera, lo que comenzó siendo un muy bohemio y romántico amor homosexual, se convierte en la vergonzosa destrucción personal que fue la relación entre Verlaine y Rimbaud. Por eso, Rimbaud da el nombre perfecto a una de las secciones que ilustra estos acontecimientos: “La esposa infernal”. Y aún, sentencia de manera magistral, aquella relación: “Por sutileza, amé a un cerdo.” Aquí, sutileza viene a significar todo aquello que se relaciona con la sensibilidad, el arte, la poesía; es decir, conocimiento y belleza. Sin embargo la falta de entendimiento del orden social (la rebeldía que lo lleva a la homosexualidad, claro está, producida por un hogar quebrado por un padre que se ha marchado y una madre, que en afán educador y controlador, termina siendo castradora y opresora) y la falta de moral (sencillamente desconoció todo aquello que dice la biblia en torno a la homosexualidad) le privaron del juicio necesario que le hubiera permitido obtener un amor mucho más provechoso de aquello que obtuvo con el cerdo.

Es curioso cómo la temporada se convierte, a ratos, en una crónica de fracasos. Así, retomando la analogía con Dante, La divina comedia es un tránsito, una travesía por el infierno y a través de ella, el autor llega al cielo. Al contrario, Una temporada en el infierno, presenta una situación mucho más pasiva. Algunos entienden el título como si se dijera que aquello fueron unas vacaciones o el internado en un siquiátrico. No. Aquí se habla de un periodo en particular de la vida del autor, periodo que va desde aquella carta hasta el fin del libro, o sea, la casi totalidad de su obra. En su afán de poesía, Rimbaud se establece en el infierno. Sin embargo, el éxito de Dante está en que no estuvo más tiempo en el infierno que el necesario y siempre buscó llegar al lugar más alto, al cielo. En cambio, Rimbaud se quedó a jugar y los demonios (y también los cerdos) lo sometieron a tales tormentos lo cual desembocó en los acontecimientos del hotel de Bruselas y la huida a Roche.

En cuanto a su trabajo, su fracaso estuvo en adelantarse a su tiempo. Tal adelantamiento es un producto lógico de su estética vidente (el que ve primero, conquista primero) pero va demasiado lejos, tanto que nadie, ni siquiera el cerdo, logra seguirlo ni mucho menos entenderlo. Nadie conoce aquellas tierras pues sólo Rimbaud es quien las ha visto. Ha llegado demasiado temprano y por eso está solo. Así, considera que habiendo cumplido con sus objetivos literarios y sin más lectores que aquellos selectos a quienes envía sus copias ya impresas, decidió renunciar a la literatura. Entonces vino el silencio, la desaparición.

Esto, sin embargo es una materia que se presta para una interpretación más exhaustiva. Aunque su obra no se leyera entre sus contemporáneos, su valor e impacto demostrarían su futura trascendencia. ¿No es esto, pues, una misma victoria? Pues preferible es el olvido del presente y permanecer en la memoria del futuro; que ser la novedad del ahora y disolverse en el olvido a medida que se llega al mañana, hasta que no quede ningún rastro. En el fondo, podemos estar plenamente seguros, ésta es la batalla principal que quiso ganar Rimbaud, pues ésta fue la batalla de la victoria final.

Así, su alquimia del verbo no sirvió para transmutar la realidad, según aquellas lejanas teorías sobre la palabra que, cargada de espíritu y magia, era capaz de cambiar la realidad de las cosas y tal teoría hallaba su principal asidero en la biblia. Pero, hubo un serio problema: el poder de la biblia viene de Dios, no del hombre, quien sólo se dedicó a escribirla, a transcribirla, mejor dicho. Rimbaud quiso hacerlo todo: hacer el gran arte y dominar el poder de los dioses. Aquí está su fracaso: no pudo con lo imposible, tal como lo expresa uno de sus textos. Esa referencia a lo imposible, que es permanente en la literatura de Rimbaud, es el factor que explica la caída del escritor.

Por decirlo de manera cortante: Rimbaud dejó la literatura porque fracasó en su intento de cambiar el mundo. Al no poder alcanzar lo imposible, Rimbaud renuncia. Y aunque uno sepa que la Adidas muestra otra cosa, “Imposible no es un hecho, es sólo una opinión. Nada es imposible.” Aquel adolescente provinciano que conquistó París con su poesía (y probablemente la literatura universal) no pudo con el peso de lo que se enfrentó. No tuvo actitud para afrontar el desastre que sin duda, lo demolió y además, digamos que ya tenía bastante tiempo en esta espiral de caída. Tampoco tenía aptitud, aunque nadie escribía como él, digamos que sus conocimientos rudimentarios del mundo y de las cosas (es mentira que Rimbaud era un académico autodidacta, era demasiado rebelde como para dedicar tiempo al difícil arte de la cultura) no le permitieron saber que tales alquimias son posibles sólo en el mundo de las quimeras y sólo allí. Al traerlas al mundo, las mató. Evidentemente, Rimbaud fracasa en tratar de hacer “real” una realidad puramente estética y artística. Al ver que tal empresa era un fracaso, que aquellas bellas declaraciones de letras que adquieren colores se transforman en el mundo real en balbuceos plenos de ajenjo en los palacios parisinos, donde la horrorizada y humillada pléyade literaria francesa veía al más fugaz de sus soles. El barco ebrio se transformó en la travesía que lo deja abandonado en Inglaterra, sin un solo centavo. Y de allí a aquella habitación de Bruselas donde…
¿Pero en realidad ese fracaso fue su derrota total? Su silencio a la literatura parece confirmarlo. En realidad, Rimbaud deja la literatura porque ya nada tiene que hacer en ella. Simplemente, llegó. Escribió sus grandes poemas y vio que lo buscaba no estaba allí, por lo tanto, ya no hacía falta seguir escribiendo, había que ir a otra parte, es decir, en la literatura no está la vida (que es lo que más persigue y anhela) y por lo tanto la deja, por eso sentencia: “nosotros no estamos en el mundo. La verdadera vida está afuera.” Ese nosotros se refiere a él y los escritores y ese afuera es la realidad trivial donde buena parte de la humanidad vive sus pátetica vida.

De manera, que como ya dije, esta derrota de Rimbaud es en su esencia una victoria total: es la afirmación de su arte. La perfección de su literatura está en haberla silenciado, en haber dejado de escribir. Sólo dos libros y un montón importante de poemas. Eso bastó. Y sobró. Por lo tanto, se imponen el silencio y la desaparición. En la batalla contra el silencio, mató a cuanto demonio y quimera se le atravesó; pero el costo de todo ello fue que hasta su musa, su propia creencia en la “magia” de la literatura, fue exterminada. Su razonado y metódico desorden de los sentidos casi lo deja sin vida y sólo logró la mitad de lo que se propuso. Y con eso bastó.

Entonces, al mandar al carajo el mundo de las musas, las quimeras y las alquimias lingüísticas, se muda al mundo real. Allí es cuando Rimbaud “desaparece” de verdad. Es el mismo ser. Es mentira quien dice que se olvidó totalmente de su literatura y sus principios. El que se fuga de la literatura, es el mismo que escribió “el corazón robado”. Tal fuga es en realidad, literal y pura: tal como su padre, el mundo provinciano de las Ardenas es muy aburrido y pequeño para el hombre que soñó con la noche verde. Así que comienza su tránsito y se va para Alemania y aprende su lengua, allí se encuentra en Stuttgart con Verlaine, quien ha salido de la cárcel. Tal encuentro termina en otro altercado y jamás volverán a verse.

Y así, va rechazando hasta los libros que le envían, sobre todo Verlaine. Nadie entendió que aquel tipo ya no quería literatura; sino vida. Así, entre 1875-1880, se dedica a vagabundear por toda Europa, trabajando a destajo y gastándolo en los bares y burdeles. Y poco a poco, también el continente le comienza a quedar pequeño y vetusto. Así, cumple vitalmente el proyecto estético del barco ebrio. Lanzarse a los mares y ver el despertar amarillo y azul de los fósforos cantores y remontar mares y saltar sobre playas. Llegar a los puertos y partir de ellos. Ya no son hogares, son puntos de encuentro y orientación: Hamburgo, Amberes, Londres, Southampton, Marreck, Lagos, El Cabo, Suez, Tiro, Chipre, Estambul, Odessa, Múrmansk, Gotemburgo, Narvik, Karachi, Dubái, Mumbai, Java, Australia, Ceilán, Hong Kong… África, donde se convierte en explorador y traficante de armas.

O sea, después de soñar con los grandes poemas (y bueno, escribirlos) Rimbaud se da cuenta de que tiene la tripa vacía, los pies descalzos, la ropa harapienta y no tiene donde echarse a morir. Por lo tanto, llega a la alternativa de todos los hombres: o se mete debajo de las faldas de la mamá, o se parte ese culo trabajando. Esta es la opción que decide. La poesía ha marcado el camino, es su mapa: por eso, no necesita más literatura, él mismo la tiene, la domina, la predice, la recuerda. De allí saca lo que necesita saber. Ya dije que su barco ebrio se convierte en un metodología de vida, así, de barco en barco y puerto en puerto, llega hasta áfrica, continente infernal; pero ya conoce ese lugar y hasta escribió sobre eso, como lo hizo Dante.
Adén, su primer hogar africano, es un infierno, donde no ha árboles ni brisa. Pero resiste allí. Logra conseguir empleo en una compañía que lo lanza al desierto, rumbo a Etiopía, tierra de los rastafaris. Y aunque en aquellos tiempos la marihuana no campeaba, sí lo hacía el comercio; pero como era una región inhóspita, difícil y llena de peligros, casi nadie iba. El puesto de explorador fue su salvación económica. De hecho, no sólo suya es la gloria de ser un francés metido en el cielo de los literatos, es también el tercer francés que logró llegar al Harrar, capital de Etiopía. Luego de trabajar en esta ruta, se va de negocio en negocio, donde la dureza del trabajo y la explotación de los jefes le hacen rebelarse.

La guerra entre Egipto y Abisinia, el trabajo demasiado duro y poco remunerado, el silencio de la familia que está en casa y su vida solitaria, le hacen más dura su existencia. Sin embargo, tal dureza lo moldea y lo llena de bríos: vuelve a trabajar en Adén, pero no con la compañía de comercio; sino con la sociedad geográfica.

De explorar la literatura y marcarles la pauta a los vanguardistas del siglo XX, ahora pasa a descubrir tierras que terminarán de darle forma a los mapas, incluyendo los de google earth.

Ante este oficio, Rimbaud sorprende a su familia con un extraño pedido: ordena que le envíen, y para eso ha mandado dinero, una lista de implementos y manuales técnicos, referentes a la geografía, o a oficios, como carpintería. Pero su madre no lo auxilia, lo abandona como su padre, los hombres se le van y madame Rimbaud se venga. Sin embargo, la misma sociedad geográfica lo ayuda. Su ruta va hacia el sur, hacia Sudán y de allí al océano Índico. De hecho, en muchos lugares, él fue el primer europeo que pisó esas tierras y tendría que pasar mucho tiempo, casi 50 años antes que alguien lo volviera hacer.

Hacia 1885 ya Rimbaud es un personaje de renombre en África. Tiene dinero, tanto como para procurarse una casa y buscarse una mujer, una abisinia y puede esperar a que la situación mejore, ya que los negocios van mal. Y de hecho, mejoran. En este tiempo, llegan noticias de Francia: su madre le dice que regrese y los poetas simbolistas franceses ayudan hacen que la obra de Rimbaud sea reconocida. Pero… esto es pasado para el explorador. Él ya sabía que esto iba a pasar. ¿Se sabe la historia, para qué regresar? Francia lo mirará como extraño y los literatos lo van adular. ¿Vale la pena regresar? Pero también, el yugo de vivir atado a Adén comienza a torturarlo. Así que se va en caravana y se adentra en África, hace negocios con reyes desconocidos, visita países que ningún europeo conoce. Se hace un nombre entre las caravanas y se muda a Harrar en 1887. Allí monta una factoría que produce y vende de todo desde ropa hasta comida. Detrás de este respetado negocio, está la aventura: se dedica también, al tráfico de armas. Sus negocios, hacia 1890, llegan hasta Djibouti, una de las nuevas conquistas francesas, donde Rimbaud es también uno de los primeros en llegar.

Después de tantas correrías, el 15 de febrero de 1891, cuando Rimbaud había anunciado a sus familiares sus intenciones de casarse, y en casa, cae enfermo. Ha desarrollado un tumor en la pierna derecha, debido a tantas caminatas y días sin descanso. Su enfermedad, a pesar de su resistencia, lo domina. Se hace transportar a la costa, buscando regresar a Francia para hacerse un tratamiento. El viaje empeoró su situación. Ya en Francia, su tumor degenera en anquilosis y ya en Marsella, le amputan la pierna. De regreso a casa, el espectáculo es tétrico; pero al menos, el hijo volvió a casa. Y llega con una hacienda de 40.000 francos, una pequeña fortuna que gana el favor de la madre.

Pero sus días están contados. Agrava su condición. La anquilosis invade su cuerpo, la amputación sólo retrasó lo inevitable. Agonizante, llama a un cura y se confiesa, abraza la fe que había denegado antes. Nada extraño entre los humanos, sobre todo los franceses, nación de grandes hombres, que sin embargo, ven al cielo cuando los acontecimientos los superan. Nunca en realidad Rimbaud dejó de ser católico; su ateísmo era una farsa, tan sólo un síntoma de su rebelión. En realidad, el poeta simplemente odiaba a la curia católica y se sentía desconectado de Dios. Por eso le dio la espalda, pero ahora de cara a la muerte, ha decidido hacer las paces con el creador.

El 9 de noviembre, el vidente le pide a la hermana que redacte una carta, dirigida a un capitán de barco, que dice: “dígame a qué hora debo ser transportado a bordo.” Al día siguiente, muere a la edad de 37 años.

Su viaje por el mundo fue como el de Alejandro Magno o como el de Jim Morrison o Janis Joplin o Robert Johnson: lo de ellos fue siempre ir a la gloria, a costa de sus vidas. Y así fue. Alguien que decidió su historia, un duro, un hombre que en vez de practicar el arte de hacerse notorio, como cualquier legislador francés, se hizo dueño de las artes más difíciles, se convirtió el mismo en una obra, borró su nombre y en su lugar, puso su obra y su vida: practicó el arte de desaparecer.

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